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No Ficción

La historia de Lisandro Vega: la precuela de Eisejuaz

Una crónica de Sara Gallardo

En 1968 la escritora argentina, autora de libros como Enero y Pantalones azules, realizaría un viaje al norte del país en busca de nuevos temas para sus columnas en Revista Confirmado. Ediciones Winograd nos presta de Macaneos, con selección de Lucía de Leone, la crónica en que Gallardo se encuentra con quien inspiraría al protagonista de su memorable novela Eisejuaz.

Por Sara Gallardo. Foto de Paula Pico Estrada.

 

 

Embarcación queda a cinco kilómetros de río Bermejo en pleno Chaco salteño. No voy a hablar hoy de la ciudad de Embarcación con sus casas viejas y sus calles de tierra, ni de la selva tropical ni de los aserraderos, ni de los ingenios donde la caña crece a veces más que un hombre. Ni del río Bermejo, que parece un dios del Olimpo. Ni de los sapos y los insectos gigantes. Ni siquiera de las tres misiones –franciscana, anglicana y la de la iglesia noruega de la Asamblea de Dios– que se ocupan de los últimos desdichados matacos, tobas y chiriguanos, en una especie de emulación agridulce y a veces heroica de la caridad cristiana. Hoy, miércoles 27, esta página pertenece, porque se lo prometí, a Lisandro Vega, mataco, treinta y seis años, encargado de sus compatriotas en el campo de la misión noruega que rige el pastor Pedersen.

Lisandro Vega preguntó si había entre nosotros alguien que pudiera escribir su historia. Hace un año que espera a ese alguien. En la casa de adobe que está construyendo –dos ambientes de un metro y medio de ancho cada uno–, una de las pocas entre el chocerío de caña y hoja de palma donde hay que entrar doblado y salir al instante picado de vinchuca y piojo, habló durante tres horas. Era como oír la voz de los antiguos profetas. Y cuando el dolor de sus recuerdos era excesivo, golpeaba contenidamente con los puños sobre la mesa, y se quedaba abstraído. Esta es la historia de Vega, de su lucha por levantarse y por levantar a su pueblo, y de cómo «todo mi plan ha fracasado y me he quedado solo». No cabe entera en esta página ni caben las fotos que me dio de él con su familia en las distintas etapas de su vida.

«Yo no conocía a ustedes los blancos. Al principio vivimos en la orilla del río Pilcomayo. Como todos los humanos, me levantaba a la mañana a buscar algo para comer. Se vivía de la pesca. Después, frutas del monte. Pan no se comía, azúcar no se comía, carne de vaca no se comía.» Viene la descripción de la vida salvaje, la guerra, el crimen habitual. Los chicos tenían paz. «Pero cuando yo me hice hombre ya se hizo otra vida. Ya se hizo de amargarse.» Cuando él tenía 12 años «los misioneros han entrado al monte. Nosotros nos asustamos. Pensábamos: “este es gringo, buscando mujeres”». Después, «por causa del Evangelio, yo y mis padres vinimos desde el Pilcomayo hasta Embarcación. Y comprendí que hay que hacer como ustedes, vivir la buena vida de la civilización». No es que se haga ilusiones sobre los blancos: «Ellos dicen: “aquí es mío; aquí es mío”, y echan todo abajo; al indio se lo tiene en cuenta». Pero desde entonces quiere «la buena vida para los paisanos». Y Eisejuaz se bautiza: se vuelve Lisandro Vega, y sus padres pasarán a llamarse Andrés Vega y Felisa Díaz.

A los 17 a los se casa con Mauricia Suárez, de 16, «hija de paisanos de esta zona». «Era muy buena. El campamento necesitaba un encargado. Me nombraron. Tuve muchos problemas con los paisanos: separar peleas, ser juez, comisario, Cuando me di cuenta de eso, en mi pensamiento, traté de hacer estudiar a mis tres hijas, para mañana o pasado. Hicimos una ayuda social. Y mientras que estaba en ese trabajo he tenido un sueño muy raro durante cuatro años, tres veces a la semana: que viajaba, viajaba, buscaba a mi señora, y no la encontraba. De día yo conversaba con mi señora. Decía en broma: “¿No será que usted algún día me dejará?”. “No, yo no tengo esos pensamientos. Usted los tiene.” Más tarde yo me cansé de ese sueño. Consulté a un paisano mataco viejo que me dijo que tenía mucha experiencia. Me dijo: “No hay que descuidarse. Tenés que orar mucho a Dios. Eso se va a cumplir de aquí a 14 o 15 años”. Y me he cansado con este suelo. Todo era tranquilo. De noche mis hijas en nuestro hogar estudiaban sus deberes. Y esa noche se ha presentado otro sueño. He visto dos animales, dos vacas, uno casi chico.» En la lucha de esos animales, el grande atacaba y el chico solo trataba de esconderse. «A las tres de la mañana dije a mi señora –ella tenía mucha experiencia de la vida humana–. “¿Qué va a pasar? Por este sueño como es, mañana mismo va a pasar.” Entonces, a eso de las tres de la tarde, yo estaba trabajando en el aserradero y ella estaba solita. Han venido siete mujeres a pegarle.» Causas: un malentendido, más la envidia que el puesto de encargado despertaba. «No habían pasado veinte días, en el bajo la esperaban. Le han pegado con piedras en la cabeza.» La policía arreó con todas juntas y más tarde las soltó juntas. «La policía no hizo justicia.»

«Mi señora no se ha sanado». De médico en médico, acaba por hacerse claro que tiene cáncer, y va a parar a un hospital en Salta. Vega empieza a viajar para verla. 

«Viajaba los días domingo: el ómnibus de las tres de la mañana, y diez de la noche estaba aquí. Las chicas quedaban estudiando.» Y así empieza a reconocer las calles, los edificios que veían en sus antiguos sueños, cuando viajaba y viajaba buscando a la señora. «Esa calle era la que pasa atrás del hospital de Salta.» Por fin los médicos le dicen que ya no hay remedio, y Mauricia es mandada de vuelta a casa. «Allí me toco a mí la aflicción: mientras yo viajaba y volvía, las dos chicas mayores se han portado mal. Se han escapado con muchachos. Mi señora empeoró después del golpe, y ya empezó con dolores y dolores, y con más pérdidas, que ni con calmantes. Primero había platita para gastar, y utilidad para secarse, pero el último eran pedazos de ropa de ella para secarse, y por último pedazos de ropa mía, y por último no tenía nada, dormía en el suelo. Uno casi pasa llorando al último. Nunca he pensado eso en mi vida feliz. Yo a veces rogaba a Dios que si había hecho algo malo oculto en mi vida, que por qué me castigaba. Clamé al último. No había contestación para mí.

»Ha fallecido mi señora al último. Ha fallecido con esa tristeza: las hijas no la atendían. Ha fallecido mi señora. De repente a las once y media ella me hablaba si la podía atender, pero yo estaba cansado y no podía. Yo me dormía en el suelo. Pero me levanté y la atendí. Y ella falleció. Y allí estaban también las hijas malas.

»Y después que ella falleció, se fueron todas las hijas. Y yo quedé solo, y todo el plan que yo había hecho, de mejorar mi familia, de mejorar a los paisanos, quedó en nada. Todo fracasó. Y ahora estoy solo. Y voy a empezar a luchar otra vez. Todavía soy joven, y todavía tengo fuerza, y los paisanos tienen que salir de la miseria y yo voy a empezar otra vez.»

 

 

 

Publicada originalmente en Revista Confirmado (Año IV, Nº 158, 27 de junio de 1968, p. 32) 

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