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No Ficción

El impactante discurso de Simone Veil a favor del aborto en la Francia de 1974

Tomado de su autobiografía, Una vida

París, 26 de noviembre de 1974. Simone Veil, en su rol de Ministra de Salud, proclama: "Hay que terminar con este desorden. Hay que terminar con esta injusticia". Tomado de los anexos que Capital Intelectual agregó a la autobiografía de esta abogada y política francesa, sobreviviente del Holocausto, una de las pioneras del feminismo. 

Por Simone Veil.

 

Discurso pronunciado el 26 de noviembre de 1974 en la Asamblea Nacional.

Señor presidente, señoras y señores, si yo intervengo hoy en esta tribuna, como ministra de Salud, mujer y no parlamentaria, para proponerles a los representantes de la nación una profunda modificación de la legislación sobre el aborto, créanme que lo hago con un hondo sentimiento de humildad, tanto frente a la dificultad del problema como frente a la magnitud de las resonancias que suscita en lo más íntimo de cada uno de los franceses y francesas, y con absoluta conciencia de la gravedad de las responsabilidades que asumiremos juntos.

Pero es también con la mayor convicción que defenderé un proyecto largamente estudiado y deliberado por el conjunto del gobierno, un proyecto que según los términos del mismísimo presidente de la República, tiene como objetivo “poner fin a una situación de desorden y aportar una solución equilibrada y humana a uno de los problemas más difíciles de nuestro tiempo”.

Si el gobierno puede presentar hoy tal proyecto es gracias a todos aquellos –y son muchos, de todos los colores políticos– que, desde hace varios años, se han esforzado en proponer una nueva legislación, más adaptada al consenso social y a la situación que atraviesa nuestro país.

Esto es posible también gracias a que el gobierno del señor Messmer tomó la responsabilidad de presentar un proyecto innovador y valiente. Todos recordamos la memorable y emotiva presentación que hizo el señor Jean Taittinger. Y, por último, debemos agradecer que dentro de una comisión especial presidida por el señor Berger, fueron muchos los que escucharon, durante largas horas, a los representantes de todas las corrientes de pensamiento, como también a las principales personalidades competentes en la materia.

Sin embargo, hay quienes todavía se preguntan: ¿es realmente necesaria una nueva ley? Para algunos, las cosas son simples; existe una ley represiva y sólo resta aplicarla. Otros se preguntan por qué el Parlamento debería zanjar ahora estas cuestiones; nadie ignora que desde principios de siglo la ley fue siempre rigurosa, pero que se la aplicó en contadas ocasiones.

¿En qué han cambiado las cosas? ¿Qué es lo que nos obliga a intervenir? ¿Por qué no conservar el principio y seguir aplicándolo únicamente en casos excepcionales? ¿De qué sirve consagrar una práctica delictiva, no es ésta una manera de incentivarla? ¿Por qué legislar y cubrir así el laxismo de nuestra sociedad? ¿Por qué deberíamos favorecer los egoísmos individuales en lugar de revivir la moral de civismo y rigor? ¿Por qué arriesgarse a profundizar un movimiento de caída de la natalidad peligrosamente avanzado en lugar de promover una política familiar generosa y constructiva que les permita a todas las madres del mundo dar a luz y criar a los hijos que concibieron? Porque todo indica que el problema no se presenta en estos términos. ¿Creen ustedes que este gobierno y el que lo precedió hubiesen decidido elaborar un texto y presentarlo ante ustedes si hubiese habido otra solución?

Llegamos a un punto en este campo donde los poderes públicos no pueden seguir eludiendo sus responsabilidades. Todo lo demuestra: los estudios, las investigaciones llevadas a cabo desde hace varios años, las audiciones de su comisión, la experiencia de otros países europeos. Y la mayoría de ustedes lo percibe, ya que saben que no se pueden impedir los abortos clandestinos y que no se les puede aplicar la ley penal a todas las mujeres que deberían ser juzgadas.

¿Por qué no seguir cerrando los ojos entonces? Porque la situación actual es mala, diría más, es desastrosa y dramática. Es mala porque la ley es infringida abiertamente, y peor todavía, es ridiculizada. Cuando la brecha entre las infracciones cometidas y aquellas que son penalizadas es tal que ya no existe ningún tipo de represión, es entonces el respeto de los ciudadanos por la ley, y en consecuencia, por la autoridad del Estado la que está siendo cuestionada.

Cuando los médicos, en sus consultorios, infringen la ley y lo hacen saber públicamente, cuando los tribunales, antes de perseguir, son invitados a referirse en cada caso al Ministerio de Justicia, cuando los servicios sociales de organismos públicos les dan a las mujeres desesperadas la información que podría facilitar una interrupción del embarazo, cuando con el mismo fin se organizan abiertamente –e incluso a través de charters– viajes al extranjero, entonces digo que estamos en una situación de desorden y anarquía que no puede continuar. Pero, me dirán ustedes, ¿por qué dejamos que la situación se degrade de esta manera y por qué deberíamos tolerarla?

¿Por qué no hacer respetar la ley? Porque si los médicos, los asistentes sociales e incluso una cierta cantidad de ciudadanos participan de acciones ilegales, es seguramente porque se sienten obligados. En contra de sus convicciones personales, se ven confrontados a situaciones de hecho que no pueden desconocer. Porque frente a una mujer que decide interrumpir su embarazo saben que al negarse a aconsejarla y apoyarla la rechazan y la dejan en la soledad y la angustia de un acto realizado en las peores condiciones, y donde corre el riesgo de quedar mutilada para siempre. Saben que esa misma mujer, si tiene dinero, irá a algún país vecino, o incluso a ciertas clínicas de Francia, donde podrá, sin correr ningún riesgo ni sufrir ninguna penalidad, poner fin a su embarazo. Y estas mujeres no son necesariamente las más inmorales o las más inconscientes. Son trescientas mil cada año. Son ellas las que vemos todos los días, las que tenemos al lado, y cuyos dramas y desesperación ignoramos la mayoría de las veces.

Hay que terminar con este desorden. Hay que terminar con esta injusticia. ¿Pero cómo? Lo digo con toda convicción: el aborto debe seguir siendo una excepción, el último recurso frente a una situación sin salida. ¿Cómo tolerarlo sin que pierda su carácter excepcional, sin que la sociedad parezca incentivarlo?

Primero quisiera compartir con ustedes mi convicción de mujer –me disculpo por hacerlo frente a una Asamblea compuesta casi exclusivamente por hombres–: ninguna mujer recurre alegremente al aborto. Basta con oírlas. Es y será siempre un drama. Por eso, si el proyecto que les es presentado tiene en cuenta esta situación de hecho, es con el objetivo de controlarla y, en la medida de lo posible, disuadir a las mujeres. Pensamos así responder al deseo consciente o inconsciente de todas las mujeres que se encuentran en esta situación angustiante, muy bien descripta y analizada por algunas personalidades que fueron escuchadas por su comisión especial en el otoño de 1973.

¿Quién se preocupa hoy por estas mujeres en dificultades? La ley las rechaza y las deja no sólo en el oprobio, la vergüenza y la soledad, sino también en el anonimato y el miedo a ser procesadas. Obligadas a esconder su situación, muchas veces no tienen a nadie que las escuche, las aconseje y les dé apoyo y protección.

Entre aquellos que luchan en la actualidad contra una eventual modificación de la ley represiva, ¿cuántos se han preocupado por ayudar a estas mujeres en problemas? ¿Cuántos le dieron muestras de comprensión, y el apoyo moral que necesitaban, a estas madres jóvenes y solteras?

Sé que algunos lo hicieron y evitaré generalizar. No ignoro las acciones de aquellos que, profundamente conscientes de sus responsabilidades, hacen todo lo que está a su alcance para permitirles a estas mujeres asumir su maternidad. Los ayudaremos en su accionar; acudiremos a ellos para que nos ayuden a garantizar las consultas sociales contempladas por la ley. Sin embargo, la solicitud y la ayuda, cuando existen, no siempre son suficientes para disuadir. Es verdad que las dificultades que deben afrontar las mujeres a veces son menos graves de lo que ellas sienten. Algunos casos pueden ser desdramatizados y remontados; pero otros permanecen y hacen que algunas mujeres se sientan acorraladas por una situación cuya única salida es el suicidio, la destrucción del equilibrio familiar o el sufrimiento de sus hijos.

Esto es, desafortunadamente, lo que ocurre en general, mucho más que el aborto llamado de “conveniencia”. Si no fuese así, ¿piensan ustedes que todos los países, uno tras otro, se hubiesen animado a reformar su legislación sobre este tema y admitir que lo que ayer era severamente reprimido hoy es legal?

Por eso, al ser consciente de la existencia de una situación intolerable para el Estado e injusta para la mayoría de la opinión, el gobierno renunció a la vía más fácil, que consistía en no intervenir. Ésa hubiese sido una actitud laxista. Al asumir sus responsabilidades, les somete un proyecto de ley con el fin de aportar una solución a la vez realista, humana y justa para este problema. Algunos pensarán seguramente que nuestra única preocupación han sido los intereses de la mujer, que se trata de un texto que ha sido elaborado siguiendo esta única perspectiva. Que no habla de la sociedad o de la nación, ni del padre del futuro hijo, e incluso, todavía menos del niño en cuestión. De ninguna manera considero que se trate de un asunto individual que implique únicamente a la mujer y que no atañe a la nación. Este problema le concierne antes que nada, pero bajo diferentes ángulos que no requieren necesariamente las mismas soluciones. El principal interés de la nación es, claramente, que Francia sea un país joven, que su población esté en pleno crecimiento. Con un proyecto como éste, adoptado después de una ley que liberaliza la contracepción, ¿no se corre acaso el riesgo de provocar una caída importante de nuestra tasa de natalidad, que ya muestra una inquietante reducción? No es un hecho nuevo ni una evolución exclusivamente francesa: una reducción bastante pareja de la natalidad y la fecundidad hizo su aparición a partir de 1965 en todos los países europeos, fuese cual fuese su legislación en materia de aborto o de contracepción.

Sería arriesgado buscar causas simples para un fenómeno tan general. No se puede aportar una explicación a nivel nacional. Se trata de un hecho de civilización, revelador de la época en que vivimos y que obedece a reglas complejas que no conocemos bien.

Las observaciones realizadas por demógrafos en numerosos países extranjeros no permiten establecer una relación probada entre la modificación de la legislación sobre el aborto y la evolución de las tasas de natalidad y, sobre todo, de fecundidad.

Es verdad que el ejemplo de Rumania parecería desmentir esta constatación, ya que la decisión tomada por el gobierno de este país a fines de 1966 de volver atrás con algunas disposiciones no represivas adoptadas diez años antes, fue seguida por una fuerte explosión de la natalidad. Sin embargo, lo que no se dice es que una caída no menos espectacular se produjo luego, y hay que tomar en cuenta que en ese país, donde no existía ningún tipo de contracepción moderna, el aborto ha sido siempre el método principal de limitar los nacimientos. La intervención brutal de una legislación restrictiva explica en este contexto un fenómeno que no fue más que excepcional y pasajero.

Todo permite pensar que la adopción del proyecto de ley tendrá escasa incidencia sobre la natalidad en Francia, ya que los abortos legales no harán más que remplazar a los clandestinos, una vez que haya transcurrido el período de posibles oscilaciones a corto plazo.

La caída de la natalidad no deja de ser por eso, más allá del estado de la legislación sobre el aborto, un fenómeno complejo, sobre el cual los poderes públicos deben reaccionar de manera ineludible. Una de las primeras reuniones del Consejo de Planificación que presidirá el presidente de la República estará dedicada a un examen del conjunto de los problemas de la demografía francesa y de los medios para frenar una evolución inquietante para el futuro del país. En cuanto a la política familiar, el gobierno ha estimado que se trata de un problema distinto al de la legislación sobre el aborto y que no hay razón para unir estos dos problemas en la discusión legislativa. Esto no significa que no lo considere de suma importancia. A partir del viernes, la Asamblea deberá deliberar sobre un proyecto de ley que conduzca a mejorar de manera notoria los subsidios de gastos de guardería y los llamados subsidios del huérfano, que están destinados en particular a los hijos de madres solteras. Este proyecto reformará, además, el régimen de prestación por maternidad y las condiciones de atribución de préstamos a las familias jóvenes.

En lo que a mí respecta, me dispongo a presentar varios proyectos frente a la Asamblea. Uno de ellos busca favorecer la acción de los auxiliares familiares, previendo su eventual intervención bajo el concepto de ayuda social. Otro tiene como objetivo mejorar las condiciones de funcionamiento y financiación de los centros de maternidad, donde son acogidas las madres jóvenes con dificultades durante su embarazo y durante los primeros meses de vida de su hijo. Tengo la intención de hacer un esfuerzo especial para luchar contra la esterilidad, suprimiendo el copago en las consultas en este tipo. Por otro lado, pedí al INSERM (Instituto Nacional de la Salud y de la Investigación Médica) que lance, a partir de 1975, una campaña temática de investigación sobre el problema de la esterilidad, que desespera a tantas parejas.

Junto al ministro de Justicia, me dispongo a sacar las conclusiones correspondientes del informe que su colega, el señor Rivierez, parlamentario en misión, ha redactado sobre la adopción. Para responder a los deseos de tantas personas que quieren adoptar un hijo, decidí crear un Consejo Superior de la Adopción, que estará encargado de presentar a los poderes públicos sugerencias útiles sobre este problema. Por último, pero no menos importante, el gobierno se comprometió públicamente, a través la persona del señor Durafour, a comenzar a negociar con las organizaciones familiares, a partir de las próximas semanas, un contrato de progreso cuyo contenido se decidió de común acuerdo con los representantes de las familias, sobre la base de propuestas que serán presentadas al Consejo Consultativo de la Familia que yo presido. En realidad, tal como recalcan todos los demógrafos, lo que importa es modificar la imagen que tienen los franceses sobre la cantidad ideal de hijos por pareja. Este objetivo es sumamente complejo y la discusión alrededor del tema del aborto no debe limitarse únicamente a medidas financieras necesariamente puntuales. Hay un segundo ausente que para muchos de ustedes es, seguramente, el padre. La decisión de la interrupción del embarazo, cada uno lo intuye, no debería ser tomada solamente por la mujer, sino también por su marido o compañero. Deseo que en los hechos sea siempre así y apruebo la modificación que la comisión nos presentó en este sentido; pero, tal como ésta lo ha entendido, es imposible instaurar una obligación jurídica en este aspecto.

Por último, el tercer ausente, ¿no es acaso esa promesa de vida que la mujer lleva dentro de ella? Me niego a entrar en discusiones científicas y filosóficas ya que, como ha sido probado por las audiciones de la comisión, se trata de un problema insoluble. Ya nadie pone en duda que, en un plano estrictamente médico, el embrión carga definitivamente con todas las potencialidades del ser humano en el que se convertirá. Pero no es más que una posibilidad futura, un frágil eslabón de la transmisión de la vida que tendrá que vencer muchos obstáculos antes de llegar a término.

¿Es necesario acaso recordar que, según los estudios de la Organización Mundial de la Salud, de cada cien concepciones, cuarenta y cinco se interrumpen solas en el curso de las dos primeras semanas y que, de cien embarazos al principio de la tercera semana, un cuarto no llega a término, por la sola incidencia de fenómenos naturales? La única certeza sobre la que podemos basarnos es el hecho de que una mujer no toma plena conciencia de que lo que lleva dentro de ella es un ser humano que un día será su hijo, hasta el día en que siente las primeras manifestaciones de esa vida. Y es, salvo para las mujeres que tienen una honda convicción religiosa, ese desfase entre lo que todavía no es más que una posibilidad sobre la que la mujer no tiene aún sentimientos profundos y lo que significa un hijo desde el momento en que nace, lo que explica que algunas, que rechazarían con horror la eventualidad monstruosa del infanticidio, se resignan a considerar la perspectiva del aborto. ¡Cuántos de nosotros, frente al caso de un ser querido cuyo futuro se veía irremediablemente comprometido, tuvimos la sensación de que los principios tenían que quedarse a veces a un lado!

No sería así, evidentemente, si este acto fuera visto realmente como un crimen análogo a otros. Algunos de los que se oponen con más fuerza a la votación de este proyecto aceptan, de hecho, que no se procese más a los responsables y, al mismo tiempo, se opondrían con menos intensidad a la votación de un texto que se limitara a considerar solamente la suspensión del enjuiciamiento. Esto significa que ellos mismos se dan cuenta de que se trata de un acto de una naturaleza particular o, en todo caso, de un acto que exige una solución específica. Espero que la Asamblea me perdone por haberme explayado largamente sobre esta cuestión. Todos sienten que se trata de un punto esencial, incluso del fondo mismo del debate. Me parecía conveniente evocarlo antes de comenzar a examinar el contenido del proyecto.

Al preparar este proyecto que hoy les presenta, el gobierno se ha fijado un triple objetivo: hacer una ley que sea realmente aplicable; hacer una ley disuasiva; hacer una ley protectora.

Este triple objetivo explica la economía del proyecto.

Primero, una ley aplicable.

Un examen riguroso de las modalidades y las consecuencias de la definición de posibles casos en los que sería autorizada la interrupción del embarazo muestra contradicciones insuperables. Si estas condiciones son definidas en términos precisos –por ejemplo, la existencia de graves amenazas para la salud física o mental de la mujer o, incluso, los casos de violación o incesto comprobados por un magistrado–, está claro que la modificación de la legislación no alcanzará su objetivo cuando estos criterios sean realmente respetados, ya que la proporción de interrupciones de embarazos por estos motivos es muy baja. Además, comprobar eventuales casos de violación o incesto generaría problemas de pruebas prácticamente insolubles en un plazo adaptado a la situación. Si, por el contrario, se da una definición amplia –por ejemplo, el riesgo para la salud psíquica o el equilibrio psicológico, o la dificultad de las condiciones materiales o morales de existencia–, está claro que los médicos o las comisiones que estarían encargadas de decidir si se cumplen los requisitos, podrían tomar su decisión siguiendo criterios insuficientemente precisos como para poder ser objetivos. En un sistema de ese tipo, la autorización para interrumpir el embarazo en la práctica sólo es otorgada en función de las concepciones personales de los médicos o de las comisiones en materia de aborto, y lo que ocurrirá es que las mujeres menos hábiles a la hora de encontrar un médico comprensivo o una comisión indulgente, se encontrarían nuevamente frente a una situación sin salida.

Para evitar esta injusticia, en muchos países la autorización es automática, lo que hace que todo este procedimiento se vuelva innecesario, protegiendo al mismo tiempo a un cierto número de mujeres que no quieren enfrentar la humillación de presentarse frente a una instancia que sienten como un tribunal.

Ahora bien, si el legislador es llamado a modificar los textos vigentes, es para terminar con los abortos clandestinos a los que se ven arrastradas en general aquellas personas que, por razones sociales, económicas o psicológicas, se sienten tan desamparadas que deciden terminar con su embarazo de cualquier manera. Es por eso que, al renunciar a una fórmula más o menos ambigua o más o menos vaga, el gobierno ha considerado preferible enfrentar la realidad y reconocer que, en definitiva, la decisión final sólo debe ser tomada por la mujer. ¿Dejar la decisión en manos de la mujer no contradice acaso el objetivo de disuasión, es decir el segundo de los tres que se propone el proyecto? No me parece paradójico afirmar que una mujer sobre la que pesa toda la responsabilidad de su gesto dudará más antes de concretar su decisión que aquella que siente que la decisión fue tomada por otros en su lugar. El gobierno eligió una solución que marca claramente la responsabilidad de la mujer porque la considera más disuasiva, en el fondo, que una autorización otorgada por un tercero que sólo sería –o que se transformaría rápidamente– en un pretexto falso.

Lo que se necesita es que esta responsabilidad no sea ejercida por la mujer en absoluta soledad o con angustia.

Aunque se pretenda evitar instituir un procedimiento que busque disuadirla de recurrir a la instancia legal, el proyecto prevé varias consultas que deben llevarla a medir la gravedad de la decisión que se prepara a tomar. El médico puede tener aquí un rol capital. Por un lado, advirtiéndole a la mujer cuáles son los riesgos médicos de interrumpir un embarazo, que ahora se conocen bien, y en particular el riesgo de que sus hijos futuros sean prematuros. Por otro, informándola sobre las diferentes formas de contracepción.

Esta tarea de disuasión y consejo le corresponde al cuerpo médico de manera privilegiada, y sé que se puede contar con la experiencia y el sentido de la humanidad de los médicos para que se esfuercen por establecer, a lo largo de este coloquio singular, el diálogo de confianza y de atención que buscan las mujeres, a veces incluso de manera inconsciente.

El proyecto prevé luego una consulta con un organismo social, que tendrá como misión escuchar a la mujer, o a la pareja si es el caso, permitirle expresar su angustia, orientarla para obtener ayuda si sus problemas son financieros, hacerle tomar conciencia de los obstáculos que se presentan o que parecen presentarse a la hora de recibir un hijo. Muchas mujeres se enterarán durante esta consulta de que pueden dar a luz de manera anónima y gratuita en el hospital y que la adopción eventual de su hijo puede ser una solución. No es necesario aclarar que deseamos que estas consultas sean lo más diversas posibles y que los organismos dedicados a ayudar a las mujeres jóvenes en problemas sigan recibiéndolas y dándoles la ayuda que puede contribuir a hacerlas renunciar a su proyecto. Todas estas consultas se harán, naturalmente, en privado, y es evidente que la experiencia y la psicología de las personas que reciban a estas mujeres contribuirán de manera significativa a darles un apoyo que podría hacerles cambiar de idea. Ésta será, además, una nueva ocasión para tratar con la mujer el tema de la contracepción y la necesidad, para el futuro, de recurrir a los medios contraceptivos para que ya no tenga que tomar la decisión de interrumpir un embarazo en caso de que no quiera tener hijos. Esta información en términos de regulación de los nacimientos –que es la mejor manera de disuadir los abortos– nos parece tan esencial que decidimos hacerla obligatoria, bajo pena de clausura administrativa y a cargo de los establecimientos donde se lleven a cabo las interrupciones del embarazo.

Las dos consultas, tanto como el plazo de ocho días por imposición que tiene para pensarlo, nos han parecido indispensables para hacerle tomar conciencia a la mujer de que no se trata de un acto normal o banal, sino de una decisión grave que no puede ser tomada sin haber pesado antes la consecuencias, y que conviene evitar a toda costa. La interrupción del embarazo sólo puede ser llevada a cabo después de esta toma de conciencia, en el caso de que la mujer no haya renunciado a su decisión. Esta intervención no debe ser realizada sin garantías médicas estrictas para la mujer, y ése es el tercer objetivo del proyecto de ley: proteger a la mujer. Ante todo, la interrupción del embarazo sólo puede ser precoz, porque los riesgos físicos o psíquicos, que siempre existen, se vuelven demasiado serios después de la décima semana que precede a la concepción como para exponer a las mujeres. Segundo, la interrupción del embarazo sólo puede ser realizada por un médico, como ocurre en todos los países que modificaron la ley en este campo. No es necesario aclarar que ningún médico o auxiliar médico se verá jamás obligado a realizar un aborto. Por último, para darle más seguridad a la mujer, la intervención sólo será autorizada en un ámbito hospitalario, ya sea público o privado. No hay que disimular que el respeto a estas disposiciones que el gobierno considera esenciales, y que siguen siendo sancionadas por las penalidades previstas por el artículo 317 del código penal mantenidas en vigor con respecto a este tema, implica una seria reorganización que el gobierno tiene la intención de llevar a cabo. De esta manera, se busca terminar con prácticas que recibieron recientemente una publicidad muy negativa y que ya no pueden ser toleradas, desde el momento en que las mujeres tendrán la posibilidad de recurrir legalmente a intervenciones efectuadas en verdaderas condiciones de seguridad. Del mismo modo, el gobierno está decidido a aplicar con firmeza las nuevas disposiciones que remplazarán a las de la ley de 1920 en términos de propaganda y publicidad. Contrariamente a lo que se dice por ahí, el proyecto no prohíbe emitir informaciones sobre la ley o sobre el aborto; sí prohíbe la incitación al aborto sea cual sea el medio, porque esta incitación es inadmisible.

El gobierno seguirá mostrando esta firmeza al no permitir que la interrupción del embarazo dé lugar a ganancias escandalosas; los honorarios y los gastos de hospitalización no deberán exceder los límites fijados por decisión administrativa en virtud de la legislación relativa a los precios. Siguiendo las mismas inquietudes, y para evitar caer en el tipo de abuso constatado en ciertos países, los extranjeros deberán justificar su condición de residentes para que el embarazo pueda ser interrumpido.

Quisiera, para terminar, explicar la decisión tomada por el gobierno, criticada por algunos, de no permitir que la interrupción del embarazo sea reembolsada por la Seguridad Social. Cuando se tiene en cuenta que los cuidados dentales, las vacunas no obligatorias y los lentes correctivos no son reembolsados o lo son todavía de manera muy incompleta por la Seguridad Social, ¿cómo sería posible que la interrupción del embarazo sí lo sea? Si uno se limita a los principios generales de la Seguridad Social, la interrupción del embarazo, si no es terapéutica, no debe ser reembolsada. ¿Debería hacerse una excepción a este principio? No creemos, ya que nos ha parecido importante destacar la gravedad de un acto que debe ser excepcional, incluso si para algunas mujeres significa una carga financiera importante. La ausencia de recursos no debe por eso impedir a una mujer solicitar una interrupción del embarazo cuando ésta resulta indispensable; es por eso que la ayuda médica ha sido prevista para las más desfavorecidas. Se debe, además, marcar claramente la diferencia entre la contracepción, que cuando las mujeres no quieren tener un hijo debe ser incentivada por todos los medios –y cuyo reembolso viene de ser aprobado por la Seguridad Social–, y el aborto, que la sociedad tolera pero que no debe financiar ni incentivar.

Son pocas las mujeres que no quieren tener hijos; la maternidad forma parte de una vida realizada y aquellas que no tuvieron esa alegría lo sufren profundamente. Si el hijo recién nacido es muy pocas veces rechazado y, además, le da a su madre con su primera sonrisa una de las alegrías más grandes de la vida, algunas mujeres se sienten incapaces, por las dificultades que deben afrontar en ciertos momentos de su existencia, de darle a un hijo el equilibrio afectivo y la dedicación que le deben. Harán entonces todo lo posible por evitarlo o por no quedárselo. Y nadie puede impedírselos. Pero las mismas mujeres, unos meses después, al cambiar su situación afectiva o material, son las primeras en querer un hijo, e incluso pueden llegar a ser las madres más atentas del mundo. Es por ellas que debemos acabar con el aborto clandestino, al que no dejarían de recurrir corriendo el riesgo de quedar estériles o dañadas en lo más profundo de su ser. Llego así al término de mi presentación. Voluntariamente preferí explicar la filosofía general del proyecto más que el detalle de sus disposiciones, que examinaremos con detenimiento una vez que discutamos los artículos.

Estoy segura de que muchos de ustedes estimarán en sus conciencias que no pueden aprobar este texto, como tampoco ninguna ley que haga salir al aborto de la prohibición y la clandestinidad. Espero por lo menos haber convencido a éstos de que este proyecto es el fruto de una reflexión honesta y profunda sobre todos los aspectos del problema y que, si el gobierno tomó la responsabilidad de presentarlo frente al Parlamento, sólo pudo hacerlo después de haber medido el alcance y las consecuencias futuras que esto puede tener para la nación.

Les daré una única garantía, y es que, utilizando un procedimiento absolutamente excepcional en términos de legislación, el gobierno les propone limitar la aplicación a cinco años. De esta manera, si al término de este plazo, la ley que ustedes votaron dejase de estar adaptada a la evolución demográfica o al progreso médico, el Parlamento deberá pronunciarse nuevamente teniendo en cuenta estos nuevos datos.

Algunos todavía dudan. Son conscientes de la terrible situación de muchas mujeres y desean poder ayudarlas; temen, sin embargo, los efectos y las consecuencias de la ley. A ellos les quiero decir que, si la ley es general y por ende abstracta, existe para ser aplicada en situaciones individuales que muchas veces son angustiantes; y que si bien ya no prohíbe, no por eso crea un derecho al aborto. Como bien decía Montesquieu: “La naturaleza de las leyes humanas es estar sometidas a todos los accidentes posibles y variar de acuerdo a la voluntad cambiante de los hombres. Por el contrario, la naturaleza de las leyes religiosas es no variar nunca. Las leyes humanas deciden sobre lo que está bien, la religión sobre lo que es mejor.” Por haber seguido este concepto desde hace ya diez años, y gracias al presidente de la comisión de leyes con quien tuve el honor de colaborar cuando él era ministro de Justicia, logramos que nuestro prestigioso código civil se vea rejuvenecido y transformado. Algunos temieron que al considerar una nueva imagen de la familia se contribuyera a deteriorarla. No fue así y nuestro país puede enorgullecerse, a partir de ahora, de tener una legislación más justa, más humana y mejor adaptada a la sociedad en la que vivimos. Sé que el problema que debatimos hoy trata cuestiones mucho más graves y que perturban la conciencia de cada uno. Pero, en definitiva, se trata también de un problema de toda la sociedad.

Para concluir quiero decirles algo: durante la discusión voy a defender este texto en nombre del gobierno, sin pensarlo dos veces y con toda mi convicción, pero es verdad que nadie puede sentir una profunda satisfacción al defender un texto como éste –el mejor que ha sido redactado hasta ahora– sobre un tema de esta naturaleza; nunca nadie ha negado, y la ministra de Salud menos que nadie, que el aborto es una derrota, cuando no un drama.

Pero no podemos seguir ignorando los trescientos mil abortos que, cada año, mutilan a las mujeres de este país, que ponen en ridículo a nuestras leyes y que humillan o traumatizan a aquellas que recurren a él.

La historia nos muestra que los grandes debates que han dividido durante un tiempo a los franceses, con los años, terminan siendo una etapa necesaria para la formación de un nuevo consenso social que se inscribe en la tradición de tolerancia y moderación de nuestro país.

Yo no soy de esas personas que le temen al futuro.

Las nuevas generaciones nos sorprenden en tanto se diferencian de nosotros; nosotros las criamos de manera diferente a la que nosotros mismos fuimos criados. Pero estos jóvenes son valientes, pueden ser entusiastas y sacrificarse como otros lo hicieron antes. Sigamos confiando en que sabrán conservar el valor supremo de la vida.

París, 26 de noviembre de 1974.

 

 

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