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Ficción argentina

El cuento del diablo

Por Marina Closs

Un cuento inédito de la ganadora del primer premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro Tres truenos. Nacida en la provincia de Misiones, Argentina, es autora de los libros La doncella aguja, El pequeño sudario y El violín a vapor.

Por Marina Closs.

 

Saltó

                         por encima de la trampa que los niños habían puesto en el suelo y se alejó, preocupada y sonriendo. Preocupada y llamándonos:

–¡Ana! ¡Valeria! ¡Cecilia! ¡Pamela!

–¡Valeria! –le estiró la manga, con una fuerza hipnotizadora. Y Valeria la vio. Andrea iba arrugando la boca, debajo del abrigo como de una capa, y nos hacía señas a todas de que la siguiéramos.

Saltamos por

                      sobre la

                                          trampa de los niños,

Cecilia se cayó y vimos:

cómo la devoraban.

¡Pobre! Era tan gracioso, y a la vez, ella nos suplicaba que fuésemos a salvarla. Pero Andrea estaba ya buscando un lugar en el monte, arrugando la boca y riéndose. Metiéndose temblorosamente entre las ramas, dejó detrás suyo como una estela de manos estiradas. Ninguna de nosotras pudo atraparla. Nos acercamos hasta el monte, corriendo aún más rápido. El viento venía con nosotras. Parecía seguirnos. Anduvimos tras ella, hasta que, entre los árboles, la encontramos esperándonos, con la mano en el corazón, aturdida y quieta.

–Me habló, me habló, ¡me habló! –nos gritó, cuando llegamos.

Los árboles parecían servidores, pajes, mensajeros a sus órdenes. Nos quedamos calladas a su alrededor. Supimos que tenía que contarnos un secreto.

–¡Me habló! –dijo Andrea, cerrándose con las manos la garganta. Vimos, en un escalofrío, que los ojos le brillaban como si se le llenasen de cristales– Vine hasta acá mordiéndome la boca, para no empezar a contar…

–¿Qué cosa? –preguntamos nosotras.

–¡Para no contar…!

–¿Qué?

–¡El cuento del diablo!

Y todas bajamos las miradas, inseguras, retiradas, confundidas. Pero temerarias. Bajamos las miradas, porque alzamos las orejas: estábamos perdidas… ¡queríamos seguir oyendo!

–Me habló. –dijo ella una vez más, como si recién ahora pudiese empezar a contárnoslo.

Y desde entonces dijo así:

–Voy a decirles algo sobre lo que vi:

Él era

imperdonable y alto.

Caminaba sobre unas

piernas largas, como columpiándose. Parecía un caballero. Un amo. Con unas manos pálidas de dedos finos, largos, grises o

apenas lilas, como la lavanda.

 

Él era delicado y bárbaro.

–Como los que están en la luz de la luna, cerrando los ojos. –dijo– Él estaba en la luz de la luna, en la sala, hablando solo. Decía, para sí mismo, un poema.

–¿Qué? –preguntamos nosotras, tratando de imaginárnoslo. Queríamos oír, sentir al diablo. Pero no sabíamos cómo. A ella solamente le había sido concedido un encuentro. Un dolor.– ¿Qué estaba diciendo?

–Un poema. –dijo Andrea, y primero se empezó a reír. Pero luego cerró los labios, como si juntándolos, sintiese sobre la carne de los labios el secreto.

Estaba sentado en la sala.

Crucé el umbral

y supe que había alguien.

No supe quién era, porque nunca había creído. No había buscado. Y menos, en el salón. Pero él estaba ahí, al principio, solo como un ruido.

–¿Un ruido?

–Algo sigiloso.

Andrea empezó a bajar la voz, como si quisiese que todas nos acercásemos a ella y la escuhcásemos sentadas.

Pronunciaba las letras con

labios de fantasma. Y para las vocales, era como

si cerrase la boca y

se llevase todo el aire para adentro.

Nosotras imaginábamos:

–¿Él era malo?

–No. –decía ella. Y nosotras suspirábamos aliviadas– Él era muy, muy bueno.

Al principio yo no

podía verlo.

“¿No se lo dirás a nadie?” me

preguntó.

–Si es por amor, miento –respondí yo.

        Y entonces él me juró

que me amaba, y yo juré

que lo amaba…

 

–¡Argh! –nos atragantamos al suspirar… nosotras.

Andrea se agarró el abdomen y pareció que se mareaba. Luego comenzó a reírse. Y dijo:

El demonio tiene algo

de

agradablemente urgente.

–Él hablaba y hablaba. –siguió contándonos– Pero yo no podía verlo. Le pregunté en un momento: “Señor, ¿usted es el que está haciendo temblar el suelo?”. “No”, me respondió él. Entonces yo me quedé muda, tratando de ver qué pasaba entre él y mis pies. Era yo la que temblaba. Empecé a moverme, para disimularlo. Luego me fui como bailando hasta el sillón y sentí: que entraba

                  a través de mí

                                                                   una deliciosa espada

de elegancia

y miedo.

               ¿Diablo?

pregunté, tratando de empujar con las manos

el aire que

se me había atorado en el pecho.

Estaba segura, pero estremecida. Él no dijo que “sí”.

                                                                                                                               ¿Diablo?

Volví a llamar, pero él seguía hablando solo.

Estaba como dentro de sí mismo, y

llevándose para sí todo el aire... parecía que me lo sorbía del cuerpo,

                                                  me quitaba el aire de adentro

y de ese sorbo:

formaba las vocales.

 

–¡Oh! –dijimos nosotras.­– ¿pudiste respirar?

–Apenas. Una sola vez no, y luego sí, muchas veces… pero apenas.

 

No

me miraba a los ojos, pero

sonreía,

como si sintiese afecto.

“Oscurécete hasta verme”, me ordenó. Y yo caminé por la sala, cerrando las ventanas y apagando las luces.

¿Ahora?

Yo estaba asustada,

tenía la voz tan seca en la garganta, que era como una herida abierta,

que me quemase.

Andrea había dejado de frotarse el cuello. Tenía la mirada fija y parecía distraída, como presente al mismo tiempo en otra parte.

–¿Andrea? –le tocamos con cariño el cabello– ¿ya estás bien? ¡No te caigas para atrás! ¿podés seguir contándonos?

Ella dijo que sí con la cabeza.

Yo estaba en el salón. A medida que

lo iba viendo, su voz se

difuminaba. Y aparecían sus ojos como dos

                                     cielos helados.

Como no

quería mirarlos, me di vuelta, y los vi, pero

                                                                                   en

el espejo.

Ella seguía contando y era como si nosotras, a su alrededor, nos estuviésemos ahogando. Parecíamos estar respirando en medio de un espeso polvo de diamantes.

–¿Qué hiciste, Andrea, entonces?

–No quería acercarme a él. Pero le dije, a lo lejos:

Tu nariz es

         demasiado grande. Las narices grandes

                    son del diablo. Las pestañas largas

                                                                                    son del diablo, los ojos rasgados, las manos de dedos largos, son del diablo.

–¿Y él?

Me dijo: “No”. Otra vez.

Andrea se había tirado al suelo y ya no se rascaba el cuello, sino que se tapaba la boca, como si nos hubiese dicho algo malo.

–¿Qué pasó después?

Ella, agarrándose los labios con los dedos:

–Se quedó callado. Ya no seguía hablando, ni siquiera para sí. Se daba cuenta, seguramente, de qué estaba haciendo allí y quién era. Luego, yo me asusté de que él se fuera y me dejara sola. Entonces, fui a besar sus ojos en el espejo.

Ahí estaba ahora Andrea, sentada en el suelo, con el abrigo a su alrededor, como un enorme globo hinchado. Nos acercamos a abrazarla y notamos que toda su ropa estaba mojada.

–¿Dónde te metiste, Andrea? ¿O lloraste? ¿Por qué estás así?

Ella no nos dijo nada. De la boca, le salían algas. Ella misma trataba de limpiárselas, pero sentimos compasión y nos agachamos, para ayudarle a sacarse esas hojas de entre los dientes.

–No sé qué me pasa. –nos habló como mareada.

La abrazamos en el piso. Su ropa humedecida otra vez nos asustó.

–¿Qué vas a hacer, Andrea? –le preguntamos nosotras, casi llorando– ¿él te eligió?

–Sí –murmuró, cavernosa– me eligió a mí. No sé porqué me vio. Por lástima.

Le surgía entre nuestros brazos un alga cada vez más negra y más ondulada desde los labios. Se había acostado, y la sosteníamos entre todas, arrodilladas a su alrededor. Era  como si le hubiesen hecho una herida en un sacrificio.

–¡Estamos asustadas! ¡Contanos algo más! ¿Qué vas a hacer ahora, Andrea?

–No sé bien. –ella se río y trató de escupir un alga– hoy a la noche, voy a volver a verlo.

 

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