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Ficción argentina

La dueña de la pava

Un cuento de Delfina Korn

"Un día llegó Samuel nuestras vidas. Podemos decir que lo adoptamos, o que él nos adoptó, cuando quedó viudo. Era el hermano de nuestra abuela y nunca lo habíamos visto antes". Uno de los relatos que forman parte de Aguas compartidas (Griselda Garcia Editora).

Por Delfina Korn.  

 

Un día llegó Samuel nuestras vidas.Podemos decir que lo adoptamos, o que él nos adoptó, cuando quedó viudo. Era el hermano de nuestra abuela y nunca lo habíamos visto antes. Sólo lo habíamos escuchado nombrar, siempre junto su esposa Perla, que era la que se lo había robado a la familia, pero que ya no estaba en el panorama de los vivos.

Cuando lo conocimos estaba floreciendo, increíblemente a sus noventa años. Vivía solo en un departamento, y una vez por semana se cocinaba un caldo de verduras y luego lo congelaba en cinco tapers, uno por cada almuerzo de la semana. A la noche cenaba un yogur descremado de vainilla desde hacía 27 años. Según mi abuela, en su departamento lo visitaban “amigas”.

Mi abuela, dos años menor que él, lo admiraba, ya que sus hijas (mi mamá mi tía) no la dejaban vivir sola, forzándola a una convivencia indeseada con mucamas que nunca duraban más de un mes. Ella no podía salir de su casa porque tenía problemas para caminar. Era un departamento lúgubre y oscuro. Nunca levantaba la persiana porque era muy pesada, ni se lo dejaba hacer a otro porque podrían lastimarse. La luz eléctrica no quería usarla por el gasto. Lo mínimo indispensable.

La oscuridad y el encierro dificultaban el día a día con las mucamas. No soportaba sus hábitos: había una que la besaba demasiado al saludarla: le daba no solo un beso en cada una de las mejillas, sino dos, y hasta tres. También le besaba la frente y las manos. Era alta y grandota; mi abuela minúscula, piel y huesos. La abrazaba y la estrujaba. Mi abuela le gritaba indignada: “¡No soy un bebé!”.

Otra era gorda: le gustaba demasiado el dulce de leche y se metía hasta tres panes al mismo tiempo en la boca. Otra le había robado una piedra pómez. No era la primera ni la última que le iba a robar, pero el objeto hurtado era algo demasiado raro que sin duda hablaba de algún tipo de compulsión o fetiche. Otra era demasiado coqueta y se pintaba la boca de rojo a cualquier hora del día. Además, salía con el pelo mojado, que según mi abuela era “tentar al diablo” y, por consecuencia, quedaba constantemente embarazada. Estas expresiones excesivas, apasionadas, le daban rechazo y repulsión.

Las reuniones familiares de los domingos a la tarde, iban lentamente virando en intervenciones que toda la familia hacíamos para que ella aflojara con las exigencias, siempre con la figura del geriátrico de fondo, como la carta que nosotras teníamos guardada bajo la manga. Por su parte, ella sacaba su arsenal de lágrimas y gemidos que culminaban en un grito de “¡Me muero y listo, se acabó el problema, si eso es lo que quieren!”

Samuel retornó a la familia desprevenido, sin saber cuánto lo estábamos necesitando. Era el único capaz de calmarla y de explicarnos a nosotras sus puntos de vista. “La abuela de ustedes, al verse obligada a convivir con esta fámula excedida de peso, que la besa mucho, a veces hasta tres veces por mejilla, no se encuentra a gusto”, nos traducía lo que ella sólo podía expresar en una actuación dramática, mostrando cuán fuerte la apretaba esa enorme mujer, esa mole. Tanto, que terminaba la escena con la cabeza colgando, como si la hubiera desnucado por completo.

Cuando lo conocimos, notamos que los hermanos, a pesar de los años de ausencia, compartían una cierta expresión, una mirada melancólica y algo depresiva. Sin embargo, ambos tenían algunas prácticas consuetudinarias que parecían encerrar el secreto de la longevidad: todos los días molían cáscara de huevo y la ingerían con cada comida, sin saltearse una,desde hacía tres décadas. Se despertabana las cinco de la mañana para ser los primeros de sus edificios en cargar botellas con el agua de la canilla, a esa hora no tan viciada. Los dos practicaban como método de relajación la “gimnasia de la lengua”, que consistía en sacar la lengua y dibujar círculos imaginarios lentamente con la punta.

Samuel era un tipo derecho y muy pintón, en perfecto estado físico para sus largos noventas. Por eso, los domingos la tarde era la hora en que más llamaban las amigas de mi abuela. Ella se enfurecía. “Sólo me llaman para hablar con Samuel”, gritaba con su vocecita aguda, golpeando la mesa de la bronca. A él no le permitía, nunca, atender el teléfono. Ella tenía el dominio sobre ciertos objetos puntuales de la casa, como la pava, que nadie más podíatocar.

Cuando estaba en cama,daba órdenes los invitados desde ahí. Nunca cumplían como ella esperaba y se fastidiaba. Por ejemplo cuando se estaban yendo, pedía que le dejasen la puerta del cuarto entreabierta en un punto exacto, que el visitante nunca acertaba. “¡Así no!”, gritaba, “Abrí más. Así no, esmucho”.

A su hermano lo idealizaba. “Samuel se arregla solo”, decía con un brillo en los ojos, entre ternura, amor por su hermano, y una pena por ella misma que la acompañaba desde que tengo memoria. A la pregunta ¿cómo estás?, ella solo sabía responder: sola. Con admiración y cariño, detallaba la rutina alimenticia del hermano y las caminatas mañaneras que hacía alrededor de la plaza del pueblo. Como si fuera poco, por las tardes Samuel iba al consultorio de un doctor a ayudarlo a redactar recetas, tenía una caligrafía perfecta. Y en su tiempo libre escribía sus Reflexiones. Así las llamaba él. Eran poemas sobre diversos temas, como la caída de las torres gemelas, efemérides de los héroes patrios, el porqué del aumento de los divorcios. También hacía conversaciones imaginarias entre personajes famosos que habían muerto. Por ejemplo, hizo una entre Alfredo Yabrán y José Luis Cabezas, que se reconciliaban en el cielo. Empezaba así:

 

“Hola José, ¿cómo está? acá me ve a su lado

no pude soportar más y la vida me he quitado

Alfredo, no llore más,

no le guardo rencor ni bronca

he encontrado aquí la paz,

usted limpiará su deshonra”.

 

También nos dedicaba poemas a nosotros cuando cumplíamos años. O en recuerdo de su único hijo, que había muerto cuando era joven. A su esposa, de la que había enviudado, no la mencionaba en sus poemas ni en sus conversaciones.“Perlasellevaba muy mal con mamá”, era lo único que sabía decir sobre ella.

Mi abuela entonces contaba la única anécdotaque le había quedado de su cuñada: cuando la habían invitado a comer por primera vez a la casa familiar, aún siendo la noviecita de Samuel, Perla se sentó a la mesa, corrió a un lado los cubiertos que se le habían dispuesto, y sacó de su cartera una bolsa transparente con un plato, un cuchillo, un tenedor y un vaso de plástico. Este gesto fue la declaración de una guerra que duraría toda la vida. Haría que el propio Samuel se alejara de su madre hermana,arrastrado por las garras de una mujer que lo enceguecía, que no se sabía qué le había hecho, una mujer mala, perversa, que le gustaba mucho el sexo, de cuyas garras él nunca quisosalir.

Más adelante, en un segundo intento por integrarse en la familia de su futuro esposo, Perla se presentó esa vez sin cubiertos propios. La tensión al momento de sentarse a la mesa era alta. Hizouna pregunta. Una sola, ingenua e inocente, nacida de las más puras curiosidad e ignorancia: “¿el pollo es fresco?”.

La futura suegra se sintió tan humillada que se mareó, se cayó y terminó con una luxación de cadera,postraciónencamayposteriordepresiónquela llevó a la muerte. Mi abuela nunca le perdonó a Perla el daño que le había causado a su madre y ese fue el fin de los tiempos. Nunca volvió a ver a Samuel hasta que Perla se esfumó. El gran lamento de la vida de mi abuela era haber dejado su madre en un geriátrico pocos meses antes de fallecer. Que era lo que sus hijas estaban queriendo hacer hoy conella.

De las dos, mi tía, que era la mayor, era sin duda la preferida. Psicóloga e intelectual, trabajaba demasiado porque era sostén de hogar. Estaba siempre nerviosa y apurada, no tenía tiempo para visitar a su madre. La menor, mi mamá, era actriz, una profesión que mi abuela detestaba porque le parecía que su trabajo consistía en mentir. Además, otro problema era que desde chiquita había sido bruta, inquieta, grandota y torpe. Cuando estaba en la primaria, contaba mi abuela, mi mamá volvía hambrienta y atolondrada de la escuela, arrasando con todo lo que había en la cocina.

Una de esas tardes, mientras mi abuela sacaba un pollo del horno, mi mamá quiso practicar una patada ninja que había aprendido en el colegio, pasando su pierna por encima de ella que justo en ese momento levantó la cabeza y se la golpeó con toda la fuerza de la pierna gorda. Esa patada terminó por definir una preferencia que ya se venía esbozando desde el propio parto, cuando mi abuela afirmaba que la gordura de mi mamá había sido tanta para su estrechez, que le había roto un tracto de intestino. Años más tarde se lo operaría, pero no conseguiría repararlo nunca del todo.

“Recuerdo siempre el golpe militar del 76, porque fue el mismo día que yo me operé del último tracto de intestino grueso, que me lo estropeó ella al nacer”, decía señalando a mi mamá, que siempre estaba enhebrando mostacillas para un collar eterno, al que se dedicaba solamente los domingos la tarde.

Cuando hacía estos comentarios, nosotrasnos agarraban ataques de risa irrefrenables. “¿De qué se ríen?”, protestaba mi abuela histérica. “No se rían de mí”, hacía como que lloraba, y estallábamos peor, nuestras caras color bordó de intentar contenernos. Teníamos tan estudiado su gesto de pena eterna, tanto lo habíamos imitado, reproducido y hasta burlado en la intimidad, que no nos podíamos aguantar. Samuel intentaba arreglar la situación: “No se están riendo, ¿no ves que están llorando? Mirá, las hiciste llorar a tus nietas”. Mi abuela, para estinstancia de la reunión, se retiraba la cama. Decidía llamarse a silencio. En el comedor, con la mesa servida para el té pero sin la anfitriona dueña de la pava, los demás quedábamos en penumbras, untando tostadas y evitando cruzar miradas. Entonces Samuel sacaba unos papelitos del bolsillo decía: “¿quieren que les lea unas reflexiones?”.

 

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