El producto fue agregado correctamente
Blog > Ficción argentina > Nueve formas de caer
Ficción argentina

Nueve formas de caer

Un cuento de Manuel Soriano

¿Qué es la rareza, qué la anormalidad, cuando se es chico? ¿Hasta qué punto puede hermanar a dos compañeros de escuela? La séptima forma de caer que encontramos en el nuevo libro de cuentos del ganador del Premio Clarín de Novela 2015 con ¿Qué se sabe de Patricia Lukastic?, Manuel Soriano. Nueve formas de caer fue publicado por Alfaguara.

Por Manuel Soriano. Foto Rubén Digilio. 

 

Tenía siete años cuando descubrí un pequeño bulto en el lóbulo de mi oreja izquierda. Era una cosa dura, casi metálica. Se podía sentir con los dedos a través de la piel. En ese momento era pequeña, del tamaño de una semilla de una uva. Traté de llevarla en secreto, pero mi madre no demoró en notar mi mano constantemente sobre la oreja. Los médicos no se pusieron de acuerdo: uno dijo que era un cartílago, otro una bolita de grasa. Nuestro médico de cabecera, al que mis padres reverenciaban, concluyó que se trataba de una malformación benigna, que no iba a traer más problema que el de su silenciosa existencia. Me recomendó que no me la tocara, silabeando las palabras para enfatizar. Pero esa era una advertencia inútil. Mis dedos estaban fuera de control, y recién me daba cuenta de lo que estaba haciendo cuando mi madre me regañaba y me daba una palmada en la mano.

En el colegio pude ocultarlo durante un par de años. El mío era un defecto invisible, solo notable al tacto, y por esa razón pude mantener el secreto durante tanto tiempo. La revelación se dio por culpa del hijo de nuestro médico de cabecera, que iba al mismo colegio, aunque era dos años menor. Lo vi en el recreo hablando con mis compañeros, tocándose la oreja y señalándome. Leí en sus labios la palabra malformación. Unos chicos se acercaron y tomaron turnos para tocar la bolita que tenía dentro del lóbulo de mi oreja izquierda. La noticia corrió por el colegio. Todos querían tocarla, incluso algunos profesores. Hacían fila para poder sentir esa cosa redonda y perfecta entre los dedos.

En un colegio solo para varones, como lo era el San Román, lejos del coqueteo y las faldas, el alumnado encuentra su mayor regocijo en la violencia; en el tormento físico o espiritual, y, en algunos casos, como el de la porquería de mi oreja izquierda, en la bendición de poder combinarlos en un mismo acto de maldad. Yo solía estar a mitad de tabla en la cadena de violencia, podía maltratar a algunos y era maltratado por otros tantos, pero la publicidad de la bolita de mi oreja izquierda me hundió hasta el fondo de la jaula, a la par de los afeminados y de un chico de apellido normal pero de vientre judío. Solo Andy Hudec se encontraba por fuera de la cadena de violencia. Había sido excluido cuando le clavó un punzón en la pierna a un compañero que lo venía hostigando. La punta desafilada del metal perforó la tela gris del pantalón, la piel, la carne tierna del muslo, y el punzón quedó ahí, amurado, sin que nadie se animara a sacarlo, con el mango de madera sobresaliendo como una nariz. El profesor de dibujo retiró el punzón y por fin brotó la sangre. Extrañamente, fue Andy Hudec, y no el herido, el que se puso pálido y empezó a largar espuma blanca por la boca. Cayó de rodillas y luego se desplomó por completo, como un charco de agua en medio de la sala de dibujo. Después del incidente, el director nos ordenó que dejáramos tranquilo a Hudec. Es un chico especial, dijo.

Hay que reconocer que lo de mi oreja era una tentación. Yo también me hubiera golpeado de haber tenido la posibilidad. No tenía un minuto de respiro. De repente, sentía el ardor del azote. Alguien se me había acercado por la espalda y había descargado el latigazo de su dedo, el índice o el mayor, contra el lóbulo de mi oreja izquierda. El dolor me hacía cerrar los ojos y, cuando me daba vuelta, veía a cinco chicos, en semi- círculo, mostrando las palmas de las manos, diciendo yo no fui. Al ratito volvía a pasar, una y otra vez —en la clase, en el auditorio, en el recreo, en el micro que nos llevaba al campo de deportes— y la bolita crecía con cada golpe, dilatándose, tomando color, colgando pesadamente dentro del saco de piel de mi lóbulo iz- quierdo. No podía hacer nada al respecto. Después del golpe, me daba vuelta y veía los cinco pares de manos, con las palmas abiertas, reclamando inocencia.

No podía pegarles a todos. Era un método perfecto, la cadena de violencia. Una vez intenté actuar. Sentí un golpe de potencia mediana. Cuando me di vuelta distinguí en la ronda a Pablo Lemos, un chico de labio leporino que solía estar bien por debajo en la cadena de violencia. Sonreía, mostrando las manos junto con otros cuatro. Me acerqué a Pablo y le di una piña en la boca. Me lastimé los nudillos contra sus dientes pero conseguí cortarle los labios. Logré desviar la atención por un rato, mientras duró la sangre roja contra las baldosas blancas del patio. Pero al cabo de un par de horas, durante la misa, volví a sentir el zumbido del golpe en la oreja, un latigazo tremendo, y aquella vez ni siquiera me molesté en darme vuelta.

Una tarde, a la salida del colegio, Andy Hudec, que jamás había demostrado deseo por nada, me pidió si lo dejaba tocar. Nos alejamos unas cuadras y le di permiso. Se quedó con su mano en mi oreja, moviendo los dedos en sentido circular, masajeando, con los ojos cerrados y una expresión de placer que le ablandaba la boca y los párpados. Yo también cerré los ojos y de inmediato sentí un latido dentro del lóbulo, como si la bolita hubiera desarrollado un pequeñísimo corazón. Andy también lo sintió. Dejó de mover los dedos y se quedó quieto, encerrando el pulso entre el índice y el pulgar. Es imposible saber cuánto tiempo estuvimos así. El momento se quebró cuando mi madre tocó bocina. Nos despertamos de una siesta profunda. Volví a escuchar la bocina.

Saqué la mano de Andy, corrí hasta el auto y me subí en el asiento de atrás. El latido había cesado.

 

Con la llegada del invierno, la piel de Andy, que por lo general era blanca, tomaba un color amarillo-verdoso, una mancha de humedad trepando por las paredes. En julio, una semana antes de las vacaciones, Andy empezó a faltar a clase. Dijeron que se había vuelto loco, que estaba en un hospital psiquiátrico, que tenía leucemia, los pulmones llenos de agua, que por fin se iba a morir. Para ese entonces, la bolita había dejado de ser una novedad para mis compañeros. Seguía recibiendo algún golpe de vez en cuando pero ya no producía el mismo clamor. La aparición de nuevos defectos y anomalías hizo que mi oreja pasara a segundo plano. Además, me había dejado el pelo largo hasta el cuello del blazer, y si bien esto no impedía el latigazo, lo amortiguaba bastante.

Apenas empezaron las vacaciones de invierno, una tarde, el padre de Andy llamó a mi casa por teléfono. Le dijo a mi madre que su hijo estaba enfermo y que necesitaba verme. La invitación la tomó por sorpresa y, aunque no le hacía ninguna gracia, no tuvo la velocidad mental como para inventar una excusa ni la sangre fría para decir que no. Escuché la conversación, entendiendo a medias, y sentí un extraño placer cuando mi madre me dijo que me abrigara porque me iba a llevar a la casa de los Hudec.

—¿A dormir? — le pregunté.

—Por Dios, no. Te voy a buscar después de la cena, Vida.

Me subí al auto en el asiento de atrás y me acosté mirando el techo. Había visto al Señor Hudec una sola vez, en un acto de fin de año. Era un hombre alto y desgarbado, con un bigote que le cubría casi todo el ancho de la cara. Si se hiciera una película sobre su vida, pienso que Christopher Walken sería la primera opción, o quizá John Hurt. Era profesor de biología en un colegio público y tocaba el violín en la orquesta municipal. Mi madre aseguraba que era un tipo raro. Padre e hijo vivían solos en un caserón en el barrio de Coghland. La Señora Hudec había hecho la palabra con S. Así lo decía mi madre: la palabra con S. Dicen que fue Andy el que la encontró, un par de años atrás, colgando de la viga de roble del comedor. Una mujer pálida y huesuda, el cuello quebrado a la altura de la soga, el pelo largo y ondulado, cubriéndole la cara. Entra una brisa y el cuerpo se mueve, hace crujir el trenzado de la soga. Gira lentamente, hasta completar la vuelta. Es muy parecida a su hijo, y también a su marido. La Señora Hudec tiene la boca abierta, la boca de Andy, deformada por un grito que no llegó a salir.

—No te toques la oreja, Vida —dijo mi madre.

—No me estaba tocando. Mi madre me miró por el espejo retrovisor.

—No sabía que era tu amigo —me dijo.

—¿Quién?

—¿Quién va a ser?

Llegamos a la puerta de la casa pero mi madre no detuvo el motor. Se quedó sentada con las manos sobre el volante, en completo silencio. La miré por el espejo retrovisor: era una mujer cansada, sin brillo en los ojos. El Señor Hudec golpeó suavemente la ventanilla del conductor.

—¿Estaban perdidos? —preguntó, mostrando unos dientes largos y amarillos.

Mi madre bajó del auto y lo saludó con un apretón de manos. Abrió la puerta de atrás y comprobé que tuviera el ventolín en el bolsillo de la campera. Bajé del auto y el Señor Hudec me estiró su mano nudosa. Mi madre observó el apretón. No se metió en el auto. Se quedó parada, con la puerta abierta, la cabeza asomando apenas por encima del techo de metal.

—Cualquier cosa me llamás, Vida.

Escuché su voz a nuestras espaldas, cuando ya subíamos las escaleras de cemento hacia la puerta principal. El Señor Hudec me doblaba en altura y caminaba levemente inclinado hacia adelante. Me echó su brazo por encima, apoyando la palma de la mano sobre mi hombro. Tenía las uñas largas y gruesas, pero a la vez cuidadas, como uñas de mujer. Giré un poco la cabeza y la mano quedó a un centímetro de mi boca. Parecía la garra limpia y tensa de un pájaro.

 

Al entrar a la casa de los Hudec sentí a la vez alivio y decepción. No había una viga de roble en el techo del comedor. Había un candelabro dorado, es cierto, pero su estructura era incapaz de sostener el peso de un cuerpo, ni siquiera el de una mujer magra y huesuda. Subimos al primer piso por una escalera de mármol blanco. Los escalones eran profundos y al Señor Hudec le costaba subir. Sus piernas flaqueaban a la hora de dar impulso. Sacó la mano de mi hombro; la usó para agarrarse de la baranda y subir de costado. Andy no estaba postrado en la cama, no tenía una máscara de oxígeno, ni tubos conectados a su cuerpo a través de la fina piel de las muñecas. Lo encontramos sentado en el piso, jovial, sacando de una caja los instrumentos de un juego de química. Tenía un tubo de ensayo en una mano y un sobre con un polvillo dorado en la otra. No había estufa a la vista, pero hacía un calor asfixiante. Andy me saludó con una sonrisa. Nunca lo vi tan saludable como en ese momento, bajo la luz potente y amarilla de su cuarto.

—Ese juego era mío. Ya no los hacen así —dijo el Señor Hudec y se fue cerrando la puerta.

Era un juego de química muy completo, hecho en Alemania. Incluía un mechero, querosén, una especie de bisturí, azufre, cientos de cosas. Hicimos pólvora. Andy me hizo prometer que no le diría a nadie la fórmula. Se notaba que conocía el procedimiento. Me fue explicando todo mientras separaba, pesaba, machacaba y mezclaba los distintos ingredientes. Me contó la historia de la pólvora, de la que no recuerdo casi nada, salvo que era fascinante y que sucedía en China hacía mucho tiempo. Hicimos pólvora negra y con eso fabricamos una bomba casera con un hilo embebido en alcohol como mecha. Más de una hora estuvimos para completar esa modesta aventura. Cuando salimos de la habitación, Andy se cruzó los labios con el índice para que no hiciera ruido. El Señor Hudec estaba sentado en un alto sillón de terciopelo azul marino, leyendo. Le podíamos ver las manos, el libro y buena parte del perfil.

—Hay que esperar a que se duerma —me dijo Andy en un susurro, mostrándome la bomba en la palma de la mano.

Esperamos un rato, en silencio, acostados uno al lado del otro, con el pecho apretado contra el frío mármol de la escalera. Me pregunté cuál podía ser el plan de Andy. Llevé mis dedos al lóbulo de mi oreja izquierda. La porquería estaba ahí, dura, redonda, del tamaño de una semilla de cereza. Andy no lo notó. Me fijé si me estaba mirando pero él tenía la vista fija en el sillón de su padre. Cuando el libro se escapó de las manos del Señor Hudec y cayó mudo sobre la alfombra de corderito, Andy me codeó y empezamos a bajar en puntas de pie. El Señor Hudec dormía con la boca abierta. La lengua, blanca y seca, se apoyaba en el labio inferior. Cruzamos el comedor, por detrás del sillón de terciopelo azul marino, hasta llegar a una puerta de metal. Andy la abrió y salimos al jardín. Ya era de noche. Andy me guió, haciendo luz con un encendedor. Me mostró, acercando la llama al suelo, el prolijo montículo de tierra de un hormiguero. La bomba calzó perfectamente en la boca de agujero. Andy acomodó la mecha hacia fuera y me pasó el encendedor. Me toqué la oreja. Le di fuego, corrimos cinco metros hasta un árbol y nos echamos cuerpo a tierra. La bomba explotó esparciendo tierra y hormigas por todo el jardín. Algunas hormigas llegaron hasta nuestro refugio. Estaban vivas. Parecían desorientadas, caminaban en círculos, pero movían las patas con agilidad. Las alumbré con la llama del encendedor. No había secuelas físicas aparentes, y si las había mentales era difícil saber. Una cargó sobre el lomo un pedacito de hoja verde. Era una hormiga potente, con la cola redonda y lustrosa, grande como la porquería de mi oreja izquierda cuando tiene el tamaño de una semilla de naranja. Sentí un ruido, un gorgojeo que me alejó del maravilloso mundo de las hormigas. Andy estaba hecho un ovillo, de costado. Tenía las rodillas contra el pecho y los ojos en blanco. Un hilo de espuma le chorreaba por la boca. Lo sacudí, pero no tenía reacción.

El Señor Hudec llegó a las corridas y arrastramos a Andy hasta el comedor.

—Necesita calor —dijo el Señor Hudec.

Encendió el fuego del hogar a leña y envolvió a Andy en una manta espesa. Preparó un té con miel y cardamomo. Al cabo de una hora, Andy empezó a recuperarse. Estaba sentado en el sillón de terciopelo azul marino, convaleciendo en silencio, dando pequeños sorbos al té, con la mirada perdida en el amarillo y rojo del fuego.

El Señor Hudec fue hasta su estudio y volvió con un estuche grande y negro como un ataúd.

—Esto es un contrabajo —me dijo, sacando el instrumento que, por su forma y barniz, me hizo acordar a la hormiga que había sobrevivido a la explosión y había cargado un pedacito de hoja verde sobre su lomo.

—Antes tocábamos los tres. Andy y yo tocábamos el violín, y Sara… —dejó la frase por la mitad, pasando la palma de la mano por las curvas del contrabajo.

Andy seguía mirando el fuego. Seguramente le llegaba la voz de su padre, porque el Señor Hudec estaba hablando para ser escuchado, pero su expresión no mostraba ningún cambio ante el avance de las palabras. Y tampoco se movió cuando empezaron a sonar las primeras notas del contrabajo.

—Te voy a enseñar algo —me dijo el Señor Hudec.

Me ubicó entre él y el instrumento, en una fila los tres. El cuerpo del contrabajo terminaba exactamente a la altura de mi nariz. Por detrás, el Señor Hudec se prolongaba hacia arriba hasta casi tocar el techo. Tomó mi mano y ubicó mi dedo índice para que presionara la primera cuerda. La hizo sonar y salió un sonido grave. Fue modificando la posición de mis dedos, produciendo distintos sonidos.

—¿Querés que te enseñe la nota más grave del mundo? —me dijo el Señor Hudec.

Me quedé sin habla. Andy seguía sin moverse. Parecía dormido, o al menos tenía los ojos cerrados.

—¿Querés que te enseñe la nota más grave del mundo? —volvió a preguntar, y ante mi reiterado silencio, apoyó su mano sobre mi hombro y me hizo agachar, doblando la resistencia de mis rodillas.

—Acercá la oreja a la caja —me dijo, y le hice caso.

El Señor Hudec acomodó los dedos e hizo sonar la nota más grave del mundo. La nota quedó atrapada, rebotando entre las paredes de mi oreja. Luego la sentí en todo el cuerpo, avanzando, como un burbujeo. La hizo sonar, una y otra vez, la nota más grave del mundo. Llevé mis dedos a la oreja. Cerré los ojos y pensé que la porquería podía llegar a latir. Cuando los volví a abrir noté que el Señor Hudec tenía la mirada fija en mi oreja izquierda. Hacía sonar la nota cada vez con más fuerza, como si fuera consciente del efecto que estaba causando, cada vez más grave, con mayor intensidad.

El teléfono empezó a sonar. Era un chirrido estridente, imposible de ignorar.

—Es para vos —dijo el Señor Hudec, sin sacar las manos del contrabajo.

Levanté el tubo y escuché la voz de mi madre.

—¿Estás bien?

—Sí —respondí, luego de un par de segundos.

—Te voy a buscar en una hora —me dijo.

Miré mi reloj Casio G-Shock digital: eran las ocho y media.

—¿Un poco más tarde no puede ser?

—En una hora, Vida. Y acordate que tenés el ventolín en el bolsillo de la campera.

Para cuando corté, el Señor Hudec ya había guardado el contrabajo en ese estuche grande y negro como un ataúd, y volvió a llevarlo al estudio.

 

Ahora sí Andy estaba profundamente dormido. Respiraba de manera rítmica y sonora, inflando y desinflando la endeble estructura del pecho. El Señor Hudec demoraba en volver. Fui hasta la puerta del estudio y miré por la cerradura. El Señor Hudec acostó el estuche del contrabajo sobre el cuerpo de un sofá de tres plazas. Luego se detuvo en el medio de la habitación, y se quedó mirando hacia arriba, con la cabeza quebrada hacia atrás. ¿Qué estaba mirando? No lo podía saber, porque el agujero de la cerradura solo permitía una visión horizontal, y el cielo raso quedaba bien por fuera de mi alcance. Pero el Señor Hudec movía los labios en silencio, murmurando una oración como a veces hacen los curas durante la misa, y de inmediato tuve la certeza de que allí, en el estudio, se encontraba la viga de roble que había permitido que la mamá de Andy hiciera la palabra con S. Sentí un ruido, un chasquido que provenía del fuego o de la garganta de Andy, y me alejé de la cerradura. Al cabo de un minuto, el Señor Hudec volvió. No dijo nada y se quedó mirando el fuego. Tenía los ojos hinchados, y se los frotaba como hacía yo cuando había llorado y no quería que mi madre lo supiera. Luego miró a su hijo. Los dos lo miramos dormir. Pensé que iba a decirme algo, abrió la boca como para hacerlo, pero no llegó a emitir ningún sonido. Se guardó las palabras e intentó levantar a Andy del sillón sin despertarlo. Tambaleó y se puso serio, era la cara de un padre que reconoce que ya no puede cargar a su hijo en brazos. Lo ayudé, apuntalando mi hombro debajo de la espalda de Andy.

Llegamos al pie de la escalera, y alcanzó el primer peldaño para darnos cuenta de que era una tarea imposible.

—Por acá —dijo el Señor Hudec en un susurro, y me guió por un pasillo curvo y oscuro como el estuche de un sable.

Llegamos a una habitación de servicio, sin más muebles que una cama de cuchetas y un ropero repleto de colchas y toallas viejas. Otra vez sentí el calor. Una cosa húmeda y opresiva. No salía de una estufa, o algún otro artefacto. Parecía provenir del piso y las paredes. El Señor Hudec acostó a su hijo en la cama de abajo, con cuidado, como había hecho en el contrabajo, y lo cubrió con un par de mantas.

—Andy necesita dormir —dijo—. Hacele compañía hasta que venga tu madre. No quería quedarme en ese cuarto pero no dije nada. Me quedé parado y llevé mi mano hasta mi oreja izquierda. Me quedé mirando el marco de la puerta mientras escuchaba cómo el Señor Hudec abría las puertas del ropero. Sentí la mano otra vez, áspera, sobre mi hombro, rozando la piel desnuda de mi cuello, guiándome hasta el pie de la cama.

—Andy te necesita —dijo el Señor Hudec—. Por favor —agregó.

Era una cama como la de los barcos de guerra, una planchada encima de la otra, separadas apenas por medio metro. El tamaño del mueble —apenas podía contener el largo de mi cuerpo— le daba un aspecto lúdico y macabro. El Señor Hudec me ayudó a subir a la cama de arriba y me tapó con la colcha vieja que había sacado del ropero. No cerró la puerta pero, cuando apagó la luz del pasillo, la habitación quedó sumergida en una oscuridad perfecta y de inmediato pensé en la Señora Hudec y en la palabra con S. ¿Quién dijo que la habían encontrado colgando de una viga de roble? ¿Quién dijo que el propio Andy la había encontrado, con el corazón aún latiendo, unos segundos nomás? Tiene que haber sido mi madre. O alguno de los compañeros de colegio, un eslabón más dentro de la cadena de violencia.

La ardua respiración de Andy me llegaba desde la cama de abajo. Sentí calor, el intenso calor que ahora parecía provenir del aliento de Andy, como si un amasijo de brasas le ardiera en el estómago. Hice un bollo con la manta y la dejé a mis pies. Me di vuelta y miré hacia la cama de abajo. No se veía nada, ni siquiera el contorno del cuerpo sobre el colchón. Apreté el botón superior izquierdo de mi reloj Casio G-Shock digital, pero la lucecita, por alguna razón, había dejado de funcionar. Dejé colgar mi brazo y seguí el rastro de la respiración hasta sentir el calor del aliento en la palma de la mano. Formé una cuenca con mis dedos y la acerqué a la boca de Andy, la acerqué hasta sentir que si avanzaba un milímetro más llegaría a cubrirle los labios. La respiración golpeaba contra mi mano. Se podía percibir la enfermedad en cada bocanada. Cerré la mano de golpe y sentí la peste atrapada entre mis dedos. Era algo tan palpable como un puñado de arena. Pensé que, de tragarme ese puñado, podía hacer lo mismo que la mamá de Andy. La enfermedad me daría una muerte inexplicable. Preocupación y desconsuelo. Nadie se daría cuenta, ni siquiera mi madre, que en realidad, al lamerme la palma de la mano, había hecho la palabra con S igual que la mamá de Andy. Esa idea me causó una discreta oleada de bienestar. Levanté el brazo y me acosté boca arriba en la cama, sin deshacer el puño. Con la otra mano me toqué la oreja: la bolita se encontraba modesta, retraída. La amasé entre los dedos. Ajusté el ritmo del masaje a la respiración de Andy. Luego sincronicé mi propia respiración. Las tres cosas pasaban a la vez, de manera continua, y me quedé dormido. Me desperté al sentir un crujido en la madera de la cama. Pensé que estaba soñando pero al segundo lo volví a sentir.

—¿Andy? —dije, pero no hubo respuesta.

Yo estaba boca arriba. En el sueño había abierto el puño. Sentí el roce de la colcha contra el mentón. Tardé en darme cuenta de que mi cuerpo estaba completamente cubierto, sepultado bajo el dominante peso del abrigo. Ya no podía sentir la respiración de Andy. Tampoco podía ver. La información sobre el mundo exterior, lo que sucedía por fuera de mi cabeza, me llegaba solo a través del tacto: la espalda contra el colchón, la nuca sobre el borde imperfecto de la almohada.

Sentí que el borde del colchón se hundió, a la altura de mi cabeza, de golpe, como si alguien hubiera tomado asiento en ese lugar. Era algo real, pesado, porque mi cuerpo se inclinó hacia ese lado a causa del desnivel. Me mantuve rígido, con los brazos a los costados y los puños crispados.

—¿Andy? —volví a decir.

No hubo respuesta pero sentí que algo me corría el pelo por detrás de la oreja y luego sentí el tacto de unos dedos en el lóbulo de mi oreja izquierda. El masaje, suave, en círculos. Era una mano sedosa, la piel fina y leve como la pancita de un cachorro. Me fui aflojando. Estaba pesado, podía sentir el sostén del colchón en los omóplatos, la espalda, la cintura, las piernas, los talones. De pronto empezó a latir. Al principio era un latido lento y reposado, como el que había sentido antes, pero el ritmo fue aumentando hasta volverse frenético. Ya no podía sentir los dedos en la oreja, solo el latido, creciendo, hasta que de golpe, con una silenciosa explosión, se detuvo por completo. Por unos segundos no sentí absolutamente nada. Ni dolor ni el aroma dulzón de la sangre.

Luego, sí, unos dedos ásperos, afilados, abrieron mis labios y empujaron una porquería en el interior de mi boca. La sentí atorada en mi garganta, raspando, como cuando uno se traga por error un caramelo, un Halls de eucalipto recién empezado, pero un poco más cálido. Los ojos se me llenaron de lágrimas por el ardor del ahogo, hasta que por fin mi tráquea cedió, los músculos de la garganta se aflojaron, y la porquería siguió su camino hacia abajo.

Artículos relacionados

Jueves 17 de marzo de 2016
El último reflejo de la tarde

Una mujer al volante en la ruta, dos nenas y una parada en una estación de servicio. Compartimos uno de los siete relatos de Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita Editora).

Un cuento de Alejandra Zina
Martes 10 de mayo de 2016
Comelo

Con Chaco for ever (Edhasa), que reúne relatos publicados e inéditos, el autor de El cielo con las manos regresa al relato breve. Aquí, una historia donde el horror aparece con una lenta violencia inimputable. 

Un cuento de Mempo Giardinelli
Martes 17 de mayo de 2016
La intemperie

En este viernes de ficción, uno de los relatos del libro Principio de fuga (Notanpüan), que acaba de salir. Una ruta, una hija, un padre, y todo lo que se destruye mientras se respetan las paralelas amarillas.

Un cuento de Francisco Cascallares
Lunes 13 de junio de 2016
Toda clase de cosas posibles
Uno de los relatos que componen el primer libro de la autora, nacida en Buenos Aires en 1971, publicado por la editorial chaqueña Mulita.
Virginia Feinmann
Jueves 10 de marzo de 2016
Guapo
Con el cuento que aquí presentamos, Mauro De Angelis obtuvo el segundo premio en el concurso del cuento digital de la Fundación Itaú. Está incluido en Via Crucis (Letra Sudaca), su primer libro, de próxima aparición.
Violencia, sexo y leyenda barrial
Viernes 15 de julio de 2016
La 17

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Un cuento de Guillermo Saccomanno
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar