El producto fue agregado correctamente
Blog > Ficción argentina > Accidentes
Ficción argentina

Accidentes

Un cuento de Marcelo Pestarino

"En una esquina, vio que un vagabundo castigaba a un niño mendigo por no haber recaudado lo suficiente. El hecho le despertó curiosidad, no repulsión ni odio. Observó que, sin miedo, estaba escapando de todo el mundo". La editorial Paradiso publicó Números inmensos, el nuevo libro de cuentos del autor de A la sombra del vaticano, del que aquí tomamos uno. 

Por Marcelo Pestarino.

 

Ludwig Wilhelm Boyer debía la incongruencia de sus nombres con su apellido a la excéntrica admiración que su padre, un acaudalado comerciante de Honfleur, profesaba por Prusia. Antes de la Revolución, el bisabuelo de Ludwig, general del ejército francés, había tenido el privilegio de conocer, ya en sus últimos días, a Federico el Grande y había quedado fascinado con el brillo inigualable de su corte. Más tarde, a pesar de Napoleón y de las hostilidades franco-prusianas, sus descendientes siguieron espiritualmente apegados a la Kultur y a la Aufklärung de los Hohenzollern. Habían pasado más de cien años y aquella rara devoción por Prusia seguía vigente en casa de los Boyer; de modo que Ludwig tuvo que cargar con aquellos nombres germánicos en un país que mantenía una actitud poco amistosa hacia su vecino. Esto no pareció afectar demasiado su carácter. En la niñez y en la adolescencia, le molestó diferenciarse de los demás. Más adelante, aprendió a convivir con aquellos nombres, característica que lo distinguía del resto de la gente. Y, por entonces, distinguirse ya no lo incomodaba. Tenía un pasado familiar que lo enorgullecía, tenía una riqueza heredada tempranamente y gozaba del respeto de los pobladores de Honfleur.

Sus padres habían muerto muy jóvenes en una epidemia de tuberculosis que diezmó gran parte de la población del norte de Francia. Siendo soltero, su familia la componían sólo su hermana mayor, Thérèse, su cuñado, Jules Diss, y sus dos sobrinos, a quienes adoraba. Thérèse sentía por su hermano un amor maternal, pues había tenido que cuidarlo durante la última parte de la adolescencia. Luego, ella se casó y Ludwig se hizo hombre rodeado del cariño de su hermana, del respeto afectuoso de su cuñado, de la admiración de sus sobrinos y de una servidumbre fiel.

Entrado en la primera madurez, advirtió que su principal problema era cómo llenar los días, ya que, gracias a la renta que provenía de la herencia de sus padres, gozaba de un gran bienestar. Se aficionó a la literatura y a las mujeres, dos pasiones que no se llevaban bien entre sí. La dedicación a las últimas le robaba tiempo para el cabal goce de la primera y, a su vez, la morosa paciencia que le exigía el cultivo de las letras no se condecía ni con el vértigo de la pasión ni con la intensidad sentimental. Viajar le interesaba poco porque, según había comprobado, la visión de lugares a los que su imaginación había accedido a través de los libros destruía para siempre la mágica riqueza de sus fantasías. De modo que transcurría sus días, sus meses y sus años mimado por su ama de llaves, transportado por la belleza de novelas clásicas, de relatos ingleses y de poemas italianos. Cada tanto, solía entregarse a la admiración de las mujeres de los círculos parisinos que, una o dos veces por mes, frecuentaba para no olvidarse del mundo.

Como no le interesaban los juegos frenéticos del poder, el mundo, para él, estaba constituido solamente por la vida social de esos dos o tres arrondissement donde se agotaban los hombres y las mujeres hasta bien entrada la madrugada, unas veces en una boîte y otras en un café, según los caprichosos hábitos que París imponía como si de sus profundas honduras emanaran decretos que nadie podía desobedecer. Ludwig concurría a esas veladas seguro de que su belleza juvenil y su adinerada fama dominarían las miradas de las mujeres. Era alto, de tez pálida y su cabello lacio y renegrido caía sobre la frente en una onda rebelde que, cuando estaba sin sombrero, tenía que enderezar para que no le tapara sus ojos claros de antiguo galo.

En Honfleur, cuando aparecían los primeros destellos de la primavera, tenía la costumbre de caminar, antes del mediodía, hacia el puerto, donde se demoraba a observar la pesca que desembarcaban los brazos rústicos y bronceados de los marineros. Mientras ponía limón sobre las ostras frescas que le ofrecían las vendedoras del puerto, examinaba las piezas raras –rayas gigantes, pesados pulpos– e intercambiaba un par de bromas con los pescadores. Luego, volvía lentamente a almorzar confundiéndose con el brillo de las levitas que resaltaba contra las negras y opacas pizarras que cubrían las paredes de las casas del poblado.

Así, entre el encanto de las letras, las sonrisas femeninas en París y la belleza de Honfleur, transcurría la vida de Ludwig. Un día templado y de sol de fin de mayo sintió, como tantas veces, el llamado del placer. Para satisfacer su capricho, ordenó al cochero que lo llevara a Deauville, donde Colette, una amiga de origen humilde y cuerpo voluptuoso, solía satisfacerlo expeditamente. Ludwig, estaba aún en esa temprana etapa de la vida en que los veleidosos juegos que preceden a la concupiscencia le resultaban un estorbo. De manera que Colette cumplía con el ideal de mujer para satisfacer sus apetitos sensuales: admirablemente bella, solícita, sumisa a su fama de opulento burgués y –cosa que no era menos importante– discreta.

Después de sosegar las urgencias de la carne, almorzaron sobre la hierba del jardincito que tan primorosamente cuidaba la joven. Ludwig se divirtió indagando los orígenes de la actividad de Colette que, para no desilusionar a sus clientes, acostumbraba asegurar que ella se ganaba la vida como costurera y, de vez en cuando, sólo cuando apremiaba el ardor, condescendía a entregarse exclusivamente a la persona que en ese momento la estaba visitando. Ludwig, como tantos otros, quiso creer esa benigna versión de la joven y, luego de despedirse dándole un beso en la frente, volvió a subir a su coche. El conductor emprendió el regreso lentamente. Los caballos anduvieron un rato al paso y, recién después de un largo trecho, empezaron a trotar regularmente. Ludwig le pidió al conductor que volviera a hacerlos caminar, pues, entre llegar temprano para hacer nada y viajar tranquilo, prefería esto último. El cansancio, el calor húmedo de la temprana tarde, el vaivén del vehículo y el repiqueteo hipnótico de los vasos de los caballos sobre el suelo, lo adormilaron poco a poco. Soñó, sin erotismo, con las piernas de Lorraine, una joven a quien había amado hacía unos años y que lo había hecho sufrir por esa tan previsible como intolerable sensación de que la muchacha no lo quería tanto como él a ella. Durante el sueño, en extemporánea aparición, Colette sonreía a su lado mientras le explicaba que rebelarse contra aquella discrepancia de sentimientos entre él y Lorraine era como lamentarse de que el sol saliera todas las mañanas por el este o de que, luego de soltar una piedra, ésta cayera al suelo.

Las copiosas lluvias de mayo habían desmejorado el camino. En la periferia de Villerville, para evitar un huellón, el cochero se desvió unos metros sin advertir el estrechamiento de una curva. Repentinamente, el coche comenzó a desbarrancarse y a los caballos no les dieron las fuerzas para sostener el peso del vehículo. El resultado fue que coche, caballos y hombres cayeron por una ladera bastante pronunciada que terminaba en el mar. Un muchachito de los alrededores advirtió el accidente y, aterrorizado, corrió hacia su casa para avisarle a su madre. Casi no le salían las palabras. Jadeaba agitadamente y, durante el relato, sintió una extraña conjunción de emociones: temor, importancia, acceso brusco al mundo de los mayores que, ahora sí, lo escuchaban, y, por fin, una rara conmoción ante la imagen que le había quedado flotando en la cabeza de aquellos caballos heridos sobre la playa: relinchando sangrantes, medio enloquecidos y moribundos, tiñendo la arena de rojo. La madre y el muchacho fueron corriendo hacia el lugar del accidente y comprobaron que el cochero había recibido un corte profundo en un brazo y que, debido a la profusa pérdida de sangre, casi no tenía fuerzas, aunque estaba consciente. Milagrosamente, Ludwig no parecía haber sufrido ninguna herida, pero había perdido el conocimiento.

El conductor del coche les hizo saber al muchachito y a su madre el domicilio de Thérèse, la hermana de Ludwig, para que le avisaran que los vinieran a buscar. El muchacho corrió en busca de un caballo y, a galope tendido, se dirigió a Honfleur. Cuando estaba por llegar, advirtió que el animal estaba manco, pero, igualmente, lo exigió. Después de un rato muy largo, que al conductor le pareció interminable, Thérèse y Jules fueron en su propio coche al lugar del accidente y los recogieron. Para detener la hemorragia al cochero, la madre del muchachito le había hecho un nudo debajo del codo con un pedazo de la camisa. En cuanto a Ludwig, lamentablemente, seguía inconsciente. Había tenido dificultad al respirar y, enseguida después del golpe, soltó un ronquido quejoso y le manaba espuma de la boca. Dos días más tarde, Ludwig no había recuperado aún el conocimiento, pero, por la animación de los ojos y la respuesta a impulsos luminosos, los médicos aventuraron que despertaría rápidamente.

A los pocos días, en efecto, despertó. Lo encontraron débil y tenía borrados de su memoria todos los acontecimientos hasta dos días antes del accidente. Los médicos lo volvieron a ver y, si bien no le encontraron ninguna anomalía –ya que podía ejecutar todos los movimientos normales y sus reflejos reaccionaban de acuerdo con lo esperado–, les preocupaba un poco cierta insensibilidad que mostraba. Recomendaron que, apenas recuperara las fuerzas, lo llevaran a Milán, donde atendía el neurólogo más famoso de Europa, el doctor Giannetto Aprate.

Thérèse cuidó de su hermano como siempre: con amor fraternal y de madre a la vez. “Carne y más carne te voy a dar de comer”, le decía, ya que tenía la superstición de que el único alimento digno de ser considerado tal era un buen tournedo. Sea por la carne o por lo que fuere, Ludwig se recuperó completamente a la semana de haber despertado y, salvo la insensibilidad que le habían encontrado los médicos, no parecía que le hubieran quedado rastros del golpe. Jules y su mujer se encargaron de organizar el viaje a Milán. Le pidieron por carta un turno al doctor Aprate, que atendía en la Clínica La Madonnina. Cuando recibieron respuesta, sacaron los pasajes y se dirigieron primero a París y, luego de pasar allí la noche, viajaron por ferrocarril a Milán.

El coche-cama era confortable y, al despertar, vieron por la ventana la exuberancia de la naturaleza que junio ofrecía pródigamente a sus ojos. Cruzaron la frontera, pasaron Ventimiglia, luego San Remo y, a medida que el tren avanzaba, notaron cómo los Apeninos se precipitaban hacia el mar en una orgía de verdes y laderas florecidas. Más tarde, hicieron escala en Génova, se tomaron un rato para conocer la parroquia de San Matteo y, por fin, sobre el atardecer, llegaron a la Stazione Centrale de Milán. En coche de alquiler se dirigieron a La Madonnina, que quedaba en via del Santo Sepolcro, donde el doctor Aprate ya había dispuesto que internaran al paciente en una habitación especial, pues, proviniendo Ludwig de la “sorella latina”, como llamaban los italianos a Francia, merecía un trato deferente. Al otro día, comenzaron los estudios.

Aprate encontró que el golpe había interesado las áreas corticales 1, 2 y 3 de Brodmann. Pero la insensibilidad de Ludwig le hacía sospechar que las conexiones con el tálamo también se habían visto afectadas. En particular, conjeturaba Aprate que existía alguna lesión en el cuerno de la espina dorsal. Dado el diagnóstico del neurólogo, Ludwig quedó internado para someterse a más estudios. Thérèse y Jules se alojaron en el Hotel Giardini, que se hallaba en el moderno quartiere Solferino.

Siguieron días de penoso aburrimiento para el accidentado y, como la internación se prolongaba, Thérèse hizo viajar a sus hijos para tenerlos cerca. Ya estaba por empezar el verano. Thérèse confió que, después de la recuperación de su hermano, la familia podría pasar unos días en la Riviera. Ludwig se sentía bien; salvo la insensibilidad en las manos y los brazos, no tenía ningún síntoma ominoso y, entonces, el tiempo en la clínica se había transformado en una enorme roca desgastada que le caía sobre el cuerpo y lo abatía. Cada tanto, el tedio macizo era interrumpido con la mala noticia de que en la sala contigua había muerto un paciente o con el movimiento frenético de enfermeras y médicos que asistían de urgencia a un moribundo. Ludwig no sabía si eran peores los días que las noches. A la mañana, después de los exámenes y de la hora de visita de Thérèse, salía al jardín donde lo atormentaba la conversación con enfermos en lento proceso de recuperación, con ancianos que se engañaban respecto a una pronta partida hacia sus hogares cuando –era evidente– tenían la mordedura de la muerte en las mejillas. Por las tardes, leía y, dada la medicación a la que estaba sometido, se quedaba dormido enseguida. Maldecía las siestas porque le provocaban insomnio a la noche, cuando la luz mortecina de la sala no le permitía leer. En la obligada vigilia, no lograba controlar sus pensamientos que, como presos de una obsesión, creaban y recreaban siempre las mismas imágenes. Sin saber por qué, venían a su mente los áridos paisajes de la antigua Tomis, que sólo había conocido en la lectura de las Tristia de Ovidio. A veces, pensaba en los momentos más esplendorosos del amor de Lorraine, cuando aún lo admiraba y, luego de extasiarse en los brazos de Eros, le había declarado que, a su lado, había encontrado su lugar, su centro perfecto. Como podía, apartaba esas imágenes que ahora lo entristecían y lo dejaban melancólico.

Ante el silencio del doctor Aprate, Ludwig y Thérèse comenzaron a enfadarse. Sospechaban que lo sometían a estudios innecesarios con el propósito de aumentar el monto de la cuenta que deberían pagar cuando dieran de alta al paciente o por una cruel satisfacción profesional del neurólogo. Pero, pronto, ante tanta insistencia de su parte, Aprate les hizo saber que las lesiones de Ludwig, si bien parecían estacionarias y, en apariencia, no eran graves, tenían que ser revisadas casi a diario para evitar que se produjeran coágulos que, fuera de la clínica, no se podrían controlar. El neurólogo, presionado por el propio accidentado y por su hermana, terminó por ceder y prometió que, si en tres días los estudios no mostraban ningún cambio desfavorable en las lesiones, le daría de alta.

Ludwig aconsejó a su hermana que saliera a pasear por la ciudad con Jules y los niños y que no se preocupara por visitarlo porque estaba bien. Thérèse obedeció a regañadientes. Al día siguiente, cuando caminaba con su familia por los Giardini Pubblici o iban a comer a alguna trattoria en las cercanías de San Babila, sintió que le venían remordimientos de conciencia por no estar al lado de su hermano y, entonces, decidió regresar al régimen de visitas matutinas a La Madonnina. A pesar de la continua y preocupante insensibilidad del paciente, el doctor Aprate le dio de alta al tercer día, tal como lo había prometido. Estaba cansado de las veladas muestras de enfado por parte de Ludwig y Thérèse, y temió perder la paciencia.

Esa noche salieron todos a festejar a un restaurante de via Fatebenefratelli. Jules identificó un barbaresco que aterciopelaba el paladar y que armonizó a la perfección con una tagliata alla rucula apenas horneada que pidieron como secondo piatto.

A la mañana siguiente comenzaron a planear las actividades de los próximos días. Decidieron quedarse una semana en Milán y, luego, partir hacia la Riviera. Ludwig estaba particularmente interesado en visitar el Castello Sforzesco y, sobre todo, la Pinacoteca Brera, donde quería ver a toda costa Lo sposalizio della vergine de Rafael. Hacia allí se dirigió, mientras Thérèse, Jules y sus sobrinos, se fueron en tren a Como. Quedaron en verse en el Hotel antes de cenar.

Cuando entró en el voluptuoso cortile rectangular del Palazzo Brera se desplomó sobre el cuerpo de Ludwig la fruición de la belleza. Miró hacia delante, notó las columnas binarias que sostenían las arcadas, percibió el efecto de claroscuro que producía el sol en la recova al pasar entre las gráciles columnas, vio la escalera que subía en doble rampa y sintió una felicidad intensa, como sólo había probado de niño.

Aún estaba un poco débil, pero, contrariamente a lo aconsejado por el doctor Aprate, subió con movimientos rápidos los escalones de dos en dos. Tropezó contra el hierro saliente de un pequeño tragaluz y cayó de bruces. Sin saber cómo, le vino en un instante el recuerdo de su madre cuando, en una playa semivacía, le dijo amorosamente que tenía que cuidarse porque, si se iba lejos, se podría perder. Alejó con dificultad el recuerdo y continuó su carrera hasta el rellano superior.

Cuando estaba por ingresar a la Pinacoteca, descubrió que el pantalón, de la rodilla hacia abajo, estaba empapado de sangre. De no haber sido por la falta de urbanidad que suponía emprender la visita con la pantorrilla ensangrentada y por la cara de espanto del portero, no habría decidido ir a curarse al Pronto Soccorso de la clínica. Lo extraordinario era que no sentía dolor alguno. Como se trataba de un paciente recién dado de alta por el doctor Aprate, el médico de guardia, luego de practicarle los primeros auxilios, advirtió a Ludwig acerca de la conveniencia de visitar al neurólogo. Esa misma tarde, Aprate escuchó la narración que Ludwig realizó del incidente de la escalera del Palazzo Brera y se percató, más con orgullo profesional que con empatía de médico, que su paciente, tal como él lo había sospechado, tenía lesiones cerebrales en los centros del dolor. Dio noticia de esto a Ludwig y, con estudiada preocupación, le indicó que la dolencia podría llegar a tener consecuencias graves. Pero el accidentado no le prestó atención.

–Y bien, ¿qué más quiero? De ahora en adelante, no sufriré más –comento frívolamente.

–Pero de lo que usted no se da cuenta, señor Boyer, es que el dolor es nuestro amigo. Es el mejor sistema de alerta que nos dotó la naturaleza. El centro del cerebro que usted tiene lesionado es una alarma contra los peligros de la vida. Si usted no se recupera, puede correr riesgos impredecibles y, sin querer, hacérselos correr a los demás. Ya no sentirá ni dolor ni piedad. Ahora mismo voy a escribir una nota a su hermana para decirle que lo tengo que dejar internado inmediatamente.

El doctor Aprate se retiró a la salita contigua en busca de papel y pluma y, mientras estaba allí, Ludwig recordó el aburrimiento de su previa internación y no tuvo mejor idea que, lisa y llanamente, escaparse. Su sentido de responsabilidad se le había volado con el dolor.

Regresó alegremente al Hotel Giardini caminando sin renguear, a pesar del brutal y profundo corte en la pantorrilla. “Adiós al dolor”, musitó para sus adentros. “No más sufrimientos, no más penas. Todo placer. Placer pleno, placer infantil”, continuó diciéndose a sí mismo, mientras envolvía su alma un goce celestial. Ya en su habitación, se aseó, pidió hielo y, luego de un rato, detuvo la hemorragia de la pierna, más para no llamar la atención que porque le molestara.

Solo en su cuarto, advirtió que el doctor Aprate lo mandaría a buscar y, entonces, para evitar ser internado otra vez, hizo su valija y se retiró del hotel sin avisarle nada a Thérèse ni a Jules. Supo que sus próximas horas serían un frenesí. Tomó un coche de alquiler, paseó por la ciudad y se detuvo en un café detrás del Duomo. Observó a la gente que paseaba para ver y hacerse ver, bebió lentamente un licor de menta y no pensó en su futuro. Uno a uno, como quien contara estrellas, fue recorriendo sus recuerdos. Se acordó de una caminata con su padre por la orilla del mar, volvió a sentir el olor de la marea alta en Honfleur y esto, a su vez, trajo a su mente el día de la muerte de su madre. Luego, pensó en la inmediata muerte de su padre, apenas dos días después de la de su madre, y, enseguida, en el día que Lorraine le dijo que ya no lo quería. Le extrañó que estos últimos recuerdos, que toda vez que le habían vuelto a la mente, le causaban una pena indecible, ahora estuvieran envueltos en un aura de plácido gozo.

A las pocas horas, había tomado un cuarto en el Hotel Manzoni y, despreocupado, se dirigió a la Scala. Esa noche daban L’elisir d’amore y las entradas estaban casi agotadas. Hizo una larga cola a la espera de las devoluciones de último momento o de que aparecieran los acostumbrados revendedores. Como no sentía dolor, se apoyó en su pierna herida sin cambiar nunca de posición. A las dos horas, notó que la punta de la tibia estaba apareciendo a través de la piel y empezó a sangrar de nuevo. Una señora elegante, que estaba a su lado, se ofreció a ayudarlo. Se dio cuenta de que, si seguía esperando en la cola, iba a comenzar a llamar la atención de los demás de manera creciente y, entonces, se alejó del lugar. Caminó hacia los Archi di Porta Nuova. En una esquina, vio que un vagabundo castigaba a un niño mendigo por no haber recaudado lo suficiente. El hecho le despertó curiosidad, no repulsión ni odio.

Observó que, sin miedo, estaba escapando de todo el mundo. La gente le miraba la pierna y él trataba de no detenerse. Sintió un poco de hambre y, en lugar de entrar en un restaurante, optó por morderse la lengua. Deglutió un pedazo y, al rato, se comió un dedo. Nada lo detenía y, de repente, experimentó la antigua ataraxia. Su estado era de beatitud y probó un instante de intensísima concentración. Se miró la pierna una vez más. Notó que se apoyaba en la punta del hueso y que arrastraba el pie como si fuera una media. Estaba contento como los sábados a la mañana cuando salía a pasear por Honfleur. Al atardecer, tuvo la visión de que la muerte era como un portón que se abría hacia la plenitud y la deseó fervorosamente. Entonces, se encaminó hacia el Hotel Giardini en busca de sus familiares que aún no habrían llegado de su paseo. Se apoyó contra la pared a esperarlos. En el cesto de desperdicios del hotel, encontró el trozo de una vieja reja oxidada. Lo tomó en sus manos, lo observó y, de pronto, vio a lo lejos que sus sobrinos se acercaban jugueteando sonrientes. Detrás de ellos, venían Thérèse y su cuñado. Jules le había pasado la mano por el hombro a su hermana. Sin furia, como ejerciendo el deber de otorgar una ansiada felicidad, cuando los tuvo cerca, golpeó en la cabeza a los hijos de su hermana hasta ultimarlos. Oyó los gritos de los padres y, cuando se acercaron, los mató a ellos también. Casi transportado, no temió ni su muerte –que intuyó muy próxima– ni el castigo infernal. Pensó en sus padres, en Lorraine, en Thérèse, en Jules, en sus adorados sobrinos. Se lamentó de que Lorraine no estuviera cerca para poder transportarla también hacia la felicidad suprema que lo embargaba. Se recostó sobre el charco de sangre, sintió el calor de los cuerpos despedazados de sus parientes y perdió el conocimiento. Los primeros en llegar a la escena declararon que en el rostro tenía dibujada una sonrisa gloriosa y que sus ojos fijos en la nada mostraban todo el esplendor de su belleza gala.

 

 

 

Artículos relacionados

Jueves 17 de marzo de 2016
El último reflejo de la tarde

Una mujer al volante en la ruta, dos nenas y una parada en una estación de servicio. Compartimos uno de los siete relatos de Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita Editora).

Un cuento de Alejandra Zina
Martes 10 de mayo de 2016
Comelo

Con Chaco for ever (Edhasa), que reúne relatos publicados e inéditos, el autor de El cielo con las manos regresa al relato breve. Aquí, una historia donde el horror aparece con una lenta violencia inimputable. 

Un cuento de Mempo Giardinelli
Martes 17 de mayo de 2016
La intemperie

En este viernes de ficción, uno de los relatos del libro Principio de fuga (Notanpüan), que acaba de salir. Una ruta, una hija, un padre, y todo lo que se destruye mientras se respetan las paralelas amarillas.

Un cuento de Francisco Cascallares
Lunes 13 de junio de 2016
Toda clase de cosas posibles
Uno de los relatos que componen el primer libro de la autora, nacida en Buenos Aires en 1971, publicado por la editorial chaqueña Mulita.
Virginia Feinmann
Jueves 10 de marzo de 2016
Guapo
Con el cuento que aquí presentamos, Mauro De Angelis obtuvo el segundo premio en el concurso del cuento digital de la Fundación Itaú. Está incluido en Via Crucis (Letra Sudaca), su primer libro, de próxima aparición.
Violencia, sexo y leyenda barrial
Viernes 15 de julio de 2016
La 17

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Un cuento de Guillermo Saccomanno
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar