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Ficción argentina

Mascota

Un relato de Santiago Craig

"Sea un perro. Al principio ladre. Por cualquier cosa. Porque una mosca está en el aire, porque repiquetea la lluvia, porque huele otro aroma en el mismo pasillo, porque la luz cambia de golpe. Ladre porque el ruido que lo asusta no lo escucha nadie. Salvo usted". Tomado de 27 maneras de enamorarse (Factotum), un relato del también autor de Las tormentas (Entropía).

Por Santiago Craig.

 

Sea un perro. Al principio ladre. Por cualquier cosa. Porque una mosca está en el aire, porque repiquetea la lluvia, porque huele otro aroma en el mismo pasillo, porque la luz cambia de golpe. Ladre porque el ruido que lo asusta no lo escucha nadie. Salvo usted. Y sienta en el pecho una angustia que lo raspe cuando vea salir la luna.

Piense que no hay nada más triste que un gato. En eso tenga su particularidad, no sea excesivamente perro. Tenga piedad por los gatos, encuéntrelos tontos, imprevisibles, desesperados. No vea sentido en la vida de un gato. Ni doméstico, ni salvaje. Cuando cruce uno casualmente en sus paseos, póngase un poco triste. Trate de llegarles, pero no pueda. Comprenda. Usted es un perro, ellos, en el reparto de papeles, en el estándar sabido: todo lo contrario.

Chupe el dorso de las manos amables, para agradecer y también, para demostrar un interés afectivo. Roa hasta deshacer huesos y puertas. Rasque el piso aunque sepa que no hay nada debajo. Rasque las baldosas, los adoquines. Lastímese las uñas. Esté en la calle un tiempo, aprenda los códigos, pero no entienda. Sepa que las cosas son así, pero no sepa por qué. Acepte. Y asuma que eso es crecer. De cachorro a perro adulto. Deje que se le pasen esos años que cumplen los perros de a siete sin mucho más que oler y mear arbolitos. Logre escapar de los peligros (un colectivo que aparece de la nada, un virus que lo postra, los rottweilers) hasta que lo encuentre un hombre con olor a jazmín en los bolsillos.

A ese hombre de paso firme y apurado, sígalo. Salte a su alrededor, haga lo suyo. No ladre, ya no tiene edad para esas cosas. Ya aprendió que eso no es hablar, no es comunicarse: es dejar salir la tensión. A nadie le importa, y menos a este señor que tendrá que seguir hasta su casa. En el umbral, cuando se detenga y lo advierta, lloriquee. En lo posible sin moco. Gusta el llanto, el sonido, no la humedad viscosa. Deje que el hombre se conmueva sin ensuciarse, dele todo cocinado. Cuando sonría, cuando se sorprenda, escúrrase entre sus piernas. Revolotee. Déjese llamar Tom, tome el agua que le da, coma el bizcocho que le acerca. Échese a su lado, sumiso. Cuando lleguen los chicos, muestre sorpresa, agite la cola como si quisiera desprendérsela del cuerpo. Sin poder sonreír, sin poder con los gestos de su morro demostrar alegría, de todos modos hágales saber que la felicidad lo desborda. Tiemble si es necesario, haga un poquito de pis en el piso. El reto va a ser tibio. No habrá daños. Mee tranquilo. Lo que va a prevalecer es la ternura. El ruego de los chicos para que usted se quede.
A los pocos días, dese cuenta de que el hombre vive solo. Los chicos aparecen, a veces, pero poco. Los trae una mujer rubia, apurada, que huele a maquillaje y tabaco. Una mujer que no lo mira cuando le habla. Usted entienda que a ella no es necesario hacerle fiesta. A la otra, a la que viene sola, la que huele a perfume y cuero, la que lo ve, lo nombra, lo acaricia. A esa sí: festéjela. Cuando salga de la habitación desnuda a servir agua en dos vasos y se acuclille para echar en su plato un chorrito, acérquele la cabeza y sienta el chisporroteo de magia que le transmiten sus uñas, las yemas de sus dedos. Dibújese en su cerebro pobre el recorrido de sus huellas dactilares y ahí entierre todos los postres con los que a la noche sueña. Sienta ganas de lamerla entera, pero solo chupe algunas partes, camine al lado de sus pies y asómbrese del parecido entre el olor de sus muslos y el olor del pan. En su cabeza, llámela Mimi, un nombre simple, de mascota. Como todos los perros, no distinga usted palabras y sonidos, escuche un todo embarullado. Pero entienda la inflexión, el tono, la coloridad. En la voz de Mimi, diga lo que diga, escuche el cielo. Incluso cuando gima y grite, en la habitación, cuando cambie su tono de voz para atender, en el baño, su teléfono. Esperela. Eso hacen también los perros. Tienen paciencia. Una paciencia grande, sobredimensionada, hipertrófica. Una paciencia de perros. Vea cómo se desprende de olores antes de salir, cómo vuelve a pintarse, a emprolijarse el cuello de las blusas, los puños de las camisas. Deje que pasen los días y que las visitas se hagan cada vez menos frecuentes. Sienta un colibrí rozándole las paredes del estómago, un hormigueo en la vejiga cuando ella no esté. Y cuando aparezca, cuando la tenga cerca, péguesele. Sobre todo cuando llore, o cuando entre sola y esté sola esperando al hombre que no llega. Un rato largo, cambiando sin parar los canales en la tele. Ofrézcale sus pelos, su vientre hiperventilado, su calorcito justo.

Y un día, cuando ella salga, salga con ella. Usted va a saber. Porque usted será un perro y sabrá olfatear los finales. El olor de cobre maltratado en la cerradura, el leve desgano en la higiene, la pilosidad incipiente, la tensión en los nudillos. Aunque ella lo espante, aunque lo rete y lo insulte, aunque intente, sin éxito, reventarle el morro de una patada: sígala. Corra el auto por las calles limpias, pierda la noción del tiempo. El tiempo de los perros es otro, pero es un tiempo. Pierda la noción de ese tiempo. Del suyo. Siga, salte, corra, llegue. Y una vez ahí, en su casa, espere a que lo vean los chicos, sus chicos. La nena, algo bruta con su cuello, el nene, prudente y desconfiado. Deje que el esposo, al verlo entrar en la casa, no entienda, pregunte y acepte el requerimiento. Sienta la sorpresa de Mimi. Huela esa almendra quemada, perlada de azúcar que es la sorpresa. La grata, sin desgracia, sin desconcierto; la que se reconoce, al suceder, como un deseo. Juegue con los chicos, entre en esa gelatina de perfume que impregna toda la casa, el mismo en la alfombra y los zócalos que en las muñecas de Mimi, en las pantorrillas. Sea su perro. Ya no un perro cualquiera. Sea en ese “Su”, un perro definitivo.
En los días que pasen, esté ahí para recordarle sus otros días, ahora distantes, de aventura breve. Sea lo mejor de ella. Al fin y al cabo, encarne para Mimi el amor. Y, en su regazo, a sus pies, en sus paseos a la noche, circulares, sin rumbo, sea para ella el único consuelo.

 

 

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