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Ficción argentina

Hospitalidad: un cuento de Flavio Lo Presti

Tomado de su nuevo libro, Los veranos

"El pedido me descolocó, pero le dije que sí, que seguro, que naturalmente podían quedarse". Una casa tomada por visitas familiares inesperadas empuja al narrador fuera de su propio cuarto pero también de su propio equilibrio. ¿Hasta dónde nos compromete la sangre? Pesadillas cordobesas en este cuento que pertenece al libro recientemente publicado por 17 Grises Editora.

Por Flavio Lo Presti.

 

No sé bien qué quiere decir estar enamorado de alguien, pero creo que mi viejo siempre estuvo enamorado de mi tía Beba. Casi toda su vida estuvo preso de ese viejísimo resabio sentimental, desde el tiempo en que vivía en Río Ceballos en la hostería de mis abuelos y Beba vacacionaba ahí cada verano. Al parecer, Beba le correspondía cuando quería; cuando no, le hacía notar el margen pecaminoso que estaban pisando, o lo ponía celoso prestándole más atención a mi tío Sergio, que tenía un par de años menos que mi viejo y que también vivía en el pueblo. Cuando él empezó a viajar por la Argentina con una mochila (tenía dieciocho años) se siguieron cruzando, pero el vínculo había empezado a ser más discontinuo.

Ella tuvo cuatro hijos en Rosario y, según entendía yo, estaba loca. Por vagos partes familiares supimos que se separó del marido, que sus hijos habían quedado con él, que ella saltaba entre trabajos y emprendimientos desastrosos. De vez en cuando mandaba postales o hacía breves llamadas telefónicas en las que le hacía llegar noticias a mi papá, que seguía la vida de su prima como si fuera una novela por entregas. Pero a veces también, de madrugada, él llamaba por teléfono a la casa de su ex marido y trataba de anoticiarse de su paradero preguntándoles a los hijos de Beba, que lo atendían con una deferencia inexplicable: ellos eran barras de Newell’s, y uno podía imaginarlos perfectamente como una banda de salvajes; mi viejo era un desconocido, alguien a quien se podía mandar a la mierda sin pudor. Sin embargo, las conversaciones duraban más de una hora, mi viejo fumando como una chimenea al lado del teléfono, envuelto en humo como si quisiera ocultarse de su familia real para hablar más tranquilo con esa familia fantasma, perdida en una vida y una ciudad paralelas.

Yo la había visto solo una vez, en un viaje que hicimos a Rosario para el casamiento de un tío lejano, cuando yo todavía no había empezado la primaria. El día anterior al casamiento, ella, sus hijos, mis viejos y mis hermanos fuimos a ver a Newell´s al Parque Independencia. Me había quedado de ella, solamente, la impresión de una mujer sin cara, sin rasgos, chillona y estrafalaria, excesivamente eufórica, que hablaba con una granulada voz de gallina y vestía colores estridentes, una mujer que se movía con absoluta indiferencia hacia todo lo que la rodeaba, como si el mundo fuera una proyección de su cabeza.

Por eso me sorprendió la facilidad con que la reconocí a través del postigo de la puerta de calle, casi veinte años después. Oí el timbre, fui a abrir y ahí estaba.

—¡Sobrino!—gritó, abriendo los brazos.

A los pies tenía un bolso grande y oscuro, y a su lado había un chico de unos diecinueve años, el más chico de sus hijos, Alejo. De más está decir que me sorprendieron, porque no esperaba ni de lejos a esos dos personajes en la puerta de mi casa. Al verme los dos sonrieron con una luminosidad que parecía una forma de éxtasis o estupidez. Me abrazaron, eufóricos contra mi frialdad, y yo los hice pasar al living con sus bolsos.

Un poco a los tropezones los invité a sentarse, y sin entender del todo la situación les pregunté en qué andaban.

—¡Vimos luz y pasamos!— gritó Beba.

Pero una vez acomodados me explicó que habían decidido venirse unos días de paseo a Córdoba, y habían pensado en parar en casa. Sabía que no iba a haber problemas, y querían darnos una sorpresa. El pedido me descolocó, pero le dije que sí, que seguro, que naturalmente podían quedarse. Mi vieja todavía no había vuelto del trabajo pero iba a estar contenta de verlos, y mi viejo ni hablar, agregué mientras mis hermanos salían de sus habitaciones como sonámbulos, y mi abuela aparecía arrastrando su cuerpo de tanqueta. Vieja como estaba, con la mitad de la memoria agujereada, cualquier cosa que le avivara los recuerdos funcionaba como una inyección de alegría instantánea, y ver a Beba casi le hace saltar las lágrimas.

— ¡Beba, Beba!— le gritó mientras la abrazaba.

— ¡Cata!

Mi abuela ofreció un café que era incapaz de hacer y se sentó frente a Beba a conversar sobre los parientes de Casilda, sobre leyendas familiares interminables, mis hermanos y yo nos fuimos a hacer nuestras cosas, y Alejo quedó en una especie de limbo: para rescatarlo, mi hermano Paolo (tenían casi la misma edad) lo llamó desde la planta alta y el chico subió la escalera corriendo, como si lo persiguiera el fantasma de la conversación de las señoras.

Yo (hay que decirlo) no tenía muchas ganas de recibir parientes. Estaba terminando de rendir las últimas materias de la carrera, y en ese momento estudiaba una particularmente larga. Tampoco la casa estaba en condiciones para alojar desconocidos, gente que no fuera del estricto riñón familiar. Unos años atrás se había roto el caño que iba desde la cocina a las cloacas, y para evitar que el agua se fuera a los cimientos había que lavar los platos adentro de una olla y tirar el agua en el baño grande. Las paredes estaban pintadas con herrumbre y agua de lluvia, las aberturas y los muebles descabalados, y el lado izquierdo de la casa hundido porque el agua había hecho ceder el piso. Además, y por más que Beba lo conociera, la convivencia con mi viejo estaba llena de momentos vergonzantes: por ejemplo, el tic que lo obligaba a tocar lugares exactos de las paredes, aureoladas de grasa en esos puntos, o los paseos con los pasos contados por el patio, o la obsesión con el lavado de las manos.

Indiferentes a mis especulaciones, Beba y a mi abuela hablaban, y el murmullo me hacía difícil seguir con lo que estaba leyendo. Más tarde escuché la entrada de mi vieja, la explosión natural de alegría a causa de la visita, y después oí a mi viejo, su sorpresa en sordina, su voz gruesa e infantil al mismo tiempo, bloqueada por la reticencia habitual a mostrar sentimientos. La distracción era tan grande que decidí cerrar el libro.

Eran ya las diez de la noche cuando salí de mi pieza y me enfrenté a la sonrisa compacta de toda la reunión en el living, una postal demasiado simpática para mantener mi coraza injustificada de malhumor. Contra mis propios instintos, me quedé unos diez minutos escuchando a Beba contar un extravagante viaje por Bolivia hecho con un grupo de mochileros del que conservaba (sin despegar y en la billetera) una calcomanía verde con forma de corazón en la que se leía Das grüne Herz von Osterreichs, el verde corazón de Austria. Beba había empezado a contar una excursión en busca de un chamán que me sonaba a los miles de relatos de veinteañeros extraviados en búsquedas personales, y aunque su caso tenía el plus de interés del desastre (era una mujer de casi cincuenta años con cuatro hijos dispersos por Rosario) me despedí, tomé un trole al centro, caminé hasta la casa de Marina y le conté las novedades.

Ella tenía también los finales encima y nuestra relación estaba en un momento pésimo, pero no tuvo problemas en armarme el colchón de una plaza en el piso. Ni siquiera intentamos tocarnos. Tuve que tolerarle un berrinche porque no le había contado nunca nada sobre esos parientes rosarinos, pero traté de zafar describiendo en detalle lo más notablemente cómico de los visitantes. En un momento me vi describiendo a Alejo, su sonrisa medio torcida, la saliva al borde de caer por una comisura: me di cuenta de que había algo en la cara y en la forma de hablar de mi primo que me perturbaba, el signo de un retraso mental o de lo que a mí me parecía una forma bruta de maldad, pero traté de llevar el retrato hacia una zona claramente cómica y despejarlo de cualquier vestigio siniestro, porque sabía que de otra forma me iba a quedar pensando en eso cuando Marina se durmiera.

Al otro día me levanté, fui a la cocina a hacerme el desayuno y me encontré con Virginia, la hermana vegetariana y malhumorada que compartía el departamento con Marina. Sonaba Morrisey (lo ponía todas las mañanas y había pegado la foto de una vaca con el signo de prohibido en la puerta de la heladera) y cuando me vio aparecer me saludó con la misma cara de culo que me venía poniendo el último mes cuando me quedaba a dormir.

— ¿Te vas a quedar a dormir hoy?

—Creo que sí— dije —. Si está todo bien.

Se fue con su maletín y su pollera de evangelista, y Marina aprovechó para decirme que no me podía quedar porque también Virginia estaba estudiando para los finales y yo la distraía. Las razones por las que yo la distraía eran propias de una neurosis que parecía mucho menos importante que mis problemas. Hacía mucho tiempo que no cogía, y saber que Marina y yo podíamos estar haciéndolo (al menos eso interpretaba su hermana) la ponía nerviosa. Pero yo no era quién para evaluar la legitimidad de su malestar, no tenía nada que decir. Terminamos el desayuno en paz, junté mis cosas, le di un beso a Marina y volví a la casa en trole.

Cuando entré (eran las dos de la tarde) Beba y Alejo dormían todavía en el living: Beba parecía un lobo marino encallado entre las sábanas, con la boca abierta y armando un concierto de ronquidos, el cuerpo grueso semidestapado; Alejo dormía con una pierna doblada, como si estuviera sentado. Fui a la cocina a preparar el mate para volver a mi pieza, a pesar del malestar que me provocaba que estuvieran durmiendo ahí tirados puerta de por medio.

En la cocina encontré a mi abuela tomando esa especie de almíbar que hacía en su mate enlozado y a mi vieja que se estaba preparando para ir a laburar.

— Corriste ayer— me dijo.—Beba pegó una plata de una indemnización y están de viaje, viendo qué hacen. Nos contó cuando te fuiste.

Parecía tomarse toda la situación con mucha naturalidad: la tenue relación romántica entre Beba y mi viejo era casi una leyenda folclórica y ella no tenía tantos problemas como yo con exhibir la manera miserable en la que vivíamos por esos años. Tomamos unos mates conversando sobre cualquier otra cosa, mi vieja se fue y yo volví a encerrarme, pero al rato escuché a los rosarinos levantarse y ya no pude concentrarme.

No era el volumen del ruido lo que me molestaba, porque en realidad no hablaban en voz alta: era un bisbiseo, algo que no parecía del todo un idioma, más bien una forma preverbal de comunicación, como el lenguaje de los delfines. Los escuché ordenar los catres y enfilar uno al baño y el otro a la cocina. Escuché los saludos con mi abuela, el relevo en el baño cuando el otro lo desocupaba. Mi hermano Carlos también se levantó, bajó y ofreció hacer un almuerzo rápido. Yo me sumé a la cocina, saludé a Beba y a Alejo que tenían las caras hinchadas de dormir, y expliqué mientras comíamos que estaba un poco tenso porque tenía que rendir en ese turno una materia que era crucial en mi carrera.

—Está hecho un fantasma— dijo mi abuela.

Beba se mostró comprensiva y hasta se ofreció a tomarme lecciones, pero le dije que no hacía falta.

—Mirá que soy buenísima, yo— agregó—: Casi me recibo de maestra.

Me daba gracia su cara simpática y la superposición de sus rasgos desmejorados con la imagen que yo guardaba de la tarde en el Parque Independencia, y también su forma de hablar, como si estuviera todo el tiempo un poco ida. De todos modos, no me daban ganas de conversar con ellos y me encerré en la pieza por el resto del día.

Los escuché salir a la calle, y también escuché a mi viejo hacer su rutina de salidas y regresos organizados. Hacía veinte años que se levantaba a las dos y media de la tarde, salía a tomar un café, volvía por la siesta, salía a la tarde a vender unas bolsitas de condimentos que preparaba mi vieja (algo a mitad de camino entre la artesanía y la estafa) y volvía a la hora de la cena para cerrar el día con una caminata digestiva. Ni siquiera la presencia de los rosarinos parecía capaz de alterar la regularidad de sus días. A la hora de la cena se habló de Rosario, del estado de la ciudad, del impacto de la crisis, del crimen, de la histórica pobreza que era también una figurita folclórica, y cuando mi viejo salió a caminar y se perfiló la sobremesa, aproveché para hacer mutis y me fui a dormir un sueño roto por pesadillas en las que sobresalía la imagen de una guitarreada y un fogón.

Los días siguientes fueron calcados. Yo trataba de estudiar y veía a la distancia el ida y vuelta de los rosarinos acoplado al movimiento habitual de la casa. No entendía del todo qué sentía porque, aunque me hacía ruido ver Beba lavando los platos y tirando el agua de la olla, eran una presencia más alegre que molesta. La casa, de todos modos, acusaba la presencia de los dos de una forma que no terminaba de calibrar.

Por ejemplo, como Paolo estaba también de vacaciones, Alejo aprovechaba para salir con él a callejear. Una noche comieron un asado con la gente de Cofico 5, un club de futsal lleno de parias, pero también fueron a una fiesta en una mansión de Urca que parecía salida de una película yanqui: Hip Hop a todo lo que daba, fernet y cerveza corriendo en canilla libre. Ahí Alejo había dado un show: en un momento, con su cara de idiota y con la espalda aplastada contra el respaldo de una silla, le había guiñado el ojo un par de veces a la novia de Nereo Maggi, un amigo inconcebiblemente cheto de mi hermano.

—Está reloco— me dijo Paolo cuando me lo contó—. Decí que los demás se lo tomaron en broma. No podían creer que ese demente, vestido como un linyera, tuviera esos huevos. La verdad es que estuvo divertido, para variar. Si no con esos chetos es siempre lo mismo.

Sin que yo me diera cuenta en qué momento, Alejo también se había vuelto rápidamente un amuleto de mi viejo. Entre el vino de la cena y un par de pastillas que tomaba sin receta desde hacía treinta años mi viejo tenía el cerebro limado, y en general llegaba a la sobremesa en un estado entre jocoso y desquiciado, medio al borde del estallido. En uno de esos arrebatos de humor decidió que mi primo le hacía acordar a Ladislao Mazurkiewicz, el arquero uruguayo que había sido víctima del Brasil del setenta: lo bautizó Mazurkiewicz, y aprovechó el entusiasmo del pendejo por el menudeo para llevarlo a vender condimentos en el centro.

—Es un fenómeno Mazurkiewicz— me dijo la primera vez que salieron—Fuimos cada uno por una vereda y si no me apuro me deja en cero. Lo que sí es medio boludo—agregó—. Lo dejé en la plaza San Martín y se lo estaba chamuyando un puto. Ni se había dado cuenta.

Entre las salidas con Paolo y con mi viejo, yo casi no veía a Mazurkievicz, y como Beba había decidido explorar la ciudad cada día y yo pasaba todo el tiempo encerrado, tampoco coincidíamos mucho con ella, a pesar de que se había quedado un par de veces en casa a aliviarle las tareas domésticas a mi vieja y a mi abuela. Escuchaba desde la pieza, de todos modos, el sonido de la conversación que me hacía acordar a las agujas de tejer metálicas que habían usado todas las mujeres de la familia. Y aunque casi sentía que el ruidito suave me acompañaba, algo en esa intrusión me molestaba, desaceleraba mi ritmo habitual de estudio, como si yo fuera un aparato con una rueda trabada o descompuesta, una máquina que funcionaba a medias.

Por eso el fin de semana, cuando supe que mi amiga Luchi tenía libre el caserón de su familia en Jesús María, aproveché para desaparecer. Todavía faltaban un par de semanas para rendir y podía permitirme el lujo de pasar dos o tres días sin tocar un apunte. Hice un bolso en el que llevaba cantidades ridículas de material de estudio, como si tuviera la expectativa no de preparar un final, sino de hacer un doctorado, y cuando estuve listo fui a la cocina y saludé a Beba y a Alejo. Les di un abrazo, les dije insidiosamente que los despedía por si se iban antes de que volviera, traté de parecer emocionado frente a las sonrisas gemelas, rojas y torcidas de los dos y hui en un Ciudad de Córdoba por la ruta 9 Norte.

En el corto viaje descubrí que me chupaba un huevo mi familia y su sentido de la hospitalidad, su respeto italianísimo a la sangre y a las deudas de honor que genera, la sensación de paraíso perdido con la que hablaban del pasado. Cuando llegué a lo de Luchi, el lujo chacarero de la casa (había sido un casco de estancia) me hizo sentir liviano, ingrávido, como si me hubiera sacado el apellido a fuerza de rasparme la piel.

De todos modos, mi material para divertir a los que estaban ahí era justamente la visita de los rosarinos, que ya duraba un par de semanas. Exageré apenas la cara de boludo de Mazurkiewicz, expliqué el apodo, conté las aventuras con Paolo y la venta de condimentos con mi viejo y hasta llegue a contar, la mañana del segundo día, los sueños del fogón y la guitarreada que había tenido y que se habían interrumpido desde la noche anterior.

—Lo que no se entiende del todo es cuál es el problema— me dijo entonces uno de los amigos de Luchi.

Expliqué (ocultando que era fundamentalmente un problema mío) la reticencia que teníamos mis hermanos y yo a llevar gente ajena a la casa, el estado de las paredes y la plomería, pero en el fondo sabía que no podía hacerles entender lo que pasaba, porque ni siquiera para mí estaba del todo claro.

—Además cuando vuelvas ya no van a estar— dijo Luchi.

Todavía era de mañana cuando llegué a casa: abrí la puerta, atravesé la cancel y vi el living vacío. Con un enorme alivio, vi que no había absolutamente nada que aludiera a mis parientes. Ni un catre, ni un bolso. El aire parecía limpio como en esas películas en que empieza a vivirse el día después de una tormenta, y con ese sentido exagerado de alivio lo viví. Pasé derecho a la cocina (estaba vacía) y me hice un té. Cuando lo terminé (en el baño del fondo mi vieja se preparaba para salir) me fui a mi pieza.

Al abrir la puerta sentí al mismo tiempo el tufo y la oscuridad. Y de nuevo, con una sorpresa que me ponía muy cerca del ataque de nervios, la misma escena: encallada en las sábanas Beba, y horizontal pero sentado, Mazurkievicz.

Esta vez, en mi cama.

Cuando mi vieja salió del baño me quedé mudo y abrí los brazos y las manos pidiendo explicaciones. Ella me preguntó, impávida, qué carajo me pasaba, a lo que respondí redundantemente que esa gente estaba ahora en mi pieza. Esa gente, dijo ella, era mi sangre, algo que a mí me chupaba un huevo, como me encargué de aclarar. Mi vieja respiró hondo y me preguntó por qué me molestaba, si no había estado.

— Ahora estoy— le respondí—, y tengo que estudiar.

— ¿No te llevaste las cosas a Jesús María? Si podías estudiar en Jesús María rodeado de boludos, podés estudiar en la cocina. Estudiá acá— me dijo señalando la mesa.

Empezamos un ida y vuelta absurdo en el que yo defendía mis manías y ella sostenía un único argumento; cuando era necesario, mis manías desaparecían. Estaba envenenado, pero al mismo tiempo no me reconciliaba con esa sensación que me hacía sentir mezquino, así que apreté las mandíbulas, terminé cediendo y me puse a estudiar en la cocina hasta que se levantó Paolo.

Nos saludamos, compartimos unos mates, y ahí nomás me empezó a hablar de Mazurkievicz.

—Me rompió las pelotas para que lo lleve a las putas. Lo peor es que le pidió la guita a la madre —dijo Paolo.

Me reí.

—En serio, boludo. Yo le pregunté cómo le vas a dar guita al hijo para que vaya a las putas.

—Y qué te dijo.

—Que lo dejara entretenerse.

Me parecía algo más divertido que reprochable, un dato más en el medio del túnel de pequeños sufrimientos por el que tenía que atravesar con los ojos cerrados y los oídos tapados, aunque la situación volvía a ponerme en un lugar moralmente complicado. ¿Qué era lo que me molestaba? ¿La mala crianza de mi primo? ¿La prostitución y la contribución de mi familia a su existencia? ¿Las malas costumbres? ¿Cuándo me había afiliado a la liga de la decencia? No podía engañarme con esas cosas.

Para colmo, cuando a la noche llegó el momento de irse a dormir, se decidió que era más fácil que yo durmiera en una de las piezas abandonadas de la planta alta y los visitantes se quedaran en la mía. Sacar de nuevo  los catres y volver a tenderlos era un quilombo. Además, Beba estaba grande para soportar un lecho tan duro, y era mejor que durmiera en mi cama. ¿Y si se iban arriba ellos?

—Hay mucha humedad en esa pieza—  me respondió mi vieja— y además es un revoltijo. No está como para una visita.

Cuando subí a preparar mi cama me di cuenta de que ella tenía razón. La pieza de arriba estaba decorada de moho en todas las esquinas del techo, el suelo estaba tapizado de libros cuyas hojas se habían mojado en alguna tormenta, un sillón desvencijado oficiaba de depósito de electrodomésticos rotos. En esa planta alta había vivido la hermana de mi abuela hasta que una deuda con el Banco Nación dejó en un limbo legal su derecho a la mitad de la casa y ella se mudó a Río Ceballos. Paolo había rescatado una pieza y la cocina y había instalado ahí una computadora y un escritorio.

Hice la cama con sábanas limpias y empecé a estudiar en la cocina. Fue un día particularmente productivo: puse música en la computadora de Paolo, usé su calentador para hacer varios termos de mate y estuve todo el día leyendo muy concentrado gracias a la distancia a la que me mantenía la escalera con respecto a los sonidos que podían venir desde abajo. Cuando llegó la noche decidí comprar un sándwich en un kiosco y evitar la cena: me excusé en el estudio, subí y, para darle algo de sustancia a mi mala onda, me puse a estudiar de verdad.

A mitad de la noche, sin embargo, volví a soñar con música. Una música quebrada, desafinada e irritante, una especie de atonalismo involuntario ejecutado en una guitarra cuyas cuerdas parecían hechas con los nervios de un gato, y esta vez me desperté. Eran cerca de las cuatro de la madrugada. Como la pieza en la que yo había armado mi campamento daba al patio de la planta baja, me llegaban los sonidos de una guitarra a través del toldo: además, Beba cantando una chacarera desmayada, llena de parches improvisados por su voz de gallina.

En ese momento de la madrugada apenas entendí lo que pasaba. Me levanté tropezando con todo, me arrastré hasta abajo tironeado por la música, y cuando llegué al living vi la escena a través del patio y de la ventana de la cocina: Beba tocaba y cantaba, mi viejo la escuchaba conmovido mirando hacia el piso. Al lado suyo, Mazurkievicz sonreía en un estado que bien podía ser arrobamiento místico o el efecto del último golpe que le faltaba a su cabeza para dejar de funcionar. Ni siquiera pude acercarme y pedirles que bajaran la voz, o recordarles redundantemente la hora (un gigantesco despertador digital coronaba el televisor, bien a la vista de todos ellos). Nada. Me quedé un rato parado mirando la escena, indetectado, paralizado como un venado ante los faros de una camioneta especialmente grande. Y después, como si interrumpir ese pesebre demente fuera un verdadero peligro, me di vuelta como en cámara lenta, volví a la planta alta, me acosté e intenté dormir. Como no lo conseguí (no tomaba pastillas, en general me costaba dormir) supe que ellos se fueron a acostar una hora más tarde.

Al final yo también concilié el sueño, pero cuando abrí los ojos y vi mi reloj, me di cuenta de que eran pasadas las dos de la tarde. Puteé al aire y bajé al baño. Me lavé la cara desorientado, y al salir me encontré con Mazurkievicz que recién se levantaba: el pelo revuelto, la sonrisa como dibujada por un caricaturista, gigantesca, ofreciéndole un soporte bien visible a esa estupidez que yo le suponía.

—Primo— me dijo a modo de saludo.

La verdad no sé realmente cómo hacía para hablar sin dejar de sonreír.

—Qué hacés— le respondí.

—Estaba viendo cómo hacer para ir a Sebyll. ¿Vos sabés dónde está acá?

No sabía de qué me hablaba, y me programé en su nivel monosilábico habitual.

—¿Qué?

— Si sabés dónde está Sebyll…

Le dije por fin que no entendía de qué me hablaba, y se quedó mirándome como si yo fuera un marciano, una interpolación irreal en medio de la habitación. Después abandonó de golpe su catatonia, se reactivó como un muñeco mecánico y me explicó que Sebyll era una empresa que daba relojes en consignación para venta directa, algo que él había hecho en Rosario hasta que decidieron venir a Córdoba. Entendí ahora por qué le gustaba tanto acompañar a mi viejo a vender condimentos: eran de la misma especie. Yo era incapaz de vender nada. La venta ambulante me daba vergüenza, y ver a mi viejo entrar en un lugar en que yo estaba y ofrecer su mercadería me daba ganas de morirme.

Le dije que no sabía dónde estaba Sebyll, y me fui a la cocina a hacerme unos mates, donde Carlos me confirmó que el recital de Beba se había repetido cada noche desde que habían llegado: la única diferencia con la noche anterior es que, durmiendo abajo, yo no me había despertado porque el comedor estaba muy lejos de mi pieza; durmiendo arriba, el sonido me llegaba directo a través del patio.

Cuando me quedé solo (mi hermano salía a trabajar) vi sobre la mesa un ejemplar de La voz del interior. Era raro porque nunca nadie compraba el diario en la casa, así que lo hojeé un poco. Vi por arriba el suplemento de Arquitectura, las noticias generales (las partes que menos me importaban) y dejé para el final el suplemento de espectáculos y el de deportes. Para no dejar una parte sin revisar agarré los clasificados, buscando curiosidades. Fui derecho al rubro 72, que aunque no consumía, me divertía leer (me gustaban especialmente los malabares con los que las putas y los fiolos trataban de quedar al tope de los anuncios) y descubrí algo curioso cuando pasé por los “trabajos ofrecidos”. Había varios avisos marcados con trazos circulares hechos con lapicera. Me llamó la atención ver que alguien buscara trabajo en casa, pero después de un rato entendí. Eran avisos que solicitaban mozas, enfermeras y secretarias.

Me senté en el living y respiré hondo, una inspiración profunda con la que me vacié completamente de imágenes, como si apagara las luces de una sala de cine antes de la proyección. Entendí de golpe que eso era lo que estaba pasando, que eso era lo que me molestaba. La familia paralela, nocturna, con la que mi viejo había soñado despierto todos esos años, estaba creciendo en casa: tenía su hijo vendedor, y la mujer que siempre había amado., y pronto, imaginé, la casa estaría funcionando las veinticuatro horas del día gracias a una posta de sueño y vigilia que siempre mantendría a alguien despierto en la cocina, alternando recitales interminables, ocupaciones extravagantes, locura. Hice el cálculo de cuánto tiempo me quedaba para estudiar hasta el examen y sentí una bola de desesperación anudarse en la garganta. Cuando salí del trance, llamé a Marina por teléfono y le pregunté si podía pasar unos días en su casa, pero ella me respondió que no y corté el teléfono con la sensación de que estaba solo.

Entonces me levanté y fui hasta mi pieza, en la que no estaban ni Beba ni Mazurkievicz. Miré alrededor y vi sus cosas mezcladas con las mías. En un momento, espasmódicamente y con todo el respeto del que fui capaz, junté sus bártulos y los saqué al living. No sabía bien por qué ni entendía del todo lo que hacia, hasta que la idea estalló con absoluta claridad dentro de mi cabeza. Saqué el catre del pibe, todos mis libros y el mueble de mi biblioteca. Después seguí con la cama y con cada pieza de porcelana y cristal que guardaba el bargueño tenebroso con el que estaba obligado a compartir habitación. También saqué cuerpo a cuerpo el bargueño y la mesa y hasta el último potiche, levantando en el living una pila gigantesca de cosas que no tenía concierto ni sentido.

Si alguien me hubiera visto habría pensado que había perdido la cabeza. Fui a la cocina, busqué productos de limpieza y me dediqué a limpiar el piso. Barrí a fondo. Hice la mezcla de agua y desodorante en el balde y después empecé a pasar el trapo enérgicamente, como si me fuera la vida en eso. Me dejé las uñas comidas al ras de tanto rascar el piso.

El living era un quilombo inhabitable cuando apareció Beba. Le vi el desconcierto en la cara.

—¿Qué hacés, sobrino?

—Estoy limpiando la pieza— dije sin mirarla, agitándome en esa guerra inútil con el piso percudido. Después agregué, esta vez mirándola:— Necesito estudiar. Tengo que volver a la pieza, pero en el estado en que está es imposible. Tengo un examen muy difícil encima y en estos días casi no pude leer una palabra.

Lo dije resoplando por la nariz, sucio, transpirado y sin sonreír nunca, también sin parar de trapear. Beba parecía confundida, desubicada entre los muebles apilados en el living. Era como si nunca se le hubiera cruzado la idea de que podía estar molestando. Se quedó quieta un rato (yo sentía su presencia pero no la miraba) y después la vi alejarse hacia la cocina.

Seguí limpiando. Dejé la pieza hecha un espejo y me fui a bañar. Pasé un largo rato abajo del agua pensando en lo que había hecho y, a medida que el agua me iba relajando el cuerpo, la culpa fue ganando su lugar. Estaba casi al borde de salir y pedir disculpa. Me sentía agitado, como si acabara de agarrarme a trompadas. Salí del baño vestido y vi a Beba parada en la cocina: parecía pensar en algo demasiado abstracto o demasiado lejano, aunque bien podía no tener nada en la cabeza. Le ofrecí ayudarla para armar los catres, pero ella me sonrió y me dijo que no hacía falta.

—No te preocupes—me dijo sonriendo, siempre con la boca torcida—. Ya le dije a tu mamá que hoy vamos a ver de irnos a una pensión de acá del barrio, no queremos seguir molestando.

Hablaba con una mezcla de dulzura y pena tan genuina que estuve de nuevo al borde de pedirle disculpas, pero me daba cuenta de que por más que me esforzara, no había una palabra que pudiera decirle: en el fondo, lo que acababa de escuchar significaba para mí un gran alivio.

A la noche cenamos lasaña casera para celebrar la despedida. Los preparativos fueron bastante alegres, casi festivos. Beba tocó un poco la guitarra, hicieron bromas alrededor de la mesa, y mientras terminaban de cocinar yo fui arriba a destender la ropa. Hasta la terraza me llegaba el sonido de la conversación en la cocina, que ya no era un bisbiseo sino un choque de voces, vasos, cubiertos. Demoré un rato, creo que a propósito, doblando y poniendo cada prenda seca en una palangana como si estuvieran embebidas en nitroglicerina. Crucé el pasillo que separaba la terraza de la puerta de la planta alta, y cuando bajaba, vi, desde la escalera, que Beba y Alejo estaban abrazados en la casi completa oscuridad del living.

Aprovechando el codo de la escalera que me ocultaba de la vista, me quedé sentado en los primeros escalones. No se veía mucho, solamente el bulto de los dos cuerpos fundidos y quietos. Un poco más clara, iluminada por la luz de mi pieza, la cara de Alejo. Entonces escuché sus primeros sollozos, un hipido resignado y suave que Beba intentaba apagar con una caricia en el cuello y la espalda, un sonido regular como el de una sierra. Me quedé muy quieto, con miedo a interrumpir el momento, hasta que sentí que el sollozo se transformaba en llanto. No era un llanto escandaloso, apenas un aumento de intensidad, pero la cara de Alejo era el gesto mismo del desconsuelo: la boca abierta con las comisuras hacia abajo y los ojos apretados, las lágrimas rodándole por las mejillas. Beba lo abrazó más fuerte.

—Vamos a estar bien— le dijo al oído, y volvió a abrazarlo—Vamos a encontrar a dónde ir.

Hasta que no se fueron del living me quedé sentado con la palangana llena de ropa seca y doblada sobre la falda, incapaz de moverme del umbral de la escalera. El corazón se me había encogido. Los vi desarmar el abrazo lentamente, y la vi a Beba acariciar la nuca de su hijo más chico mientras cruzaban la puerta del patio. Pero sentí con claridad, también, que no había nada que yo pudiera hacer por ellos.

Bajé y me acerqué a la cocina como si no hubiera visto nada. Los demás parecían dispuestos a hacer, también, la vista gorda: era imposible no darse cuenta en los ojos rojos y en la cara húmeda de Alejo, no darse cuenta de que el chico había estado llorando. Pero la noche siguió su curso sin que nadie acusara recibo, entre brindis, anécdotas y esa costumbre un poco suicida de comer en los festejos como si no hubiera mañana. Antes de irme a dormir los saludé por si no los veía al día siguiente, los abracé con fuerza y les deseé que estuvieran bien, dejando en el aire la promesa de volver a vernos.

Dormí incómodo, creo que tuve pesadillas sin música, y al otro día, cuando me levanté, Mazurkievicz y Beba se habían ido. Su ausencia era casi sólida, y caminé por la casa extrañando la superpoblación, el tumulto y la incomodidad. Era una mañana fresca y tranquila, y tuve la sensación de que así se sentiría el día posterior a un armisticio: los pájaros cantaban en las vías, y el viento movía los árboles de la puerta de Arellano con un vigor contagioso que empujaba a vivir. Ya no tenía ganas de estudiar, no iba a rendir nada en ese turno. Me preparé el mate y sin saber muy bien qué hacer me fui al living y empecé a guardar muebles, libros y adornos en mi pieza. Fue una tarea doblemente pesada, porque ya no me movilizaba nada. Después ordené el living y me di cuenta de que todo estaba en su lugar, como si no hubieran pasado nunca por casa o el episodio se hubiera desvanecido.

Entonces vi que sobre la repisa del hogar a leña había un resto de los Mazurkievicz: la calcomanía de Steiermark que los austríacos le habían regalado a Beba en Bolivia. El verde corazón de Austria. Con cuidado, evitando romperla, la despegué, la subí pegada en el dedo índice de la derecha, la coloqué en la base de un espejito con marco de madera que había en la planta alta y me quedé mirando el aire y la ventana, pensando en el peregrinaje de Beba y Mazurkievicz y trazando un mapa imposible en el que se desplegaba mi árbol genealógico, la historia de mi familia y el posible destino de los dos viajeros, atados a las ubicaciones de Sebyll en toda la Argentina.

 

 

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