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Voces en el jardín

Por Juan Forn

Febrero, Villa Gessell, lluvia. En la casa de al lado, un grupo de lectores de Pessoa se relame con sus múltiples heterónimos. Una logia inesperada: "Pessoa no era la actividad rentada de ninguno de ellos (...) sino su pasatiempo excluyente". Leé una de las piezas de La tierra elegida, de Juan Forn (Emecé).

Por Juan Forn.

Fui un fanático de Pessoa cuando el enigma en torno a su vida y su obra era menos público que hoy. Hablo de los años 70, cuando lo que se conocía de él en castellano eran los fenomenales poemas que había firmado con su nombre o con tres de sus heterónimos: Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. En esos tiempos nada se sabía de Bernardo Soares, el otro gran heterónimo, la voz del Libro del desasosiego (revelado al mundo en 1982 y traducido al castellano en 1984), ni de la multitud de sub-heterónimos (serios y jocosos) a los que Pessoa había apelado a lo largo de su vida, para no hablar de la existencia de ese famoso baúl que llevaba consigo en cada una de sus mudanzas por Lisboa y que yacía a su lado cuando murió en 1935.

Seguí desde cierta distancia el fenómeno que inició el Libro del desasosiego, ese desdoblamiento que revelaba no sólo un nuevo heterónimo sino un nuevo Pessoa en prosa tan considerable como el Pessoa poeta. La magnitud del Libro del desasosiego (y la precisión con que ensambló al andamiaje de la obra ya conocida) ocultó un poco el anuncio de que quedaban por lo menos cuatro mil páginas más escritas por Pessoa, la mayoría de ellas en prosa y tan diferentes de lo ya conocido como Soares se diferenciaba de Caeiro/Reis/Campos.

Habían hecho falta más de dos décadas de trabajo (y dos editores diferentes) para «armar» el Libro de Soares a partir de la multitud de papeles sueltos que lo conformaban. Quienes conocían el contenido restante del baúl confiaban en ganar así por lo menos otras dos décadas para seguir trabajando en lo que seguía inédito, mientras el mundo literario asimilaba el nuevo dibujo que adquiría la figura de Pessoa con la irrupción de Soares.

Y lo necesitaban en serio, porque aunque lo que quede no alcance la altura y la potencia que significó aquel descubrimiento, muestra que todavía estamos a mitad de camino en el conocimiento de la cabal pluralidad de Pessoa, y que nos esperan unas cuantas sorpresas todavía, si sabemos esperar.

 

De esto me enteré un poco por casualidad, la primera semana de febrero, acá en Gesell, una tarde que salí a dejar la basura y me crucé con uno de los inquilinos de la casa de al lado. Vinieron por una semana y aunque no tuvieron ni un solo día de sol, la pasaron bomba, instalados en torno a una mesita en su jardín –o en la galería, cuando llovía–, vaciando metódicamente una botella tras otra de vinho verde, completamente ajenos a la mala onda general de los demás turistas, que puteaban mañana, tarde y noche por el clima.

En mis años de vivir en Gesell yo no había visto en ninguno de los supermercados de la zona una sola botella de ese raro vino blanco inventado en Portugal, y al ver la caja con envases vacíos que dejaba mi vecino al lado de mi basura le pregunté dónde las había conseguido, para darle una sorpresa a mi mujer esa noche. El tipo me dijo muy gentil que lo habían traído ellos pero que igual podría sorprender a mi mujer, y me hizo pasar a su casa para regalarme una botella.

Eran dos mujeres y cuatro hombres, argentinos y de otros países del continente, de edades diversas pero todos arriba de los cuarenta, y todos pessoanos irredimibles. Todos eran «solos» y todos salvo uno enseñaban en la universidad, pero todos se consideraban igual de aficionados que ese único «laico», porque Pessoa no era la actividad rentada de ninguno de ellos –ni de los académicos ni del otro–, sino su pasatiempo excluyente, la razón que los junta todos los años.

No en Gesell; ésta era la primera vez para cinco de ellos. Pero el lugar es lo de menos para ellos, porque lo que hace esta gente cada vez que se junta es seguir desarrollando, de una manera muy poco ortodoxa y académica, un proyecto conjunto que sospecho que nunca esperan concluir, tal como nunca parece acabarse la provisión de vinho verde que riega generosamente sus encuentros anuales.

 

Los integrantes de esta logia amable e inofensiva toman con notable naturalidad la cuestión del desdoblamiento, de los heterónimos. El análisis literario o psi se lo dejan a los «profesionales»: ellos sólo quieren ir conociendo, en la medida de lo posible, a todos los que habitaban esa república de voces que fue «O Fegnandu», como lo nombran los seis, un poco a la chacota. Ésa es otra diferencia que tienen con los más bien insufribles pessoanos profesionales: ellos tienen sentido del humor con el objeto de sus desvelos, un sentido del humor que es leve como la llovizna hasta cuando se ríen a carcajadas, siempre silenciosas, entre copa y copa de vinho verde.

Los seis descubrieron y abrazaron a Pessoa porque radiografiaba como nadie la tristeza que los aqueja también a ellos: esa combinación de angustia y sinsentido y furia y desdén y parálisis emocional que, si lo pensamos un poco, es casi el signo secreto de nuestro tiempo. Pero, paradójicamente, gracias a la tristeza de Pessoa (a los múltiples frutos verbales de esa tristeza, no sólo los canonizados por la crítica), ellos pueden sobrellevar la suya: trescientos cincuenta y ocho días al año lo hacen solos, siete días al año lo hacen juntos.

No les envidio esos trescientos y pico de días, pero sí la semana que los reúne. Porque en esas jornadas cada uno de ellos ofrece a los demás los hallazgos que hizo desde el último encuentro. Y es gente que deja la vida en su búsqueda. No sé con qué medios, con qué contactos, pero con una eficacia notable, al menos para un lego como yo. Porque en las dos tardes que me dejaron sentar entre ellos y escuchar sus charlas interminables descubrí por lo menos a siete Pessoas que no tenía idea de que existieran.

Por ejemplo, el autor de un voluminoso (e inconcluso) tratado de prosodia y gramática titulado Defensa e ilustración de la lengua portuguesa, donde todo se define por la negativa: se sostiene, por ejemplo, que el portugués «es una lengua que no tiene, como otras, esa abundancia infinita que perjudica, ni esa concisión estéril que limita a la hora de escribir cartas», y que «no es tan florida que cae en el alarde, ni tan árida que obliga a echar mano de otras lenguas a la hora de contarle algo a un amigo» (aunque en otro momento más monárquico y cipayo del libro anuncia: «En el Quinto Imperio Lusitano, para aprender y para enseñar se usará el inglés, y para sentir y para expresarse se usará el portugués»).

Está también el Pessoa inventor, una cruza de Roberto Arlt y Giro Sintornillos que fantasea en vano con comercializar un nuevo tipo de máquina de escribir «mejor organizada» (se refiere al teclado), un anuario «sintético» (se refiere a la duración del año), un sistema de papel para cartas con sobre incorporado y un código universal de cinco letras, en momentos en que «necesito sesenta dólares por mes para gastos y sólo gano treinta» (esto escrito en inglés, pero usando no escudos ni libras como metro patrón sino una moneda que en 1913 distaba aún mucho de convertirse en el esperanto financiero del mundo que encarnaría desde el fin de la Segunda Guerra).

Hay un fugaz Pessoa publicista, que inventa un slogan para la Coca-Cola («Primeiro entranha-se.Depois extranha-se») que al parecer tuvo tal efecto que el Ministerio de Salud Pública portugués confiscó todas las existencias de la bebida recién importada de Estados Unidos, alegando que contenía un estupefaciente que producía adicción. Están también los sucesivos Pessoas políticos, que discuten entre sí con una serie de sesudos tratados (todos inconclusos y casi todos ellos en las antípodas de su único texto político publicado en vida: el tristemente célebre «Defensa y justificación de la dictadura militar en Portugal», del que pronto renegó). Algunos títulos de esos tratados: Diálogos sobre la tiranía, o La opinión pública (donde afirma: «ser liberal es odiar a la patria, la democracia moderna es una orgía de traidores»), o Teoría de la república aristocrática, o El prejuicio revolucionario, o El hombre, animal irracional. En todos ellos el punto de partida es la pregunta de cómo establecer el contrato social si los hombres no se aman los unos a los otros, e incluyen frases como ésta: «Decir que Teixeira de Sousa fue el responsable de la caída de la monarquía es como concluir que la muerte de un enfermo fue causada por el estado de coma que la precedió».

Hay también un insólito Pessoa teórico empresarial, que desde las páginas de la fugaz Revista de Comercio y Contabilidad que funda con su cuñado ofrece opúsculos para directores de empresa con máximas como ésta: «El comerciante no tiene una personalidad; tiene un comercio», y fulgurantes reflexiones como la siguiente: «Así como nuestro cuerpo delega una función en un órgano determinado, el dirigente de una organización delega una función precisa en un subalterno. Ahora bien, delegar una función es confiarla a otro, de modo que quien la delega se vuelve voluntariamente inepto para ejercerla. Y éste es el secreto de cualquier organización eficaz: hay una jerarquía de cargos; no hay una jerarquía de funciones».

Está por supuesto el Pessoa ocultista, que una madrugada de 1930 recibe en los muelles de Lisboa al satanista Aleister Crowley, luego de que éste fuera sucesivamente expulsado de Italia, Francia e Inglaterra («Qué idea la de enviarme esta niebla para recibirme», dice el visitante a su anfitrión no más llegar), episodio que culmina con el aparente crimen o suicidio del satanista en un acantilado llamado A Boca do Inferno (no sólo la policía portuguesa sino incluso un batallón de Scotland Yard enviado especialmente interrogan sin dar respiro a Pessoa, hasta que Crowley reaparece vivito y coleando en Alemania).

 

Pero la mayor revelación que me hicieron los vecinos está relacionada con mi favorito absoluto entre todos los Pessoas: el furibundo, inconsolable Álvaro de Campos, autor de ese poema que es mi preferido entre todos los poemas del mundo, Tabaquería (ese que empieza: «No soy nada / Nunca seré nada / No puedo querer ser nada / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo»). Resulta que, años antes de la aparición de Álvaro de Campos, Pessoa «fue» ese heterónimo sólo que con otro nombre: el de un joven temperamental llamado sucesivamente Charles Anon y Alexander Search, «ser vivo, animal, mamífero, bípedo, primate, placentario, antropoide, soltero, megalómano, dipsómano, degenerado de primera línea, poeta con pretensiones de humorista, ciudadano del mundo incurablemente idealista, que en nombre de la verdad, de la ciencia y de la filosofía, sin campana, ni libro, ni cirio, pero con pluma, tinta y papel, pronuncio la sentencia de excomunión contra todos los sacerdotes y todos los fieles de todas las religiones de este mundo».

En una predicción satírica titulada Francia en 1950, Anon/Search anuncia una sociedad en la que el incesto será obligatorio y será moda medirse en público el tamaño del pene, pero «caiga la vergüenza sobre quien se divierta con esta sátira y maldito quien la encuentre graciosa». Cuando anunció su propio epitafio, lo hizo con estas palabras: «Murió a los veinte años. Su último pensamiento fue: malditos sean la Naturaleza, el Hombre y Dios». Fue el primero de los Pessoas en lamentar las limitaciones del lenguaje «porque todas las palabras están fatalmente cristianizadas», así como el redactor y defensor solitario de la siguiente estética: «El arte es la representación nítida de una impresión falsa (la representación nítida de una impresión exacta se llama ciencia). El proceso artístico consiste en relatar esta falsa impresión del tal suerte que parezca absolutamente natural y verdadera. La sinceridad es el gran obstáculo que el artista debe vencer. Sólo una constante disciplina, un entrenamiento para no sentir las cosas más que literariamente, pueden elevar el espíritu a esa cumbre».

Mis vecinos estuvieron en Gesell, como dije, los primeros siete días de febrero. Nunca se oyeron gritos ni risotadas en su jardín, pero bastaba asomarse a la ventana para sentir que allí seguían, enfrascados en su tertulia interminable, espantando su tristeza con risitas silenciosas (la provisión de vinho verde se les acabó a mitad de semana pero siguieron con vino blanco común y corriente).

El día que se iban salí a despedirlos. Seguía estando nublado y frío, pero ya no llovía. Quería agradecerles una vez más la botella para mi mujer y todas las cosas de Pessoa que me habían revelado, pero se pusieron incómodos enseguida, con esa levísima desolación que los hermanaba. Así que me quedé de mi lado del jardín, viéndolos cargar sus bolsos en los taxis que los llevarían a la terminal y preguntándome si habrían elegido Villa Gesell para reunirse este año porque sabían que iba a llover toda la semana.

No me animé a decirles nada. Pero antes de subir al auto, el que me había regalado la botella pareció leerme la mente porque me dedicó como despedida la sonrisa más triste y transparente que he visto en mucho tiempo, miró al cielo y a continuación dijo: «Qué pena, mañana va a salir el sol». Lo que lamentaba, me pareció, no era perdérselo: era que parase de lloviznar.

 

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