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No Ficción

Hacia Buenos Aires

Por Roberto Alrt

"Un recodo. Estamos en la noche negra. Murallas de tinieblas bajo la bóveda donde flotan dispersas estrellas". Tomado de El país del río, aguafuertes y crónicas fluviales de Roberto Arlt y Rodolfo Walsh (EDUNER), una de las piezas del autor de El juguete rabioso.

Por Roberto Arlt.

Kilómetro novecientos. Kilómetro setecientos. Kilómetro quinientos cincuenta y tres. Paso de Santa Rosa. Tres embarcaciones varadas en bancos de arena. Canto monótono a babor y estribor de los dos marineros que vocean largamente, midiendo la profundidad del agua:

—Nueve pies y medio. Nueve. Ocho y un chiquito. Diez largos. Diez largos. Nueve y medio. Nueve...
Corre el buque, hora tras hora. Corre que lo deseamos todos. Las boyas panzudas y negras, con sus pequeñas torres cargadas de un mástil donde pestañea cada seis segundos un ojo luminoso, quedan atrás. Atrás los barrancos color cobre, y los cerros recubiertos de felpudos verdes, y las playas de arena, y los médanos amarillos de la costa baja. Hora tras hora. Baja el sol por el cielo del oeste y corren hacia el este grandes bandadas de aves. Cruzan el río triángulos de patos silvestres, hunden la cabeza y luego reaparecen. Cada vez falta menos para llegar... Ahora, nada más que treinta y seis horas de navegación.

Don Gregorio lava sobre la mesa de cocina su corbata. ¡Oh! Este fantástico y quimérico y rezongón y buenísimo viejo. Lava su corbata con jabón y cepillo, un feroz cepillo para fregar piso, de cerdas duras y tiesas.

Empapada de jabón la corbata, la friega concienzudamente, implacablemente, como si la corbata estuviera manchada de herejías o pecados pestilentes. La friega una, dos, tres veces; la remoja en agua lavandina y luego comienza otra vez. Y la prodigiosa corbata no se hace pedazos. Así se prepara el castísimo don Gregorio, a los setenta años de edad, para desembarcar en Buenos Aires.

Me encierro en mi camarote. Corrijo lo que he escrito. Leo por segunda vez un capítulo de la magistral novela La pradera. Dejo el libro en un rincón y me miro las manos llagadas por las picaduras de los jejenes. Cuando llegue a Buenos Aires y ande en tranvía, la gente me va a mirar con desconfianza estos costurones de carne rojiza, abultados, indurados.

La sirena del buque pita saludando. Me asomo a la borda. Hernandarias, donde vive el propietario del Rodolfo Aebi. Gente en la cresta de las lomas nos saluda con las manos. El buque se aleja. Por un barranco descendía un automóvil. De las ventanillas salen brazos que nos saludan. Es el hijo del dueño, y posiblemente también su padre.

Doblamos un recodo y ya no vemos más.
Fábricas de yeso en la costa, pirámides de terrones amarillo cal.

Luego otra vez la distancia, el petardeo del motor; las costas próximas o lejanas, bancos de arena, costas altas como murallas, vuelos de pájaros.

Anochece.

Pasamos frente a Paraná. El río es un magnífico cristal, tersísimo, de color naranja oscuro. Las altas luces de la ciudad proyectan en el maravilloso cristal paralelas vigas de oro que se clavan en el fondo del río.

La luna en cuarto creciente en el cenit, mostrando su cóncava nariz de vieja. Torres al lápiz de la distancia. Oscurece rápidamente. Por la orilla del río pasa una canoa, dejando en el agua ya negra un larguísimo y recto rastro de plata.

En el horizonte violeta oscuro llamea una fogata inmensa, como el cráter de un volcán. Su nubareda bermeja se extiende varias millas.

Una estrella fúlgida frente al botalón de proa.

Entro en mi camarote y me recuesto un rato. Salgo. Ahora estamos frente, casi, al pajonal incendiado. Son varios kilómetros de costa y tierra adentro que hierve en fuego, trazando un movedizo horizonte de oro.

Las llamaradas saltan bajo la bóveda oscura como surtidores de bronce fundido. Algunas retrepan la altura con sus lenguas de oro, sus flámulas se cortan y quedan flotando durante una décima de segundo en la nubareda bermeja, luego se apagan y el candente hervor se renueva más allá.

Ha anochecido por completo.

En el agua perla gris la luna zigzaguea lívidas fosforescencias de plata muerta.

Un recodo. Estamos en la noche negra. Murallas de tinieblas bajo la bóveda donde flotan dispersas estrellas, el río parece escamado de nácar. La luz de las boyas estalla como un cohete y se apaga. La proa corta el agua y esta repite incesantemente su hervor de catarata.
Ahora faltan treinta y cuatro horas para llegar a Buenos Aires. Me siento en mi camarote, enciendo la luz y pongo la máquina sobre un travesaño, junto a una copa que sostiene una vela para alumbrar cuando no funciona el dínamo, y tomo la brocha para enjabonarme.

Estoy barbudo y colorado como un cangrejo por efecto del sol y el aire.

Son las siete de la noche. Hace dos horas que he cenado; pero aquí en el río no parecen las siete sino las dos de la madrugada. Me digo nuevamente:

—Mañana es sábado. El domingo estarás en Buenos Aires.

No sé si irme a dormir o ir a jugar un partido a la escoba de quince con el contramaestre. Y mirando en derredor mío me digo con esa satisfacción egoísta de los que están solos entre cuatro paredes y saborean gozosamente su soledad:

—¡Qué diablo! Después de todo la vida no es tan desagradable. Y me marcho a jugar una escoba de quince con el contramaestre. Mañana es sábado... y pasado, domingo...

 

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