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El día que le rechazaron un libro a Mark Twain

En Capítulos de mi autobiografía, de Mark Twain (La Pollera), el gran escritor estadounidense y la historia de un primer rechazo editorial que tuvo justa venganza.


Por Mark Twain. 


Mis experiencias como escritor comenzaron a principios de 1867. Llegué a Nueva York desde San Francisco durante el primer mes de ese año y, después de un tiempo, Charles H. Webb, a quien había conocido en San Francisco como reportero del The Bulletin, y más tarde editor del The Californian, me sugirió que publicara un volumen de cuentos. Yo tenía una mínima reputación en el mundillo, pero estaba encantado y ansioso por la sugerencia y bastante dispuesto a aventurarme si alguna persona trabajadora me ahorraba el problema de reunir los papeles. No tenía muchas ganas de hacerlo yo mismo pues, des- de el principio de mi estadía en este mundo, existe una vacante persistente en mí donde debería estar la diligencia. (Quizás “debe estar” es mejor, aunque casi todas las autoridades difieran en cuanto a esto).

Webb decía que yo tenía algo de reputación en los estados de la costa atlántica, pero yo sabía bien que debía ser una muy atenuada. Lo que fue de esto descansa en el cuento “La rana saltarina”. Cuando Artemus Ward pasó por California con un ciclo de conferencias, en 1865 o 1866, le conté de “La rana saltarina”, en San Francisco, y me pidió que la escribiera y se la enviara a su editor, Carleton, en Nueva York.

La podría utilizar para rellenar un pequeño libro que Artemus estaba preparando para la prensa y que necesitaba un poco más de hojas para que fuera lo suficientemente grande por el precio que se cobraría. El cuento llegó a tiempo a Carleton, pero no le dio mucha importancia y no quiso incurrir en los gastos de composición tipográfica. No lo tiró a la basura, sino que se lo regaló a Henry Clapp. Y Clapp lo usó para salvar su agonizante periódico literario The Saturday Press. “La rana saltarina” apareció en el último número de este diario, lo que fue el rasgo más alegre de las exequias, e inmediatamente se imprimió en diversas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra. Ciertamente tuvo una amplia fama, y todavía la tiene hasta el día de hoy. La rana era la única famosa. No yo. Yo todavía era una oscuridad.

Webb se hizo responsable de la revisión de los cuentos. Llevó a cabo el trabajo, luego me alcanzó los resultados y con ello fui a las oficinas de Carleton.

Me acerqué al recepcionista y este se inclinó ansiosamente sobre el mostrador para preguntarme qué quería; pero cuando descubrió que había llegado a vender un libro y no a comprar uno, su temperatura cayó quince grados, su cara cambió completamente y las parduzcas trincheras en la parte superior de mi boca se contrajeron dos centímetros más y mis dientes cayeron. Humildemente le pedí el honor de una palabrita con el señor Carleton, y con mucha frialdad me informó que estaba en su oficina privada.

Desánimos y dificultades siguieron, pero después de un tiempo conseguí llegar a la frontera y entrar a lo más sagrado. ¡Ah!, ahora recuerdo bien cómo lo llevé a cabo. Webb me concertó una cita con Carleton, de otra manera nunca habría cruzado esa frontera. Carleton se levantó de su silla y dijo, brusca y agresivamente:

―Bien, ¿qué puedo hacer por usted?

Le recordé que estaba ahí por una cita para ofrecerle mi libro y que lo publicara. Comenzó a hincharse y a hincharse, a hincharse y a hincharse hasta que alcanzó las dimensiones de un dios de aproximadamente segundo o tercer orden. Luego, la fuente de su hinchazón explotó y, durante dos o tres minutos, no pude verlo debido a la llovizna. Eran palabras, solo palabras, pero caían con tanta densidad que oscurecieron la atmósfera. Finalmente hizo un imponente barrido con su mano derecha, que comprendía la totalidad de la habitación, y dijo:

―Libros. ¡Mire estos estantes! Cada uno está repleto de libros que esperan ser publicados. ¿Acaso quiero uno más? Discúlpeme, no. Buen día.

Veintiún años pasaron antes de que viera a Carleton otra vez. Estaba, en ese entonces residiendo temporalmente con mi familia en el Schwetzerhof, en Luzerne. Me saludó, nos estrechamos la mano cordialmente y dijo, de una vez, sin ningún tipo de miramientos:

―Sustancialmente soy una persona oscura, pero al menos tengo una cosa que me distingue y que me da el derecho a la inmortalidad, a saber: rechacé un libro suyo, y por eso no tengo competencia alguna como el tonto más grande del siglo XIX.


Fue una disculpa muy hermosa, y se lo dije, y le dije que era una larga y retrasada venganza, aunque muy dulce para mí, más que cualquier otra cosa que pudiera haber imaginado; le dije que durante los últimos veintiún años imaginaba haberle quitado la vida varias veces al año, siempre de formas nuevas y de maneras muy crueles e inhumanas, pero ahora quedaba en paz, sereno, feliz, incluso exultante; y, por lo tanto, de ahora en adelante, debía considerarlo mi verdadero e invaluable amigo, y nunca más lo mataría de nuevo.

Le informé de mi aventura a Webb y valientemente dijo que no todos los Carleton en el universo rechazarían el libro; él mismo lo publicaría al diez por ciento de regalías. Y así lo hizo. Lo sacó en azul y dorado, en una muy linda edición. Creo que lo llamó “La famosa rana saltarina de la ciudad Calavera y otros cuentos”, precio $1.25. Hizo las placas y lo imprimió y coció el libro en una casa de impresión y lo publicó a través de la American News Company.

En junio me embarqué en el Quaker City, de viaje. Volví en noviembre. Y en Washington encontré una carta de Elisha Bliss, de la American Publishing Company, Hartford, ofreciéndome cinco por ciento de regalías por un libro que hiciera un recuento de mis aventuras en la excursión. En lugar de las regalías me ofrecía también la alternativa de $10.000 en efectivo tras la entrega del manuscrito. Le consulté a A. D. Richardson y dijo: “Toma las regalías”. Seguí su consejo y cerré con Bliss. Por contrato, debía entregar el manuscrito en julio de 1868. Escribí el libro en San Francisco y entregué el manuscrito dentro del tiempo estipulado. Bliss se hizo de un sinfín de ilustraciones para el libro y después dejó de trabajar en él. La fecha contractual para la edición pasó de largo y no hubo explicaciones. El tiempo siguió y, aun así, no tenía explicación. Yo andaba dando conferencias por todo el país; y unas treinta veces por día, en promedio, trataba de responder a este misterio:

―¿Cuándo saldrá tu libro?

Me cansé de inventar respuestas y, a la larga, me cansé horriblemente de la pregunta. Quien fuera que lo preguntara, de inmediato se convertía en mi enemigo (y esperaba ansioso que esto ocurriera). Tan pronto como quedé libre del campo de las conferencias, partí volando a Hartford para hacer preguntas. Bliss decía que la culpa no era suya; que él quería publicar el libro, pero que los directores de la compañía eran unos viejos fósiles, y le tenían miedo. Habían examinado el libro y la mayoría pensaba que tenía pasajes de un carácter gracioso. Bliss decía que la editorial nunca había publicado un libro así (que ofreciera una duda como esa) y los directores estaban asustados de que su tirada dañara seriamente la reputación de la editorial; que estaba atado de manos y pies y no le permitieron continuar con el contrato. Uno de los directores, un tal señor Drake –al menos eran los restos de lo que alguna vez había sido un señor Drake– me invitó a dar un paseo con él en su cochecito, y fui. Era una patética y antigua reliquia, y sus modales y palabras también eran patéticos. Tenía un delicado propósito en ciernes, y le tomó algo de tiempo animarse lo suficiente para llevarlo a cabo, pero finalmente lo logró. Me explicó las dificultades y el sufrimiento de la editorial, como Bliss ya me lo había explicado. Luego,  francamente, se arrojó a sí mismo y a la editorial a mi misericordia y me rogó que me llevara “Los inocentes abordo” y que dejara ir la preocupación por el contrato. Dije que no lo haría y así terminó la entrevista y el viaje en cochecito. Después le advertí a Bliss de que debía ponerse a trabajar o habría problemas. Se comportó según la advertencia y preparó el libro y leí las pruebas de galera. Después hubo otra larga espera y ninguna explicación. Finalmente, hacia fines de julio (1869, creo) perdí la paciencia y telegrafié a Bliss diciendo que si el libro no salía a la venta en veinticuatro horas los demandaría por daños y perjuicios.

Esto terminó con el problema. Media docena de ejemplares fueron empaquetados y puestos a la venta dentro del tiempo exigido. Luego comenzó la campaña y se vendió rápidamente. En nueve meses el libro sacó de las deudas a la editorial, aumentó su stock de 25 a 200 y dejó $70.000 en regalías. Fue Bliss quien me dijo esto. Si era verdad, fue la primera vez que me la dijo en 65 años. Nació en 1804.

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