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Ficción argentina

Un crimen sin recompensa

Un cuento de Ezequiel Martínez Estrada

"He prometido contar alguna vez por qué abandoné mi profesión, y debo cumplir la promesa antes de embarcarme", así arranca este cuento de Martínez Estrada. Forma parte del tomo de su obra completa en el género, tomado de la Serie del recienvenido, dirigida por Ricardo Piglia, del Fondo de Cultura Económica.

Por Ezequiel Martínez Estrada.

He prometido contar alguna vez por qué abandoné mi profesión, y debo cumplir la promesa antes de embarcarme para Francia. A este respecto, solo he de decir, incidentalmente, por deber de conciencia profesional y moral, que no asistí en calidad de médico al herido antes de que falleciera, por dos razones: porque no era mi obligación conforme al Reglamento de Asistencia Social entonces vigente, y porque estaba de más ser médico para dar cuenta, al sonar el segundo disparo, de que el infeliz caía muerto, irremediablemente muerto.

De los papeles sobre el crimen que pude consultar, por mera curiosidad, en el asilo donde la familia internó al autor alegando que había perdido el juicio, resulta una versión muy distinta de la que dio la policía, pues parece indiscutible que la víctima era agente secreto de la misma y no solamente guarda del ómnibus, como lo creyeron todos. Ni tampoco eso es cierto, ni es cierto que el victimario esté o haya estado loco. En su juventud fue domador de caballos, y hasta dos meses antes de la fecha del extraño suceso que contaré, visitador médico. Como fui espectador, puedo asegurar que el microclima reinante dentro del ómnibus desde el instante de ponerse en marcha permitía presentir algún incidente grave, y que esta opinión del médico forense, agregada al sumario, fue reemplazada por una copia del informe de la Oficina Meteorológica. Ahí está falseada la temperatura de ese día.

El ómnibus hacía viajes entre Bolivarcué y Chañailacó; como se sabe, esta última, capital del Estado de Calcutará. Por tratarse de un recorrido muy extenso, los coches estaban equipados con toda clase de comodidades: toilette, servicio de bar, bombonería y peluquería. Todo reducido, se entiende, pero con suficiente espacio para atender en cada caso las necesidades y el capricho de los clientes. Pues muchísimos de ellos subían al ómnibus sin afeitarse o sin desayunar o sin abastecerse de cigarrillos, para hacerlo en el trayecto, con lo que atemperaban el hastío de ocho horas y media de vigilia letárgica y la monotonía del recorrido atravesando un páramo, el Páramo Silente, que cubre veinticinco mil kilómetros cuadrados del territorio federal. Entre Bolivarcué y Chañailacó median quinientos cincuenta y dos kilómetros de carretera asfaltada sin otra población que Seis Cuervos, ciudad minera. En esa ruta rara vez ocurren accidentes, a pesar de que la monotonía de tantos kilómetros iguales por todas partes adormila a los conductores inexpertos, que enervados echan el coche a la cuneta o embisten al que avanza en sentido contrario. El personal de la empresa era peritísimo, nombrado por concurso, y con primas sobre los sueldos, mayores que los de otras empresas, sobre cada cincuenta mil kilómetros de recorrido sin accidentes. Iba siempre en cada coche un médico-mecánico para casos imprevistos, y el día del que cuento, imprevisto hasta cierto punto, faltó. Esto dio pie a que se me acusara de no prestar asistencia al herido, sosteniéndose por el fiscal de Estado que tenía esa obligación, en su ausencia. Aquel fiscal mintió. Motivo desastroso para cualquier profesional. Pues el litigio con los poderes públicos —azuzados por la empresa— fue la causa de mi retiro de la profesión, como del de un centenar de colegas. Debo advertir que esa disposición fue derogada por escasez de médicos, a la caída del gobierno provisional revolucionario que se mantuvo en el poder veinticinco años. Quien litigaba con el Estado, ganara o no el pleito, tenía que rendir nuevos exámenes de las diez materias más engorrosas y someterse a otras arbitrariedades por el estilo. Lo que equivalía lisa y llanamente a revalidar el título. Lo abandoné.

El viaje era seguro: se metía uno en el coche, empezaba este a rodar, suave, lentamente, e iba aumentando de velocidad hasta el vértigo. Alcanzaba entre ciento diez y ciento veinte kilómetros, más para economizar combustible que para complacer a los amantes de las emociones fuertes. Los coches tenían capacidad para cincuenta y seis pasajeros, señorialmente instalados, y un ancho pasillo permitía desentumecer los músculos. Llevaba sillones pullman, refrigeración, aire acondicionado, radio, extractor y las comodidades que ya señalé. No obstante, como lo denunciaron el abogado y el médico defensores del victimario, precisamente tal exceso de comodidades, en un viaje tan largo y monótono, acrecentaba la nerviosidad del pasaje y le encendía estados angustiosos, ambivalentes, por querer y no querer a un tiempo llegar pronto. Además, una salita de té muy chica, de ochenta por ochenta centímetros cuadrados, permitía escenas de amor circunstancial, muy frecuentes, que exasperaban a ciertas damas. Hubieran podido dormir o dormitar, a no ser por la radio que, sin tregua y con voz estrepitosa, pasaba noticias oficiales de los sucesos locales e internacionales, adecuados a la guerra de nervios declarada por el gobierno federal, anticipados por la oficina de prensa e información documental. El nuevo gobierno revolucionario tenía interés en uniformar y filtrar las informaciones; y así, por ejemplo, los ciudadanos ignoraban, aún en 1954, que hubo guerra civil en España y que la subsiguiente mundial de 1939, “que duró dos años”, había sido declarada empate. Amenizaban las noticias intermitentes números humorísticos y de música folklórica.

No era esa la primera vez que, en un día caluroso —el informe policial declaraba treinta y seis grados a la sombra—, el pasaje entraba en cierto grado de desazón que se manifestaba ya por una cortesía excesiva, ya por indirectas de cariz político, ya por actos insólitos de desahogo de sentimientos reprimidos. En cierta ocasión, hace mucho, rompieron todos los vidrios, todos los artefactos, excepto la radio, pretextando la falta de baño en el retrete. El Tribunal de Actos Atentatorios contra Bienes Patrimoniales y Seguridad del Estado era severísimo; y cuando ocurrían excesos de tal naturaleza, penados con prisión y multa o con mutilación de la nariz y las orejas, era porque algún agente extraño —manchas solares, corrientes magnéticas o polares, etc.— intervenía. Se recordará que, en países donde es frecuente lo que en el lenguaje técnico llamamos “astenias depresivas por complejos E 255 de contagio” —Norteamérica, Suecia, Italia, etc.—, casos como el que estoy por relatar se consideran accidentes típicos del transporte colectivo de personas en climas o con temperaturas tropicales. Hay abundante jurisprudencia al respecto; pero como los fallos del Tribunal de Actos Atentatorios pasan en casación al de la empresa, que es de jurisdicción de las Naciones Unidas, los pleitos duran más de lo que viven los litigantes.

Esa mañana era asfixiante, de calor húmedo y depresivo, presión barométrica máxima y calor de cuarenta grados a la sombra —esta es la verdad—. Todos los asientos estaban ocupados por pasajeros de diferente edad, entremezclándose los profesores universitarios que residían en una ciudad y dictaban cátedra en otra. Este ómnibus, el de las ocho y cincuenta los lunes y viernes, días de los profesores, aumentaba la velocidad media de setenta y cinco y setenta y ocho kilómetros a ciento diez y ciento veinte en algunos trechos. Había pasajeros de toda condición y conducta, y era sensible la división entre la población humilde e ignorante y la docta y señorial, por el porte y el atavío. Además porque unos no exhibían boleto ni abono, y los otros sí; limitábase a comunicar al guarda el número que podía ser imaginario, porque no se llevaba control. Iba ese día entre la gente heterogénea un prófugo, temible asaltante y asesino que se había escapado de la cárcel la noche anterior. Se dio la noticia por radio, se previno a la población que estuviera alerta y se ofreció una recompensa de diez mil mariscales al que lo entregara, vivo o muerto. Como todo el mundo permanecía inmóvil en su asiento y observaba sociable compostura, les fue imposible al guarda y al peluquero advertir el más leve indicio de quién de ellos pudiera ser el prófugo. Esa circunstancia bien conocida y el temor unánime inquietaban a todos. Las sospechas, cualesquiera que fuesen, podían considerarse igualmente infundadas o razonables, descartándose cualquier otra posibilidad de que el prófugo pudiera huir en trenes o autos particulares, ni esconderse en escondrijo alguno de la ciudad. La policía estaba atareada en el allanamiento de domicilios ordenado con motivo de dicho insólito acontecimiento. En los trenes viajaban siempre brigadas de detectives; los hoteles y hospedajes importantes contaban con personal supernumerario de investigaciones y no quedaba al reo otro escape que los ómnibus de larga distancia. La única empresa que atendía el transporte de pasajeros entre Bolivarcué y Chañailacó era esa, llamada El Águila Bicéfala. Acosado, cercado, ¿qué otra escapatoria podía imaginar ni tener el prófugo? De ahí la inquietud general en el pasaje, sobreexcitado ese día por condiciones atmosféricas adversas y por noticias radiotelefónicas desalentadoras, sobre una posible rebaja general de sueldos en el personal civil de la administración pública. Habría sido aparentemente simple requisar los ómnibus, ese y los otros ocho subsiguientes, una vez ocupados los asientos y hecho el control por el guarda, resultara negativo o no; pero pertenecía a una empresa extranjera con sede en la Capital Federal, acordándole las leyes el privilegio de asilo por esa circunstancia. Para decirlo de una vez, las autoridades que derrocaron por una revolución a las últimas autoridades constitucionales, que se adueñaron del poder durante veinticinco años, estaban a las órdenes de un consorcio internacional. De él dependía la empresa, que asimismo explotaba todos los servicios públicos, las industrias del petróleo, del cobre y del uranio —en Seis Cuervos—, la papa, el camote y el algodón. Era extraño que se acogiera al derecho de asilo algún forajido sin que encontrara protección, dado que la empresa, muy desprestigiada, necesitaba popularidad. El actual gobierno provisional, compuesto en realidad por funcionarios del Ministerio de Estado de otro país americano, estaba representado, en el cabal sentido de la palabra, por elementos heteróclitos de la política, la docencia, la judicatura, la curia y el ejército motorizado. Estos gobernantes, a quienes llamaban “los postizos”, estaban subvencionados por el consorcio del cual dependía El Águila Bicéfala, y como todo el mundo conocía el truco no se hablaba de ello. Se lo consideraba, además, como fenómeno natural en la historia del país, cuya independencia acusaba ya un fraude inicial de los más estupendos. Pero esto nada tiene que ver, o tiene que ver solo indirectamente con mi relato.

Repito que era absolutamente seguro que el prófugo se hallara cómodamente sentado en un sillón pullman, y hasta que pudiera ser uno de los que sacaron ticket para la peluquería. De no haber tantos pasajeros con la barba sin rasurar, habría sido relativamente fácil individualizar al evadido; mas ese día, como a propósito, todo el mundo parecía haberse concitado para afeitarse en el trayecto. Hasta los adolescentes y las mujeres tenían en las mejillas y en el labio superior una tenue y delicada pelusa. Bozo como tamo de seda que les quedaba muy bien por la mañana. A nadie se le ocurrió que el prófugo fuera el peor entrazado y, por otra parte, no podía decirse de nadie que tuviera tal aspecto. Sin el vestuario de moda de los profesores, ninguno acusaba ser de clase económica inferior a ellos. En cuanto a que se hubiera vestido de mujer, resultaba absurdo. Se habían dado casos, no obstante, de que los prófugos despistaran a sagaces detectives, disfrazados de militares y de sacerdotes, a los que no se atrevían a revisar con el indispensable pormenor, palpándolos, metiéndoles las manos entre las ropas o inquiriendo si llevaban uñas pintadas o pantalón de presidiarios; todo debido al respeto que el pueblo tenía a las investiduras patricias. Peluquero y guarda-confitero recorrían una y otra vez, alternativamente, el coche, con disimulada curiosidad.

El ómnibus partió a las ocho y cincuenta en punto —creo haberlo dicho—, e inmediatamente comenzó a funcionar la radio recomendando a los habitantes del país que mantuviesen el orden, pues en fecha próxima se llamaría a asamblea para reformar la Constitución como el año anterior. Del prófugo, ni una palabra. “Para no desprestigiar a las autoridades de la cárcel”, pensaron todos. Ya se sabía el premio que se ofrecía por él, vivo o muerto. Cuando pasaron el número de varietés, algunos corearon el chamamé que estaba de moda, “Ando buscándote”. Reinaba un ambiente jovial y tenso.

El día reverberaba en la soflama vibrante del páramo. El ómnibus deslizábase suavemente, y la agitación en los espíritus crecía como una marea sofocada. Contrastaba con la atmósfera hasta entonces fresca del coche el acaloramiento general de las mejillas, ruborizadas de angustia y ansiedad en completa pasibilidad, y solo se levantaban las personas cuyo número voceaba el peluquero, quien también atendía el salón de té. Tampoco las escenas que ocurrieron más adelante llamaron la atención porque eran habituales, sin el énfasis, claro, que ahora les daba la nerviosidad; escenas casi domésticas, pues por la duración del viaje y el enclaustramiento, pronto imperaba entre los pasajeros un tono de familiaridad. Por lo común, la única expectativa era que reventara un neumático o que se atravesara en la ruta un caballo o una vaca, o que alguna mujer se desmayara para llamar la atención. El sofoco de los días tórridos justificaba los deliquios. Una embestida de frente era prácticamente imposible a la mañana.

Había interés en localizar al prófugo, le repito, si es que viajaba en el ómnibus, y una hora por lo menos se empleó en los prolegómenos de cavilar un procedimiento para examinar las caras y las manos de los adultos sin exponerse a una reacción contundente. El conductor anunció con voz estentórea que no se detendría en las paradas donde los pasajeros habitualmente hacían sus menesteres íntimos.

Aunque los pasajeros permanecían quietos, la curiosidad los desasosegaba y la intención unánime era levantarse, con cualquier pretexto, recoger los asientos y examinar de cerca, distraídamente, los rostros. El fugitivo debía tener rasgos que lo diferenciaran del resto del pasaje —de la humanidad acaso—, pues se trataba de un célebre asaltante, capturado seis años atrás, que tenía en su prontuario tres muertes y no menos de cincuenta atracos con lesiones graves. Nadie se atrevía, sin embargo, a levantarse, y si alguien determinaba o vencía su indecisión y timidez, si estaba sentado en pullman delantero se dirigía al pequeñísimo puesto de bombones o a la peluquería, simplemente para inspeccionar, o al parabrisas para examinarlo, junto al chófer, si estaba instalado en pullman trasero. El mismo estado de ánimo era el del barbero, y le fue menester emplear toda su voluntad para no decidirse a cerrar el negocio alegando que descansaría un rato, paseando por el pasillo del coche. No menos dominio de sí necesitó para no cortar la mejilla del cliente con la navaja que le temblaba en la mano. Ese día estaba sumamente nervioso, muchísimo más nervioso que de costumbre, lo cual es ya mucho decir. En cambio el guarda disimulaba su no menos excitación controlando sus nervios y apareciendo excesivamente tranquilo.

Uno que otro de los pasajeros, o mejor dicho, uno tras otro, lograban vencer su cohibición, y simulando hacer gimnasia o leer de más cerca algunos de los avisos comerciales, o bien haciendo paso de baile, avanzaban o retrocedían, siendo imposible descubrir, de no ser un avezado detective, quién pudiera ser el prófugo, ya que todos por igual ostentaban un rostro impasible, aunque hubiera en su interior la misma impaciencia.

El profesor de Psicología no pudo contenerse, pues lo impulsaba a la pesquisa su profesión, y seguro sin reservas de que el prófugo se encontraba allí, se levantó de su asiento, que era uno de los posteriores, se encaminó resueltamente al frente y emprendió el regreso observando serena y despaciosamente los rostros, o mejor dicho las fisonomías. Simulador de falsos estados de ánimo a que lo habían acostumbrado sus conversaciones inquisitivas con enfermos neuróticos, a quienes practicaba el psicoanálisis, recurrió a una de sus estratagemas clásicas de falsa naturalidad.

—Chicles, pastillas de menta, caramelos. ¿No desea probar la suerte con un billete de la que se juega mañana?

Rodaba el ómnibus por una carretera tan lisa y recta que el conductor podía volverse a cada rato para observar, intrigado y curioso, a los pasajeros cuya cabeza sobresalía del asiento. Una señora rubia y joven, sobrecargada de carnes, se levantó y se quitó la blusa y la pollera, doblándolas y colocándolas cuidadosamente en la percha de rejilla correspondiente a su asiento. Su actitud no tenía nada de anormal, porque, en efecto, el aire acondicionado se había tornado cálido, acaso por algún desperfecto del aparato de refrigeración o, lo que era más probable, por mal funcionamiento del extractor, que emitía un silbido fino y áspero como si se frotara un alambre oxidado. Estimulada por el decidido ejemplo de la dama adiposa, otra mujer algo más joven, regordeta y que parecía ser hermana o imitadora de la anterior, con el mismo desenfado y soltura —practicaba gimnasia sueca— se quitó la pollera debajo de la cual llevaba un pantalón corto, de franeleta de sport. Hizo flexiones, se quitó con rápido y resuelto ademán la blusa y, asiéndose del portamaletas, se columpió con agilidad de ardilla. A un observador perspicaz como el profesor de Psicología no pasaron inadvertidos los secretos impulsos reprimidos que llevaron a esas mujeres a actitudes tan extravagantes, agravadas sin duda por el estado de tensión nerviosa en que viajaban y por la presión barométrica. Inclusive el conductor, que seguía volviendo insistentemente la cabeza, estuvo tentado de detener el ómnibus con cualquier pretexto para observar uno por uno a los pasajeros y descubrir al prófugo. Contra su temperamento apático, estaba muy nervioso esa mañana.

El peluquero fue el único pesquisante aficionado —si se exceptúa al guarda, que lo era de oficio— que tuvo algún indicio certero de quién pudiera ser el prófugo, pero se abstuvo de decir una palabra. Temía que le arrebataran la presa. Descontando a los muchos pasajeros cuyas fisonomías le eran conocidas por viajar con frecuencia, o por haberlos atendido alguna vez en su cuchitril, uno, entre los mejor vestidos, tenía el pelo cortado por mano inexperta, de aprendiz o de oficial bisoño. De eso entendía como los profesores de sus ciencias. Otro detalle significativo no escapó a su perspicacia: ese caballero correctamente vestido estaba sin afeitar desde hacía dos días. Lo extraño es que vistiera como un profesor sin serlo, adoptando el mismo aire docente que los demás. Casi con certeza podía dar un grito de alarma o cortarle el pescuezo, silenciosamente, al individuo sospechoso, ya que la recompensa era por el prófugo vivo o muerto. Pero eso produciría un revuelo y seguramente varios pasajeros, en primer lugar el guarda y en segundo el profesor de Psicología, alegarían ser ellos los que hicieron el descubrimiento para quedarse con los diez mil mariscales. Detrás de él hizo su recorrida el pesquisante verdadero.

El guarda estaba mucho más convencido que el peluquero de que el caballero bien vestido, sin afeitar, era el prófugo. Pues además de todos los síntomas que pudo haber percibido su rival y competidor al precio de diez mil mariscales, al detenerse ante él unos segundos había advertido ya, al subir al ómnibus, que denotaba cierta inseguridad al andar, como de persona que ha perdido el hábito de caminar libremente durante largo tiempo. Le preguntó entonces, al ofrecerle la mano para ayudarlo a subir:

—¿Está usted convaleciente? ¿No hace gimnasia?

—Soy viajante de comercio —le respondió el pasajero—. Todos los días camino más de doscientas cuadras y me parece que hago bastante ejercicio. Es un calambre.

Peluquero y guarda estaban convencidos de haber descubierto al prófugo y desde ese momento no hablaron más, dedicándose cada cual a rumiar la forma de asegurarse la recompensa de diez mil mariscales. Uno de los pasajeros, anciano y vestido con traje de viyela a cuadros, con amable cortesía preguntó a uno de los pasajeros que hallábase absorbido en la lectura de una revista ilustrada:

—¿Usted, señor, no hace ejercicio?

—No, gracias.

—¿No se encuentra fuerte? ¿No acostumbra hacer footing?

—No, gracias.

Vueltos a sus lugares respectivos, en la culata del coche, el peluquero dijo sigilosamente al guarda, para cerciorarse también de si estaba sobre la buena pista:

—Me parece que está en la jaula.

—No hay que ser muy lince para saberlo, sobre todo para un peluquero que puede distinguir una barba de ocho días de otra de nueve.

Y, para asegurarse la presa, agregó:

—Si es que no estás viendo visiones por la angurria de los diez mil mariscales. A ver si todavía te liquidás a un inocente.

El peluquero reapareció pidiendo permiso, para pasar, a las personas que en uno u otro entretenimiento ocupaban el pasillo, invitándolas a concurrir a su salón de peluquería o al de té. Necesitaba reasegurarse. Usaba melifluas palabras y ceremoniosos ademanes de profesional cortesía. Uno tras otro, impacientes por adelantarse entre sí, los varones y las mujeres, remisos hasta ese instante, se aligeraron de ropas. Un adolescente muy esbelto, de tez curtida y bronceada de hacer ejercicios al sol, intentó quitarse los pantalones. Una reprobación general, con chistidos y exclamaciones pudibundas, lo obligó a explicar:

—Comprenderán, señoras y señores, que llevo short.

Efectivamente, lució un elegante short de fina tela carmesí, sujeto con un cinturón de gamuza, y una camisa de popelín con el emblema del club bordado en colores.

Con sorpresa, el peluquero vio que el pasajero sospechoso, que no había sacado ticket, se sentaba en la poltrona, diciéndole con tono gentil:

—Una sola pasada, suave.

—¿Cabello?

—No.

El peluquero estaba atónito, y mientras lo afeitaba muchas veces lo asaltó la intención de degollarlo, pues no solo la recompensa para quien entregara al prófugo, vivo o muerto, sino la certeza de que era él lo impulsaba. Se contuvo y recibió con mano trémula la propina pródiga que le dio el cliente. Al retornar este a su asiento, contempló al pasaje con aire de superioridad y exclamó:

—He advertido cierta nerviosidad en ustedes, señoras y caballeros. Debo informarles que esta mañana a las seis el prófugo ha sido capturado y que a estas horas ha de haber pasado ya a mejor vida.

Nadie le hizo caso.

Alrededor de cuatro horas llevábamos de viaje; jóvenes y adultos ya habían hecho sus ejercicios matinales, leído los diarios y escuchado las noticias del boletín oficial con música folklórica, cuando llegamos a la ciudad de Seis Cuervos, donde el ómnibus tenía parada de cincuenta y cinco minutos para que los pasajeros tomaran un refrigerio o almorzaran, y para que los mecánicos revisaran el motor y las ruedas. Todos habían descendido ya. Movíanse empujándose nerviosamente unos a otros, cuando detonaron cuatro estampidos, como si sucesivamente hubiesen reventado los neumáticos. Cundió un pánico cerval. Varias mujeres se desmayaron y el espanto arrancó de todas las gargantas un grito agudo. Guarda y peluquero disputaron acaloradamente con pocas y ofuscadas palabras por entregar a la policía al prófugo. Este se les escapó, aprovechando la confusión que produjo la reyerta; y entonces fue cuando el peluquero le disparó al guarda cuatro tiros en el pecho, a quemarropa.

De ese modo vine a encontrarme complicado en el incidente y tuve que abandonar mi profesión, como ya dije, para dedicarme a escribir cuentos.

 

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