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Ficción argentina

La pastilla de hormona, por César Aira

Una novelita

"Un señor cincuentón, barrigón, llamado Rosales, un día hizo una travesura que lo pintaba de cuerpo entero: se tragó una pastilla de hormona de un frasquito que estaba en el botiquín del baño de su casa". Leé el arranque de una de las Diez novelas del autor de La liebre, tomado del ejemplar de Random House Mondadori.

Por César Aira.

 

Un señor cincuentón, barrigón, llamado Rosales, un día hizo una travesura que lo pintaba de cuerpo entero: se tragó una pastilla de hormona de un frasquito que estaba en el botiquín del baño de su casa. Era un remedio que le habían dado a la esposa por los trastornos de la edad: unas pildoritas color rosa, minúsculas, satinadas e innumerables, dentro de un frasco de vidrio oscuro con tapa a rosca. Sacó una, la estuvo mirando un momento, y se le ocurrió que como broma, sin decírselo a nadie antes ni después, podía tomársela. Y así lo hizo, sin pensarlo más. Estaba seguro de que el hurto iba a pasar desapercibido porque su esposa le había comentado justamente la noche anterior que dos por tres se olvidaba de la pastilla diaria que le había indicado el médico, así que debía de haber perdido la cuenta de las que faltaban en el frasco.

Alzó la vista, y todo lo cómico, lo inmensamente cómico de la situación, se le hizo patente. ¡Qué risa! ¡Qué vivo era! ¿Qué se le ocurriría después? O mejor dicho, ¿qué no se le había ocurrido ya? Se miró la cara en el espejo, iluminada por una gigantesca promesa de risa. Nadie sabía las cosas que hacía a escondidas. Pasaba por un señor serio, casi un melancólico, casi un fatalista, pero tenía una vida secreta en la que se reía de todo y de todos, y más que nada se reía de sí mismo, por las bufonadas secretas que siempre estaba haciendo.

¿A qué oscuro designio obedecía ésta? ¿A la impunidad, solamente? En buena parte sí. Hay que reconocer que cuando se presenta la ocasión, da lástima dejarla pasar. Y cuando se llega a cierta edad, cada ocasión parece la última. Además, no tenía por qué haber un motivo. ¡Al contrario! Los actos gratuitos ya eran de por sí bromas secretas, y cuanto más gratuitos más secretas; porque una broma hecha a otro tiene que tener alguna justificación o antecedente, pero la que uno se hace a sí mismo no los necesita. Eso la vuelve secreta, y además garantiza que seguirá siendo un secreto por siempre porque es imposible explicarla, o hasta contarla.

Después de divertirse a mares con su pequeño truco, encerrado en el baño, fue a acostarse. Su esposa puso el despertador, apagó la luz, y estuvieron hablando un rato sobre el engorroso acontecimiento que les esperaba: al día siguiente a primera hora vendrían los obreros a replastificar los pisos del departamento, y ellos se mudaban el resto de la semana a lo de los padres de ella. Todo lo que se dijeron ya se lo habían dicho; la señora de Rosales era muy meticulosa con el orden y los horarios, y estas perturbaciones la ponían en un trance continuo de verificaciones y especificaciones. Al fin quedó más o menos satisfecha y se dieron las buenas noches. Restablecido el silencio, mientras esperaba el sueño, Rosales volvió a reírse para sus adentros de lo que había hecho; por momentos le resultaba difícil contener la risa, tenía que apretar los labios y disimular las contracciones del esternón simulando que se rascaba (estaba seguro de que su esposa seguía despierta, preocupada por la ordalía que pasaría la casa en los próximos días). Realmente no había creído que le fuera a resultar tan cómica. Lo pensaba, y más se reía. Se amonestaba por ser tan payaso, y tenía que apretar los dientes para no soltar la carcajada. «¡Qué le voy a hacer! ¡Soy incorregible!» Soltó un suspiro, pero fue un error porque una risa más fuerte que él lo interrumpió por la mitad y a duras penas logró disfrazarla de tos.

Lo anterior puede hacer pensar que era un completo idiota. En realidad no lo era tanto. El humor establece una distancia con lo que uno es en realidad. Cuando se decía «¡Qué loco soy!» o «¡Yo sí que me doy todos los gustos!», se estaba parodiando, a sabiendas, y el objeto de su hilaridad no eran tanto sus bromas como el personaje que él representaba, para su exclusiva diversión, en el teatrito ultrasecreto de su conciencia. Era un hombre normal, como cualquier otro, quizás hasta un poco más inteligente que el promedio. Lo que pasa es que la normalidad se mide por la conducta, por la vida visible y social de un individuo. Por dentro, es decir fuera de la cadena de causas y efectos, en el reino de la libertad, es inevitable que todos terminemos pareciendo un poco estúpidos (pero nadie se entera).

Volvía a acordarse, ya medio dormido, y volvía a reírse. Estaba tentado. Le resultaba irresistible. ¡Qué lástima no poder compartirlo! Pero a eso se había acostumbrado. El suyo era un humorismo demasiado íntimo como para que saliera de los límites de la subjetividad, aunque ésta no parecía tener límites cuando pergeñaba una de sus pequeñas grandes bromas. Se hacía cosmos. Lo abarcaba todo. Una comicidad frenética corroía todas las fronteras y parecía dotada del poder mágico de seguir avanzando más allá del mundo, a otros universos, a otras dimensiones…

La verdad, con la pastilla de hormona se había superado. Nunca se había divertido tanto. La sentía… ¿cómo decirlo?… Su obra maestra. Su golpe de gracia. Volvía al principio, y la gracia que le hacía se multiplicaba por cien, por mil. Se mordía las mejillas por dentro para no estallar en carcajadas, se le sacudía el estómago, movía los pies como si estuviera corriendo una carrera.

Y así seguía, conteniendo las risas mudas, cuando se lo tragó la hélice aterciopelada del sueño. Probablemente al día siguiente volvería a acordarse, en algún momento, y todavía tendría un resto de diversión para disfrutar. Con el paso del tiempo se iría gastando pero ya se le ocurriría otra cosa.

 

 

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