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Ficción argentina

Nocturna

Un cuento de J.B. Duizeide

Este mes fue editado por Leteo el libro de cuentos Noche cerrada, mar abierto. Este es uno de los relatos que lo conforman. 


Por J.B. Duizeide.

 

“Estaba ya oscuro y Jesús no había venido a ellos. Y se alzaban las aguas con un gran viento que soplaba”.
San Juan, VI, 17

 

Ahora que la mujer se calla, y el bar entero bai­lotea al paso de los vagones de carga, pienso: no es cierto que a la realidad le gusten las simetrías y los anacro­nismos. Nada vuelve, irse es todo. Sin embargo, voy cambiando de opinión mientras tomo unos tragos más de cerveza, y entre las casas bajas del barrio rebota el la­mento del tren, y se pierde, hacia el fondo de las vías, para extinguirse en el silencio redondo de esta noche de julio. A veces las horas, los días, las semanas son aires que aso­man, se van, reaparecen, se entreveran. El tiempo aspira a ser música. Entonces uno cree merecer un destino. O al menos la gracia de una coda que redima cada movi­miento de la vida.

Vacilando, la mujer alza el pingüino color caramelo y llena de vino tinto, hasta hacerlo desbordar, el vaso que hace un instante nomás vació a tragos largos y sonoros. La miro y no quiero creer. Ya había comenzado a dudar de su cordura la primera vez que hablamos por teléfono. Cómo no hacerlo, si me citaba pasadas las once de la no­che en este bar. Tan afuera del mapa al que limité mis andanzas cuando volví a la ciudad, tan apartado de mis rutinas de solitario. Pero cómo no acatar su llamado. Si me interesé en el caso nomás llegaron al diario los pri­meros cables. No por lo que contaban, sino por todo lo que no decían, por lo que me llevaban a intuir si es que corresponde ese verbo.

De lo indiscutible ya se había ocupado alguno de los periodistas en los cuales confía el jefe de información general: esos jóvenes que todo el tiempo van y vienen, a toda velocidad, por entre los escritorios de la redacción, esos que se miden de reojo entre sí y muy poco se pre­guntan acerca de la vida y de la muerte. Además de ser más obedientes y voluntariosos que yo, jamás se dejan tentar por quimeras. O mejor dicho, no persiguen otras quimeras que el éxito, el dinero, la figuración. Ellos se concentraron sobre lo que llaman, en un inglés mal pro­nunciado y desdeñoso, de jar facs. Una lancha que sale desde San Isidro con dos ocupantes, hombre y mujer, esquiva a la Prefectura, se dirige a Colonia, en medio del cruce la sorprende una sudestada, su timonel, sin demasiado apego por la lógica, pone rumbo hacia Berisso en busca de refugio, proa a la tormenta, y por falta de ex­periencia, por miedo, por irreflexión, por vaya a saber qué urgencia, fuerza la marcha contra las olas, tanto que el casco, después de golpear y golpear contra esos filos de agua, se raja, se parte, se va a pique. Tan pero tan rápido que no da tiempo a un pedido de auxilio por radio, a ti­rar una bengala, a nada. Y entonces, en vez de hacer lo que corresponde en una emergencia así, tras ayudarla a ella a ponerse dos chalecos salvavidas y darle un beso, él se va a nado y la deja sola flotando en la oscuridad.

Pasan diez horas y vaya a saber cuántas brazadas y qué pesadillas y qué alucinaciones, y él logra alcan­zar tierra, con esas fuerzas que siempre quedan más allá de las últimas fuerzas trepa a un muelle por la dár­sena F, la de las chatas areneras, pregunta dónde queda el puesto de la Prefectura, se arrastra hasta la guardia y logra convencer a su dotación. Se suceden llamados, planteos, discusiones, órdenes. Así pasa buen rato para cuando se alista un helicóptero, sin coordenadas hacia donde dirigirse, en una búsqueda seguramente inútil. Pero después de unos pocos minutos de vuelo, en me­dio de un oleaje aún encrespado, se avista algo. Vira el helicóptero, vuela por el rumbo opuesto al que llevaba, desciende unos cuantos metros, el apuntador vuelve a alzar los Zeiss, los apoya sobre la cuenca de los ojos, re­gula su óptica tan minuciosamente como si contaran con todo el tiempo del mundo o como si él descontara la más mínima posibilidad de dar con su objetivo. Y entonces sí, mira, y lo que aparece enfocado por sus binoculares lo sacude. Una mujer sube y baja con las olas. Es ella des­pués de una noche entera a flote en el agua del invierno. Viva, sonriente, luminosa como una santa en éxtasis.

Cuando la mujer llamó al diario, el tema ya no daba para tapa. Nadie quería oírla. Desde mi escritorio grité yo voy. El secretario de redacción, todavía con el teléfono en la mano, se quedó mirándome. Yo voy, insistí. Enseguida puse en claro mis condiciones: no indago acerca de móvi­les ni de coartadas, tampoco interrogo a víctimas. Y por sobre todo —pero esto no lo dije— esquivo a la verosimi­litud. Miro y escucho, espero, me abro a lo que no sé. Lo que me importa en las historias no es lo que buscan los demás. No entra en la volanta, el título y la bajada. Con fe­rocidad se resiste a gráficos o cuadros. Lo que me importa es algo exasperado como el viento, el agua, el frío, la so­ledad. Algo como eso otro que vacilo ahora en nombrar.

A falta de mejor tarea para asignarme, el jefe de in­formación general me permitió venir a este bar con luz de buque fantasma. Sus pobres razones tenía. Como alis­tarme en los cargueros más desastrados que zarparan de Buenos Aires había sido una manera de ganar distancia, cuando la tierra dejó de ser firme para mis pasos, resulto para él lo más cercano a un lobo de mar. Soy Odiseo, soy Simbad, soy John Silver, soy Ahab, soy Lord Jim, soy Ma­qroll el gaviero. Todos ellos soy para su ignorancia, aunque no haya frecuentado las páginas donde esos otros, más reales que él, viven. Al fin y al cabo soy alguien que na­vegó nada menos que con el capitán Gonzaga. Supone, entonces, el jefe de información general, que no dispone de nadie mejor que yo si se trata de cualquier cosa relacionada con el agua. Y como sabe, además, que perdí entre libros la parte de mi vida que no malgasté en conspiraciones y en fugas, me encarga lo que llaman, con desprecio, una nota de color. Pensarán, él y sus acólitos, que la verdad es en blanco y negro. El resto, adorno o juego sin consecuencias.

Esta noche helada y este bar resultarían perfectos para el género al que pretenden confinarme: las vías, el tren que horada el silencio y vuelca sus escombros en­cima de los pocos parroquianos, encorvados y absortos, las paredes pintadas de un blanco que los años y el des­cuido mitigaron, y sobre las paredes una foto de Raúl Berón, una de Miguel Caló, una de Aníbal Troilo, una de Julián Plaza, una de Osvaldo Pugliese, todas en mar­cos finos y oscuros, cada una con su debido autógrafo. Y el mozo que al traer la cerveza negra para mí y el tinto de la casa para ella, tanteando una complicidad de ma­chos porteños, me dice:

—A media mañana siempre cae el maestro Balcarce a tomar un vermú con lupines.

Pero yo no ando en busca de colores amables.

Hablo del naufragio y de la salvación.

Cómo no desconfiar de esta mujer con su mohín de niña antigua y hosca subrayado por la luz que le da justo desde atrás, nimba de dorado su pelo en tumulto y en­marca su cara de camafeo. Ahora pienso que ni sabe ni sospecha en qué podría andar su marido para largarse en lancha a través de la sudestada. Ella se salvó por tor­peza o por inocencia. Quiero convencerme de eso. Ahora tomo un trago más para conjurar su silencio y su mi­rada fija. Algo oscuro, muy oscuro, me ronda. Que su vuelo indecible no me roce. Elegí descreer ya hace mu­cho, o quizás eso creía mientras me encolumnaba en las filas de otros dioses no menos implacables, mientras cambiaba de libros sagrados y de sacrificios. No sé si esta mujer, que ahora me encandila con sus ojos de vir­gen extraviada, es apenas una pobre borracha o si bajo esa máscara acecha la señalada para empujarme cuesta abajo por los desfiladeros de mi silencio, de boca hacia la palabra que no me animo a pronunciar. Dudo y dudo. Hasta que me convenzo. Es una lunática. Entonces cómo hago para no creerle, si en el hemisferio sur la luna siem­pre dice la verdad.

—Me ayudaron a mantenerme a flote los pájaros, pasaban volando por encima de mi cabeza, pasaban y pasaban hasta que asomó el sol —dice la mujer, de un tirón, por enésima vez en lo que va de la entrevista. Sin necesidad de que yo haga ninguna pregunta. Perdida su voz en el alcohol, ahora, como su cuerpo en la oscuridad del agua y del cielo entonces, durante aquella otra noche, la más larga de su vida, sin más luz que una esperanza idiota, sola en medio del río, flotando.

—Eran pájaros inmensos, grandes como personas —asegura. Yo sigo callado.

—Toda la noche aletearon —insiste.

Su aliento a vino de damajuana se impone sobre mi aprensión como una caricia impúdica.

—Claro... Las aves nocturnas del río... —le digo.

Intento desviar su delirio. Con miedo de asomarme al abismo.

Voy haciéndole señas al mozo.Quiero pagar. Exten­derle a ese hombre, como una forma de imponer distancia, un puñado de australes de los que me gano, entre humo y resignación, tecleando con dos dedos en la Remington al ritmo de una cocaína cada vez más adulterada. Quiero irme pronto. Quiero irme lejos. Porque es tarde, porque es­toy cansado, porque tanta cerveza me dio sueño, porque aún debo pasar por el diario a escribir alguna mentira en treinta líneas, no sea que a mí también me crean perdido.

—Las caras de los pájaros… —arranca ella, una vez más.

Pero yo no soportaría que volviese a completar esa frase.

Quiero irme aunque sé que una vez en mi cama no podré dormir. Saco la billetera, pago, dejo una propina excesivamente generosa para mis posibilidades, saludo, a pasos de fugitivo parto, sin mirar atrás. Y pienso, mien­tras me voy yendo sin saber qué se me ocurrirá escribir, y empiezan a alejarse el barrio de casas bajas, ese bar junto a las vías, esa voz anegada en tinto turbio.

Quiero olvidar a esta mujer. Pero vuelven los pájaros, revolotean y me obligan a ponerle palabras a lo apren­dido de ella, borracha o iluminada. No importa qué tan improbables, desubicadas, escandalosas, ridículas, ana­crónicas resulten sus enseñanzas. Como la adjetivación desaforada que el secretario de redacción tacha con rojo en mis originales. Como esos golpes de alas en lo oscuro sobre el agua que se alzaba. Como esos pájaros gigantes con las caras de cuantos te amaron en la tierra.

 

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