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Virginia Woolf en la mira

Un ícono fascinante

A Virginia Woolf le encantaba leer biografías, pero ¿qué ocurrió cuando hubo que escribir la suya? Sobre el proceso de conversión en ícono, "la vigencia de las preocupaciones políticas y literarias de Virginia Woolf" y "su zarandeada reputación literaria", tomado de La vida por escrito (Taurus).

 

Por Irene Chikiar Bauer.

Los antecedentes de lo que hoy se considera género biográfico pueden remontarse a ese tiempo antiguo e impreciso en el que los seres humanos comenzaron a comunicarse, a establecer genealogías, a contar sus experiencias y las de los otros hombres y mujeres que los precedieron o fueron sus contemporáneos. En su largo recorrido, las biografías pasaron de ser obras pensadas y construidas con ánimo encomiástico —reflejaban vidas ejemplares, con propósitos morales o políticos, y establecían versiones aceptadas y canonizadas de los biografiados— a ser escritos que brindaran a sus autores la posibilidad de la caricatura, la ironía, la parodia y, por qué no, la venganza. La ilusión de omnipotencia es un peligro para el biógrafo, aunque también se ha señalado que la biografía puede ser entendida como una forma de autobiografía.
Los biógrafos de Virginia Woolf no escaparon a estos dilemas. Tanto aquellos que interpretaron su suicidio en términos de debilidad o cobardía frente a la guerra, como los que lo atribuyeron a la locura, contribuyeron a presentar una imagen segmentada o distorsionada de su personalidad. Durante los veintiocho años que siguieron a su muerte, el más influyente de estos intérpretes fue sin duda Leonard Woolf. Él se encargó de publicar Entre actos en julio de 1941, aclarando que el libro estaba casi terminado y que seguramente Virginia solo hubiera realizado “pequeñas correcciones y revisiones”. Pero, como sostuvo John Lehmann, es probable que ella hubiera querido hacer más que eso. Ese tipo de intervenciones y apropiaciones de la figura del escritor, tan características del dominio póstumo que ejercen sus viudos, viudas y demás ejecutores de su obra, perfila supuestas versiones autorizadas que tienden a cristalizar en el imaginario del público. El deber del biógrafo también es advertir que eso sucede; su tarea no deja de ser apasionante, por eso se escriben una y otra vez biografías de las mismas personas; y uno de los desafíos que enfrenta el escritor de una biografía es tratar de esclarecer ese tipo de construcciones. Desde las que realiza el escritor a través de su vida y de su obra, hasta las que establece su público, sus ejecutores, sus comentaristas y también las que surgen del trabajo de sus otros biógrafos.
El primero en ocuparse del tema fue el mismo Leonard, que asumió mucho más que la tarea rigurosa de ejecutor testamentario, editor y compilador de la obra de su mujer. Durante veintiocho años, él fue el dueño de la obra y la imagen de Virginia Woolf;* es decir, ejerció un control casi absoluto y, en ese rol, se ocupó de pedirle a su sobrino Quentin Bell que escribiera su biografía. Cuando esta apareció en 1972, Leonard ya había muerto. Con él desaparecían un poder y un dominio sobre la verdadera historia de Virginia Woolf que a Quentin no le fue posible recuperar del todo. A la luz de los estudios posestructuralistas, feministas, de la teoría del discurso y de los estudios culturales, mientras Quentin publicaba la biografía de su tía, se desestabilizaban, entre otras cosas, las nociones de autor** y de género. De hecho, en 1973 Hayden White consideraba en Metahistoria “los textos historiográficos como un tipo particular de textos literarios, sujetos a arreglos formales y usos retóricos comunes a las obras de ficción”; es decir, especificaba que en los textos, aun en los históricos, hay una clara implicación ideológica del historiador o biógrafo, ya que utilizan los mismos recursos de la narrativa. Como al mismo tiempo que se producían estos discursos, Quentin Bell se arrogaba un propósito “puramente histórico” al pretender brindar “una relación clara y verídica del carácter y desarrollo personal de [su] tema”, ya entonces sus pretensiones podían considerarse cuanto menos discutibles. Si bien por un tiempo gran parte de las reseñas y de las críticas han defendido la autoridad de la biografía de Bell, como si ella revelara la “verdad” (como él mismo aseguró) acerca de Virginia Woolf, inmediatamente después de su publicación surgieron cuestionamientos a su versión oficial y autorizada. Además de preguntarse si como sobrino no tenía un interés consciente o inconsciente en dar a conocer un retrato de Virginia adecuado a los deseos familiares, o incluso producto de sus propias reacciones afectivas,*** numerosos estudios se han ocupado de estudiar las operaciones retóricas a través de las que Bell reproduce un supuesto documento histórico, que, como sabemos en la actualidad, no puede eludir su carácter narrativo. Como señala Brenda Silver, generalmente han sido mujeres quienes discutieron “un retrato basado en el supuesto de que sí, ella era un ‘genio’ precoz (y el abuso de la palabra genio tanto en la biografía como en las críticas la vacía de todo significado) y una compañía muy agradable, pero que también era difícil, delicada, frígida, apolítica y a menudo estaba desconectada de la realidad”. Y agrega: “Casi no es necesario decir que las familias suelen clasificar a sus miembros o ponerles etiquetas que pocas veces coinciden con las que otras personas que los conocieron les asignarían”.
Lejos de la imagen de escritora esteta que prefería estar al margen de las cuestiones políticas, planteada por Quentin Bell,**** la supervivencia del debate y los miles de libros y estudios académicos que se siguen publicando dan cuenta de la vigencia de las preocupaciones políticas y literarias de Virginia Woolf. Su zarandeada reputación literaria también estimula a los críticos. Cuando se publicó Entre actos, mientras que algunos contemporáneos, como John Lehmann e incluso Leonard, consideraron que era uno de sus mejores trabajos, el acérrimo crítico de Bloomsbury y catedrático de Cambridge, F. R. Leavis, dijo que se trataba de una novela “insustancial y vacía”.
Del estudio de la recepción que hizo la crítica literaria de la obra de Virginia Woolf según las épocas o según la pertenencia académica de esos trabajos, surgen cuestiones por demás interesantes.**** Los ecos de su influencia se rastrean tempranamente en Hispanoamérica gracias a las valiosas traducciones y publicaciones gestionadas por la argentina Victoria Ocampo.***** Pero más allá del ámbito literario, incluso en esas latitudes, su perfil adquiere, como bien señaló Brenda Silver para la esfera anglosajona, la fuerza del mito. Según sostiene esta autora, en la década del sesenta, en parte debido a la obra de teatro de Edward Albee, Who’s Afraid of Virginia Woolf? [¿Quién teme a Virginia Woolf?] —llevada al cine por Mike Nichols y protagonizada por Elizabeth Taylor y Richard Burton—, aun quienes no la habían leído o ni siquiera sabían que había sido una escritora comenzaron a familiarizarse con el nombre de Virginia Woolf.
Por otra parte, desde la aparición de su retrato en la revista Times en 1937, después de que Los años se convirtiera en best seller, y más aún cuando comenzó a divulgarse su famosa foto de perfil —una de las postales más vendidas de la National Portrait Gallery—, se fue dando un proceso singular que originó una verdadera iconización. Notoriedad literaria y estrellato icónico prosiguieron diversos recorridos, incluso entrecruzamientos. Como los íconos son eminentemente visuales, contar con la famosa imagen del perfil de Virginia Woolf resultó fundamental, y la foto aludida ha circulado resignificándose cada vez. En los años setenta, mientras la estrella de Leavis, el crítico de Cambridge que tanto hizo por mantener al grupo de Bloomsbury fuera de los claustros universitarios, se iba apagando, en los Estados Unidos emergían los estudios feministas y culturales a la luz del posestructuralismo y el posmodernismo, con una fuerza que las últimas décadas han potenciado. En ese contexto, se publicaba la biografía de Virginia Woolf escrita por su sobrino Quentin Bell. Completando todos estos elementos, el mercado encontraba un buen nicho en las imágenes de escritores y artistas famosos, y tanto sus caras como sus frases célebres se imprimían en todo tipo de objetos, desde lapiceras, tazas y platos hasta bolsos, remeras, pósteres, postales y toda clase de objetos.
En este mundo, hegemonizado por la cultura del espectáculo, un aura nueva, no ya la aludida por Benjamin para la obra de arte clásica, sino un aura mediática con gran poder evocador, cristalizó tanto en la fotografía de perfil de Virginia Woolf, como en las fotografías de Marilyn Monroe, John Lennon, Elvis Presley, Albert Einstein, Sigmund Freud o Lady Di. En Virginia Woolf Icon, Brenda Silver realiza un extenso análisis de las representaciones visuales de Virginia Woolf que han circulado en la cultura angloamericana “otorgándole una visibilidad, inmediatez, y celebridad, muy rara en los escritores vivos y más extraña aún para los del pasado”.
Además de las esperadas apropiaciones feministas, posfeministas y queer, y del singular uso de su poder icónico, oficiado por la cultura del merchandising, la obra y la vida de Virginia Woolf han sido objeto de múltiples versiones y apropiaciones cinematográficas y televisivas.*******
El turismo cultural hace lo propio. Monk’s House pertenece hoy al National Trust, y la casa y los jardines son visitados por miles de visitantes cada año. Lo mismo sucede con la casa de Vanessa Bell en Charleston. Además de los cuadros expuestos en la Tate Collection y en otras colecciones y museos, se conservan los murales pintados por Vanessa Bell, Duncan Grant y Quentin Bell en Berwick Church. Lamentablemente, Talland House en St. Ives ha perdido mucho de su encanto, está rodeada de construcciones. Por otra parte, si bien la casa de Asheham ha desaparecido, todavía está en pie Round House en Lewes; lo mismo que Hogarth House, en Richmond. Muchas de las casas en las que vivió Virginia Woolf ostentan la característica placa azul con letras blancas con la que se indican, en Londres, los lugares de residencia de personalidades relevantes. Y si bien Tavistock Square debió ser demolido, y ahora hay allí un hotel, la de Fitzroy Square y las casas que ocuparon los integrantes de Bloomsbury en Gordon Square lucen las placas características. Mención especial merece el 22 de Hyde Park Gate, ahora dividido en departamentos. Hace un par de años visité el lugar y me entretuve filmando la fachada. De pronto, una mujer se asomó a la ventana, y cuando me preparaba a disculparme, asegurándole que me marcharía, me pidió que la esperara en la puerta. Después de contarme que ocupaba uno de los departamentos en los que se había dividido la casa y que rentaba habitaciones, y de dejarme pasar al hall de entrada, me ofreció unas postales de la casa pintadas por una amiga suya, que por supuesto no pude dejar de comprar.
Párrafo aparte merecen los Jardines de Kensington, Regent’s Park, St. James Park, el British Museum, con sus mármoles de Elgin y su sala de lectura, y todos los sitios históricos que Virginia registró en su obra y que forman parte de cualquier recorrido literario por Londres. Entre la gran cantidad de libros sobre Virginia Woolf publicados desde los setenta, las guías de Bloomsbury y del Londres woolfiano son los que mejor facilitan recorridos biográficos y literarios de la ciudad. Confieso haber disfrutado de algunos de ellos, como el paseo de Mrs. Dalloway, desde Westminster, pasando por las cuatro calles en las que se especula que podría haber vivido, y la librería, Hatchards, hasta llegar finalmente a Bond Street. Atentos a la virginiamanía, en el Hotel Russell instalaron un restaurante llamado Virginia Woolf, y también se puede visitar el Ivy, donde Virginia solía comer con sus amigos.
Por otra parte, los lectores de Woolf no pueden visitar Cambridge o el Newnham College sin pensar en Un cuarto propio, o Sissinghurst, y no relacionarlo con Orlando.
La vigencia y la cercanía de Virginia Woolf tienen que ver con la imposibilidad de permanecer indiferentes ante una escritora que ha difuminado los límites entre lo público, lo político y lo privado; entre ficción, historia y biografía; pero también con el interés por dilucidar al ser humano que se expresa a través de sus diarios y cartas. El tiempo transcurrido desde su muerte, lejos de convertirla en polvo y ceniza, ha construido una imagen cambiante, le ha otorgado una vida nueva; como ella misma intuyó: “Un ser que cambia es un ser que vive”. En ese sentido, el misterio del ser, que siempre se nos escapa, tiene que ver, lo advirtió nuestra escritora, con lo social y con la historia:

Consideremos las enormes fuerzas a que la sociedad somete a cada uno de nosotros, cómo cambia esa sociedad década tras década y también clase tras clase. Si no podemos analizar esas presencias invisibles, sabemos muy poco acerca de las memorias, y de nuevo la escritura de la vida se vuelve inútil. Me veo como un pez en una corriente; desviado, sostenido, pero no puedo describir la corriente.

Los lectores del siglo XXI, inmersos en la corriente de nuestro tiempo, podemos buscar respuestas en la vida y en la escritura de una mujer que nos antecedió en más de una centuria, pero que todavía tiene mucho por decir.

 

 

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*A propósito de Diario de una escritora, Victoria Ocampo percibió el carácter censor presente en él. Así, en Virginia Woolf en su diario, aludió en varias oportunidades a su carácter de “texto expurgado”: “Las omisiones no han sido señaladas con puntos suspensivos para no hacer de la lectura una carrera de obstáculos [...] Esta precaución molesta, pues el lector tropieza a cada instante con vallas tanto más manifiestas a la sensibilidad cuanto que están escamoteadas...” (VO, II, p. 13).
**A pesar de la llamada muerte del autor, anunciada y teorizada por el estructuralismo, a inicios de la década del setenta Michel Foucault advertía que no era sensato negar la existencia del autor real, del individuo que escribe e inventa. Por su parte, Roland Barthes en “La muerte del autor” (1968) había reconocido que pese los esfuerzos teóricos por separar el texto de la persona que los escribía “el autor reina aún en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las interviews de las revistas, y en la conciencia misma de los ‘littérateurs’ deseosos de encontrar, gracias a su diario íntimo, su persona y su obra” (El susurro del lenguaje: más allá de la palabra y la escritura. Barcelona: Paidós, 1984, p. 64). Las biografías de grandes escritores que se siguen escribiendo en la actualidad son testimonio de lo acertado de esta afirmación.
***Estas reacciones pudieron tener como base las pocas halagadoras referencias a la frivolidad o vanidad de Clive, su padre (D, 23 jul 1927, III, p. 135). Por otra parte, aunque Virginia quería a sus sobrinos y llegó a decir que habían “alcanzado a los 16 o 17 etapas a las que no llegué hasta los 26 o 27” (D, 20 sep 1927, III, p. 142), sus opiniones variaban con el tiempo. En 1924, por ejemplo, comparaba a Quentin desfavorablemente con relación a Julian (D, 15 ag 1924, II, p. 311). Así, pues, podía decir que Quentin “era un petimetre, remilgado y afectado” y festejar que al año siguiente fuera “desaliñado, espontáneo, natural y dotado” (D, 2 sep 1930, III, p. 280). Finalmente, para una familia que valoraba especialmente el genio, la inteligencia y el talento, no debió ser sencillo para los sobrinos de Virginia ponerse a la par de la generación fundadora de Bloomsbury.
****“Los lectores no hallarán una valoración crítica de las novelas de Virginia Woolf en este volumen —dice Quentin— ni ciertamente intento el tipo de teorización de quien encuentra en todo lo que escribió aquellos sentidos religiosos, políticos y filosóficos que parecen tan evidentes para quienes están decididos a encontrarlos. Ni siquiera pienso que la preocupación de Virginia por la liberación de su sexo, aunque la sintiera de forma importante y profunda, en realidad se reflejara en cada una de sus obras” (QB, III, p. 19). Los destacados son nuestros; del primero, surge la negación de cualquier proyecto crítico, en tanto que el segundo es claramente desmentido en los diarios y cartas de la autora.
*****Solo para citar estudios recientes, véanse Jane Goldman, The Cambridge Introduction to Virginia Woolf (2006) y Mary Ann Caws y Nicola Luckhurst (eds.), The Reception of V W in Europe (2002).
******El rol de las editoriales argentinas en la divulgación entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado ha sido reconocido por los escritores del boom latinoamericano, como es el caso de Gabriel García Márquez, que a su vez admitió lo mucho que le impactó la obra de Virginia Woolf.
*******Respecto de la iconicidad de Woolf, Brenda Silver especifica: “Mis estudios comienzan con la premisa de que la consagración de Virginia Woolf como ícono cultural transgresor y las reacciones contradictorias y a menudo vehementes que provoca obedecen a su lugar en los límites entre la alta cultura y la popular, el arte y la política, la masculinidad y la femineidad, la mente y el cuerpo, el intelecto y la sexualidad, la heterosexualidad y la homosexualidad, la palabra y la imagen, la belleza y el horror, entre otros. Esta división refleja los lugares múltiples y contradictorios que ella ocupa en nuestros discursos culturales” (BS, p. 11).

 

 

 

 

 

El presente extracto fue tomado de Virginia Woolf, la vida por escrito, de Irene Chikiar Bauer Editorial Taurus, 2012.

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