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Ficción argentina

Fugaz

Por Leila Sucari

"La primera vez que lo vi me dio asco. Parecía que estaba a punto de ahogarse. Temblaba y gemía como un animal en cautiverio. Tuve miedo de que me acusaran de asesinato. Por las dudas no quise tocarlo": así arranca la nueva novela de la autora de Adentro tampoco hay luz, publicada por Tusquets.

Por Leila Sucari. Foto de Manuel Iniesta.

 

La primera vez que lo vi me dio asco. Parecía que estaba a punto de ahogarse. Temblaba y gemía como un animal en cautiverio. Tuve miedo de que me acusaran de asesinato. Por las dudas no quise tocarlo.La enfermera de sombrerito de pájaros me lo trajo envuelto en una manta con olor a lavandina. Lo apoyó sobre mi pecho y se fue. Me dejó sola con una criatura bordó que me miraba fijo y escupía vocales.

 

La ventana estaba cerrada, afuera llovía. Las gotas se escurrían por el vidrio.Yo no podía moverme. Respiré profundo.Había regresado al vacío.La panza era una buena forma de pasar desapercibida, nadie te mira a los ojos cuando estás embarazada.

 

Gervasio tenía las uñas largas. Diez garras puntiagudas. Me las clavó en el cuello y sentí un escalofrío en todas las arterias. Mojé la cama del susto. Todavía mis piernas estaban dormidas por la anestesia. Entonces lo miré, fue un segundo. Sus ojos redondos, inquisidores. Los brazos rojos y arrugados que intentaban arrancarme el pelo. Era espantoso. ¿Cómo algo tan horrible podía haber salido de mis entrañas? Quise correr pero el cuerpo no me hizo caso. Ya no me pertenecía.

 

***

 

La enfermera entró sin tocar la puerta. Se había cambiado el sombrero.

 

—Veo que se entienden rápido —dijo con una son- risa plateada—. El amor de madre es así.

 

No respondí. Me pidió que levantara la cola, le hice caso. Puso una especie de balde debajo y me ordenó que hiciera pis. ¿No se daba cuenta de que ya había hecho?

 

—No quiero —le dije.

 

Suspiró, parecía cansada o triste. Sacó el tacho y me dio una gasa.En la maniobra la sábana se manchó de sangre. ¿Era mía o de Gervasio? Volví a mirarlo. Seguía vivo. Sus manitos me apretaban con fuerza. La enfermera dijo permiso ycorrió el escote de la bata.Me agarró una teta y me miró.Tenía el labio de abajo mordido.Una costra de piel dura le cubría la herida. Le pedí agua.

 

—Hay que esperar, mamita.

 

Sus dedos eran suaves.Manipulaba mis pezones con experiencia.La dejé hacer,no me quejé.Fui fácil de domesticar. Al principio no salía nada pero ella insistió. Parecía tener todo el tiempo del mundo. Masajeaba despacio, sin mirar el reloj. Su técnica me daba sueño. Cerré los ojos y sentí una gota tibia brotar de mis conductos. Era una perla de leche transparente.

 

—Listo —dijo y se fue.

 

Él apoyó su boca.También estaba muerto de sed. Miré su cabeza llena de pelo.Un espasmo me revolvió el estómago. Lo abracé y se incrustó en mi teta como si la conociera de memoria.Sus labios se transformaron en una ventosa. Lloré en silencio. Quedamos pegados para siempre.

 

***

 

La noche anterior a irme de casa, soñé que me cogía a un perro. Pablo jugaba a matar ciervos enla computadora. El perro tenía la pija flaca y larga.La toqué un rato y me dejé caer sobre ella. Acabé rápido. La leche del animal me llenó de euforia. Pablo festejó. Había pasado de nivel. Ahora asesinaba conejitos. Todo un desafío para su intelecto rastrero. Me levanté mojada y fui directo a su oreja. La chupé hasta provocarle una erección.Cerré la computadora. Me senté encima, imaginé la pija del perro —ahora monumental— mientras le besé la humedad del cuello. Mi verdugo transpiraba la cena. Sabía a bife jugoso.

 

Dejé que mis caderas se movieran, el orgasmo vino de pronto. Aullé como si fuera una loba. Exageré para demostrarle que no estaba involucrado en mi placer, que había otro. Pero no funcionó. La ignorancia le provocó una sonrisa. Su ego se infló. Cómo te caliento, dijo el estúpido. Después la sacó de un movimiento y me la metió en la boca. La del perro era más grande. Mastiqué su carne hasta deshacerla. Escupí el semen en el piso. Volví a la cama. Él se agachó y me pasó la lengua entre las piernas. Metió un dedo, pedí otro. Era torpe, le faltaba ritmo. Pero no iba a desperdiciar su trabajo. Cerré los ojos y pensé en la bestia. Al perro le seguía creciendo la pija.Una obra de arte.El encastre fue milagroso. Mis labios lo absorbieron, quise que se quedara adentro para siempre. Que me llegara al corazón como una daga. Cogeme, le dije. Pero no pudo. Hacía rato se había desvanecido en mis efluvios. Lo desperté tirándole del pelo y me acusó de algo que no entendí.

 

Al día siguiente me levanté temprano. El cuarto olía a sexo. Vomité antes de llegar al baño. El ingenuo dormía, babeaba sobre la almohada de flores. Yo hice cálculos. Me toqué las tetas, busqué síntomas de embarazo en internet. Volví a vomitar. Lo miré, le acaricié el brazo y se me erizó el cuerpo. Me toqué en silencio, al lado suyo, por última vez. Ahogué el grito contra las sábanas sucias. Me despedí con un orgasmo mediocre. Después guardé algo de ropa, improvisé una nota. Del perro no dije nada, del embarazo tampoco. Inventé excusas. Me llevé nuestros ahorros en la planta de los pies. Un par de billetes bien planchados.Cerré la puerta despacio, no quise despertarlo. Preferí no correr riesgos. Las mañanas son peligrosas, uno cree que las cosas tienen sentido. Mejor irse rápido.

Dejé las llaves del lado de adentro. Sabía que no iba a buscarme. Se va a sentir aliviado, pensé. Va a tener más tiempo para él. Con una criatura recién nacida andar a los tiros se complica. La palabra criatura me revolvió el estómago. Los pensamientos también dan náuseas. Me fui mirando hacia adelante. Hice dedo y me subí al primer camión que pasó. Un hombre bizco me trajo hasta acá. Me pidió un beso de lengua y le convidé la mitad de mi chicle.Ya no tenía gusto a nada. No te hagas la virgen María, respondió. Le dije que estaba equivocado y no se opuso.Masticó el chicle con la boca abierta. Los kilómetros de panza me dieron la razón.Mi hijo no tiene padre. Huí de casa para llegar a ser nadie. Lo conseguí. Ya no recuerdo mi nombre.

***

Hace cuatro días que no me baño. Andamos casi desnudos, llenos de sudor y de leche. Tengo que cambiarme el algodón a cada rato porque la sangre no para. El departamento huele a hembra encelo.

Tomo agua para calmar las ganas de comer, cocinar con él es imposible. Hoy Marco me trajo un paquete de pañales y una docena de facturas en una bolsa de regalo. Le abr l la puerta del cuarto en bombacha y se rió de mí. Tuve suerte de encontrarlo. En el papelito decía: se alquila habitación privada para señora o joven estudiante. No soy ninguna de las dos cosas, pero estaba desesperada así que llamé,le dije que cursaba veterinaria. Nos encontramos ese mismo día en el bar de la esquina. Cuando me vio con la panza dijo empezamos mal, yo sonreí porque no sabía qué decir, él se sentó y pidió un agua con gas. Hablamos dos horas sin parar, parecía que nos conocíamos desde siempre. Marco también viene de un pueblo y no tiene a nadie. Le pagué un mes por adelantado con la plata que me había llevado y prometí ser buena compañera.

Gervasio se pasa todo el día succionando. Cuando se queda dormido, siento la piel tirante. Las venas me vibran y no sé qué hacer con el tiempo.

Bajo la persiana. La oscuridad es un placebo. Gervasio baila conmigo, lo acuno entre mis brazos. Pasamos horas moviéndonos. A veces siento que floto, debe ser la falta de sueño. En el hospital me dieron un folleto sobre la depresión postparto.Dice que al menos quince de cada cien mujeres la padecen. Que la ayuda del entorno es fundamental.Enumera una lista de síntomas y teléfonos de emergencia. En la parte de atrás, hay un dibujo de una chica con los ojos desencajados y un bebé que llora en la cuna. NO ESTÁS SOLA, dice en letras rosas.

***

Tengo miedo de partirme. Los especialistas dijeron que era una incisión preventiva. Me tajearon como si mi cuerpo fuera un sachet de leche venci-do. Dijeron que era necesario y me hicieron firmar unos papeles. No pude defenderme del bisturí. Tenía las piernas atadas a la cama. Ahora estoy rota, llena de hilos y de coágulos. Me cosieron entre dos enfermeras. Yo miraba el suelo. La sangre oscura formaba nudos y cadenas de ADN en la habitación.

Todavía siento las puntadas cuando respiro. El tirón entre las piernas, la huella de alguien que sobrevivió a mi útero. Mi hijo esuna cicatriz que no cierra.Me humedezco el dedo con saliva y la toco despacio.Soy un territorio lleno de novedades. La maternidad me cambió la geografía, me pierdo adentro de mí misma.Choco contra paredes rasposas e inútiles. Estoy seca como un desierto. Mi molusco no respira. ¿Habrá muerto parasiempre?

Por suerte Marco no está nunca, me paso el día caminando desnuda con Gervasio a upa. A veces lo acuesto en el piso, me subo a la mesa y lo miro desde arriba. Me siento dios. Bajo rápido, de un salto. Si no lo toco me desintegro, padezco síndrome de abstinencia. No puedo dejarlo ni para ir al baño. Me dan palpitaciones. Hago pis con mi hijo en brazos. Apoyo mi cara contra la suya y tengo ganas de comerlo, soySaturno encerrado en el cuerpo de una mujer desnutrida y blanda. Quiero aspirarlo como si fuera un caracú. Le beso el pelo, los dedos del pie,las manos. Siento su olor y se me hace agua la boca. El cordón umbilical parece un gusano muerto. Cuando se caiga, lo voy a guardar en una cajita de fósforos.

Lo acuesto en mi cama y lo tapo con la funda de una almohada. Me paro frente al espejo. Tengo la piel caliente y las ojeras marcadas. Mi ombligo está hundido. Revuelvo el orificio con mi dedo chiquito. Meto la cabeza debajo del agua, tenemos una palangana al lado de la mesa de luz. Necesito refrescarme a cada rato. Vuelvo a mirarme.No sé a quién me parezco. Lloro contra la pared sin hacer ruido para no interrumpirle el sueño. Un chorro de leche sale disparado. Pienso en mi cuerpo como una manguera rota. Aprieto. Acerco la boca. Tiene gusto a caramelo media hora.

 

 

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