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Ficción argentina

Un lugar inalcanzable

Por José Ioskyn

"Siento a la ciudad como un estallido mudo que lucha por unirse pero no lo logra. Lo único que se puede hacer es vivirlo de manera tranquila y extática y eso es lo que trato de hacer, por lo menos hasta que me dé sueño otra vez": un adelanto de la novela del poeta y psicoanalista nacido en La Plata, editado por Griselda García Editora.

Por José Ioskyn. Foto de Gabi Salomone.

 

La idea llega entre sueños o en medio de distintos sueños. Es cómodo andar sin una verdad. Pero esto que aparece ahora es algo tan sólido que no lo puedo ignorar. Una vela se consume: la vida se termina. Fue así desde que nací, era cuestión de tiempo hasta que se acabara. El sueño me despierta. Mi verdad no es agradable.

Entre sueños viene el insomnio, duro y lúcido. No me deja volver a dormir. Quiero morirme para salir de esta lucidez, pero no lo logro. Querer morirse a veces es normal, se siente la vida como una sustancia tóxica de la que hay que desprenderse. En este estado de vigilia forzosa no hay nada, están los pensamientos. Vienen solos y no son míos, a veces siento que no son de nadie.

La lucidez se va y me parece que soñé solamente con una mujer, la misma de siempre. La verdad desagradable deriva en la imagen de una máquina de la que sale un hervor, como una postal antigua. La máquina es un desvío de la sensación original, una descompresión, algo que se licúa en el aire y sale. Me levanto, voy al baño y pongo las manos bajo el agua fría. Siento el alivio de la realidad concreta.

 

 

(...)

 

 

Mi amiga me llama, tiene varios candidatos y quiere una opinión. Como si yo supiera qué decirle. Le pido precisiones, tiene mucho para contar, lo cual es un somnífero. Tiene urgencia por sexo, hace dos meses que está en abstinencia. Escierto que a veces es necesario otro cuerpo, y ahí empiezan todos los problemas. Cuando le digo que me parece mejor alguno de sus candidatos me contradice con ciertos datos que no me había contado. Se está tornando en algo inmanejable. Pienso en un corte abrupto del teléfono, que se caiga al inodoro, que se descompongan las redes inalámbricas de la ciudad, del país, que los cables que van por debajo del océano se corten de repente. Tocan el timbre y es el sodero, aunque yo no tomo soda y no soy cliente. Bajo y compro dos sifones mientras sigo hablando. Los pongo encima de la mesa y los observo. No son como los de antes, de vidrio transparente y plástico verde, el cuerpo del sifón es azul traslúcido, blando como una botella de agua. Las burbujas empujan hacia arriba, cada una un ser independiente. ¿Un ser? Bueno, ¿por qué no? No se acoplan en una sola burbuja, cada una nace de no sé dónde y no dejan de crearse nuevas, una fuente inagotable de existencia propia. Tienen más entidad que los tipos de los que me habla mi amiga, que no llegan a tener vida propia en mi mente y en su cuerpo. Si todas las personas fuéramos una sola repartida en todos los seres que viven en el mundo, sería igual a que nadie exista. La filosofía de la soda se transforma en algo poderoso para mí. Siento a la ciudad como un estallido mudo que lucha por unirse pero no lo logra. Lo único que se puede hacer es vivirlo de manera tranquila y extática y eso es lo que trato de hacer, por lo menos hasta que me dé sueño otra vez.

 

 

 

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