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Ficción argentina

Ladridos

Un cuento de Salvador Marinaro

Uno de los relatos que componen el libro editado por Nudista recientemente, Una tristeza decente. Nacido en Salta en 1988 el periodista y profesor Salvador Marinaro es también autor de los libros Sinfonía de mareados y Sueños del mono evolucionado

Por Salvador Marinaro.

 

 

Cuando su esposo murió, la viuda de Hansen se dedicó por completo a su perra. Me acuerdo la tarde que entró a mi almacén y contó, con una alegría casi bochornosa, que su perra estaba preñada. Se salteó la fila, pidió alimento balanceado, una lata de picadillo y se fue tan rápido como había aparecido. Una vez que ya estuvo lejos, Rosa Navarro, una de las hermanas que vivían cerca de la viuda, levantó las cejas, se golpeó la cabeza con un dedo y dijo "pobre".

            A partir de ese momento, la viuda duplicó sus pasadas por mi almacén y sus pedidos se volvieron cada vez más estrambóticos. Pedía conservas de todo tipo, carne enlatada, alimento balanceado para cachorros, cepillos de dientes para encías delicadas y shampoo para el pelo grueso. Cuando yo le entregaba el pedido, ella hablaba de su perra en plural: "Es que necesitamos cuidarnos", "tenemos que alimentarnos bien", explicaba. La mayoría de los vecinos no tardó en decir que estaba medio pirada, pero quienes la conocíamos bien veíamos con agrado que ella hubiera superado lo de su esposo, aunque fuese de esa manera. Se la veía alegre y charlatana, a pesar de que la mayoría de sus historias giraban alrededor de la perra. Rosa Navarro la interrumpía “Bueno, ya basta, vos con esa perra te pones temática”. Después, la viuda escuchaba los chismes de las dos hermanas sin decir nada y se iba del almacén.

            Creo que tantas atenciones empeoraron la situación del animal, porque tenía la cadera pequeña y esa raza, como dijo el veterinario, tenía tandas de siete u ocho cachorros. Engordó tanto que, durante las últimas semanas, parecía que la perra reptaba. Dije las últimas semanas, porque la perra murió dando a luz. Me lo contó uno de los vecinos, cuando pregunté por la viuda, que no aparecía desde hace varios días.

            Fue lo único que supe de ella por un tiempo. Ver pasar al veterinario me hizo suponer que los perritos estaban vivos. También, las hermanas Navarro se quejaban de los ladridos a la noche.

Un día decidí tocarle la puerta, no tenía ningún motivo en especial para visitarla, pero quería ver cómo andaba. Ella me atendió detrás de la persiana, tenía los ojos rojos y parecía cansada. Escuché los perritos ladrando y gruñendo detrás de la puerta. Le pregunté si necesitaba algo y solo cruzamos dos palabras. Ella contestó que, en ese momento, los perritos requerían toda su atención. Le dije que podía hacer pedidos por teléfono y yo se los llevaba con gusto cuando estuviera libre. Me agradeció y se excusó diciendo que tenía la casa hecha un desastre. Al final de la conversación, agregó:

            —Vos sos un buen tipo, te podrías quedar con uno de los cachorros —lo dijo sin preguntarme, como si el ofrecimiento bastara para que yo lo recibiera, y en cierta forma así fue, porque yo le dije que no tendría ningún problema.

            No sé si los perritos ya estaban grandes o si las provisiones de la viuda se fueron acabando, pero a la semana siguiente reapareció para hacer sus compras. Pidió todas las formas imaginables de leche: larga vida, en sachet y en polvo. De a poco fue recuperando esa alegría que había tenido cuando su perra estaba preñada. Se quedaba charlando en la puerta del almacén y les decía a todos que yo me quedaría con uno de los perritos. A la presión de hacerme cargo de un animal que no quería, se sumaban los comentarios de las Navarro que hablaban al unísono. “¿Por qué le hacés el juego a la loquita, si está mal?”, “no ves que la pobre está desequilibrada”, “te va a sacar canas verdes”. Yo aceptaba lo que decían con la misma resignación con la que acepté el cachorro. Me justificaba a mí mismo porque no sabía cómo decir que no a una mujer, menos a la viuda.

Una tarde me dijo que el perrito ya estaba grande y me invitó a que pasara a buscarlo. Fui a verla a su casa y me hizo pasar derecho al escritorio de su marido. Todo el pasillo olía a perro mojado. Entre las estanterías con libros que había dejado el viejo Hansen, había un colchón tirado con las puntas mordidas, pedazos de gomaespuma esparcidas por el piso y varias tetillas mordisqueadas. Cuando entré, me recibió un cachorro que parecía muy juguetón, tenía el hocico negro. Había una segunda cachorra recostada sobre el colchón, pero no acurrucada como un ovillo, sino con las patas hacia arriba y meciéndose como un bebé. Cuando me acerqué para verla, tuve la sensación de que era un lechoncito: no tenía pelo, estaba de espaldas, tenía las patas cortadas como muñones y se movía dando un gruñido como si se quejara.

            Sentí miedo de que la viuda me regalara esa cachorra. Pensé en el tiempo y el dinero que gastaría cuidándola. Mientras la inspeccionaba de lejos, la viuda entró sosteniendo una bandeja con un par de tazas de café y un paquete de galletitas de agua:

            —Viste qué hermosos —dijo y me acercó una taza.

            Yo dije "muy hermosos", ella agregó que el perro podría cuidar el almacén. Asentí con la cabeza, mientras el cachorro de hocico negro zigzagueaba entre mis piernas. Ella tomó un sorbo de café y dijo señalando el colchón:

            —Esa es mía... Me necesita.

            Me sentí aliviado al escuchar que el lechoncito no sería mi perro y me dediqué el resto del tiempo a jugar con el otro cachorro. La viuda le decía el Negrito por la mancha que tenía en el hocico y yo no vi la necesidad de cambiarle el nombre. Contó que tenía todas las vacunas puestas y cuando terminó el café, lo agarró con una mano, sacó un lazo rojo de su bolsillo y lo ató al cuello del cachorro. En la puerta me despidió pidiendo que lo cuidara bien. Pensé que cada uno tiene una manera de superar la muerte de un ser querido y ella había elegido esta. Llevé al Negrito al almacén y le preparé un lugar en la esquina, cerca de la entrada, donde todavía duerme por la noche.

Cuando las hermanas Navarro descubrieron al Negrito, me preguntaron todo sobre la viuda. Yo les conté que habían nacido dos cachorros y que seguro verían a la perrita que ella se había quedado. Eso fue una corazonada porque a la semana siguiente, la viuda de Hansen salió empujando un cochecito con la cachorra adentro. La paseó por la plaza, mientras daba esos quejidos extraños.

            Eso produjo una reacción en el barrio. La viuda se transformó en un tema obligado de conversación. Algunos vecinos decían que ese animal no debía existir y lo repetían en mi almacén a quien quisiera escucharlos. El veterinario, cuya palabra era la única autorizada en el tema, dijo que, si fuera por él, habría sacrificado al animal después de nacer.

—Para que no sufra.

           A la viuda no parecían afectarle las habladurías, salía todas las tardes a pasear con el cochecito. Le ponía un babero a la cachorra que ella misma había bordado y, según algunos vecinos, servía para atar a la perra a las barras del cochecito. Cuando hizo una oleada de frío, ella colocó una frazada sobre el pecho y las patas de la cachorra. Al día de hoy, me acuerdo cuando la suegra de Gutiérrez, que estaba de paso por el barrio, se acercó a la viuda creyendo que llevaba un bebé y se llevó un susto bárbaro.

            La puerta del almacén se había transformado en una sala de reuniones donde se intercambiaba toda clase de información referida a la viuda. Alguien, quizás el viejo Antonio, dijo que estaba tan desquiciada que hacía caminar al animal en dos patas. Yo intentaba disminuir la importancia de lo que decían, les pedía que entendieran la situación por la que ella estaba pasando y que al fin y al cabo todos sabíamos lo difícil que es superar un duelo. Una tarde cuando tenía que dejar un pedido cerca de su casa, la vi en el rincón de los juegos para chicos en la plaza. Hacía que la cachorra diera un par de pasos hacia delante y hacia atrás, como saltitos. Le pregunté qué estaba haciendo y ella me explicó que lo había visto en la televisión, que era una forma de rehabilitación que le permitiría a Moni caminar sola muy pronto. La viuda la llamaba así: “Moni”.

            —Moni de Mónica —explicó Rosa Navarro —. Decime quién le pone Mónica a un perro. ¿Quién?

            No supe qué contestarle. La viuda de Hansen siempre me había causado cierta ternura y prefería verla enloquecida que triste. Sin embargo, ese no fue argumento para la gente del barrio. Al poco tiempo se generó un grupo, comandado por Rosa Navarro, que decía que era necesario tomar cartas sobre el asunto, que la cosa así no podía seguir. Más que el cochecito o el nombre Mónica, creo que les causó repulsión que la llevara los domingos a misa. Decía que no tenía con quién dejar a la cachorra y que no podía estar sola mucho tiempo. Estuve la segunda vez que apareció con el cochecito. El cura dio una homilía especialmente para ella: habló sobre la naturaleza humana, dijo que el hombre era un ciudadano de dos mundos, en cambio los animales eran pura materia, cuya existencia estaba condena a la desaparición. Uno debía acostumbrarse a ello. La viuda no se dio por aludida, en la puerta de la iglesia saludaba con la misma alegría de siempre, mientras sostenía el cochecito con una mano. De hecho, nunca dejó de llevarla a todos lados, hasta que la perra se perdió. Por ese entonces, ya le costaba empujarlo. Supuse que Moni, como el Negrito, había empezado a crecer aceleradamente. Desde la ventana, veía a la viuda pasar, flaca y consumida, haciendo un esfuerzo superior a su contextura física y me daban ganas de ayudarla. Sus vueltas diarias se habían transformado en una tarea descomunal para alguien como ella, por el peso del cochecito y también porque Moni ya se movía intentando soltarse. El viejo Antonio decía que la viuda cantaba canciones de cuna para calmar a la cachorra y yo miraba al Negrito que, en ese momento, ya tenía el tamaño de un galgo.

            Una tarde sentí un gemido muy fuerte, el Negrito se levantó y empezó a ladrar.  Como trabajo solo en el almacén, no pude ir más que a la puerta. Vi que el cochecito de la viuda estaba hecho pedazos en el cordón de la vereda y ella corría en dirección opuesta. La llamé varias veces, gritando su nombre, pero ella no se dio vuelta, mientras seguía corriendo desesperada.

No tuve que esperar mucho para que me contaran lo que había pasado. Al parecer, cuando la viuda salió de su casa, un caschi macho se acercó para olisquear a Moni. La viuda lo espantó con una pierna, mientras agarraba con fuerza el cochecito. Al intentar acariciar a la cachorra, Moni le dio un tarascón. Ella soltó una mano y sosteniendo fuerte le pegó una cachetada. El cochecito se volteó y se rompió contra el piso. Entre los restos, Moni se levantó en cuatro patas y salió disparada por donde se había perdido el otro perro. Toda esa tarde se habló de la viuda, alguien dijo que era predecible porque la perra tendría sus necesidades y Rosa Navarro contó que siempre espiaba a la viuda detrás de la cortina porque sabía que algo iba a suceder. Gutiérrez dijo que debíamos agradecer que la perra se haya perdido. Esperé que la viuda volviera, pero a la hora de cerrar, nadie la había visto de nuevo.

            A la mañana siguiente, vi unas fotocopias pegadas con cinta en la puerta del almacén, que se repetían en todos los postes de la cuadra. Se podía leer el teléfono de la viuda, acompañado por una foto de Moni con un babero rosa atado al cuello. “Se ofrece recompensa”, se leía.

Rosa Navarro dijo que sintió unos ruidos a la noche y que casi no pudo dormir, su hermana sospechaba que la viuda se había ido para siempre del barrio. Pero, a la tarde, ella apareció vestida otra vez de luto como lo hacía antes de que su perra quedara preñada. Le contó a cada vecino que Moni había desaparecido una tarde que dejó la puerta abierta de la cocina. “Se ve que la fisioterapia hizo su efecto”, les decía. Ellos la calmaban con una palmada en el hombro y daban por terminada la conversación. Algunos se ofrecieron para buscar a la cachorra, pero la viuda los rechazaba con delicadeza. Creo que sentía que se estaban burlando de ella.

            Moni no volvió a aparecer nunca y la viuda se fue encerrando cada vez más. La puerta descascarada y el pasto alto en el jardín delantero dan la sensación de que la casa de los Hansen está abandonada. A veces siento que escucho a Moni. Cuando paseo al Negrito cerca de esa casa, mi perro no para de ladrar hasta que estamos lejos. Otros vecinos también dicen haber escuchado el mismo quejido que hacía la cachorra, pero nadie la vio. Las pocas veces que la viuda pasa por el almacén, mantiene una tristeza discreta y digna que todos ponderan en el barrio.

 

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