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No Ficción

El filósofo plebeyo

Por Jacques Rancière

"Antes de desarrollar todo lo que pude aprender en mi encuentro con los escritos del carpintero, quise dar a quienes lo quisieran la posibilidad de leer algunos de estos textos normalmente consagrados a ser vistos solo por escasos investigadores cada diez o veinte años, y de oír los acentos de esa voz única": así presenta Rancière la obra de Gabriel Gauny en esta entrega de Editorial Cactus.

 

Por Jacques Rancière. Traducción de Pablo Ires.

 

 

Hay encuentros inesperados que cambian para siempre no solo uno y otro de nuestros pensamientos, sino también la mirada que posamos sobre el mundo y nuestra idea acerca de qué quiere decir pensar. Sucede así con el corpus de manuscritos redactados entre los años 1830 y 1880 por el carpintero Gabriel Gauny.

Conocemos cierta cantidad de textos escritos por hombres y mujeres del pueblo para contar sus vidas y para hablar de su condición. En los años 1830, los hombres de letras quedaron prendados por un tiempo de estos poetas-obreros, donde pensaron que verían reverdecer la savia ingenua del canto popular. La naciente Tercera República celebró a algunas figuras ejemplares de hijos del pueblo que se habían formado a sí mismos y que habían accedido a la dignidad de diputados o senadores. En los años 1930, comunistas, anarquistas y anticomunistas peleaban entre ellos para saber cuáles eran los auténticos representantes de la literatura proletaria. Los años que siguieron a 1968 evidenciaron un nuevo interés por aquellos desconocidos que nos habían dejado las “actas y memorias del pueblo”. Por sinceros que hayan sido esos esfuerzos para hacer hablar a las voces de abajo , raramente se han desprendido de la idea de que, en efecto, era el abajo lo que ellos hacían hablar: el mundo de los obreros que trabajan, de los proletarios que combaten y del pueblo que sufre, pero al que el sufrimiento impide cantar. En suma, un mundo en orden, donde cada uno hace lo que se espera de él, aún si es en favor de la causa del combate emancipador que dan su testimonio los militantes de vanguardia y los sabios de las ciencias sociales.

Sin embargo, puede ocurrir que ese orden se altere. Algunos no hacen lo que se espera de ellos. En su palabra se quiso oír a la voz del pueblo o la voz de abajo, pero uno percibe allí solo una voz extraña y singular. Se esperaba un saber sobre su condición. Ellos nos hablan de otra cosa y, a fin de cuentas, de nosotros mismos: nos obligan a interrogarnos sobre lo que esperábamos de ellos y sobre las razones por las cuales esperábamos eso. Y, poco a poco, resultan cuestionadas las posiciones de quienes investigan y de quienes son el objeto de la investigación, de quienes hablan y quienes recogen y trabajan las palabras. Lo que resulta subvertido con esto es el orden del saber, el orden de los lugares y la distribución de los roles y de las voces que comanda el saber. Ya no sabemos dónde están ellos y dónde estamos nosotros, qué tienen para decirnos y qué tenemos que hacer con ellos.

Es lo que me sucedió, un día de mayo, hace cuarenta años. Había ido a la Biblioteca municipal de Saint-Denis donde dormían desde hacía algunas décadas los archivos de Gabriel Gauny. De él había leído un texto corto y un poema en La Ruche populaire y, sobre él, el folleto de su biógrafa, la señorita Harlor. Por ella sabía que debía encontrar allí diversos manuscritos sobre el trabajo y la condición de los trabajadores. El fichero, de hecho, anunciaba textos sobre “el trabajo por jornada”, “el trabajo a destajo”, “los regateadores” o también “los viejos trabajadores”. El azar –o quizás mi preocupación por ver lo que un obrero sansimoniano tenía para decir, en los años 1830, a otro obrero sansimoniano– hizo que abriera la correspondencia comenzando por la carpeta Bergier. Es así como tuve en mis manos esa carta de mayo de 1832 en la que Gauny hace el relato de una jornada. Pero no una jornada de trabajo, una jornada de ocio. Al principio parecía inclinarse hacia los conocidos itinerarios de los divertimentos populares de antaño: las orillas del Marne. Pero el viaje muy pronto derrapaba: nada de taberna ni de vinito blanco sobre esas riberas sino un “caravasar”, “ricas colinas” e islas “donde el viento deslizaba su joven delirio”, antes de que los tres paseantes se detengan en un albergue para intercambiar múltiples emociones, erigir y destruir mil hipótesis metafísicas y ver desplegarse “creaciones que no son en absoluto de aquí”.

“La tierra se hundía o nosotros montábamos la ola”, escribía Gauny, antes de describir la velada en el albergue y los esfuerzos de los tres amigos, convertidos en una “tempestad pensante que arremolinaba”, para convertir a su fe sansimoniana a un viticultor, un tonelero y un carnicero que el azar les había llevado a encontrar en la mesa del albergue. También la tierra se hundía para quien tenía la carta en sus manos. La investigación sobre el mundo de abajo era arrastrada hacia el cielo de las nubes poéticas y de las ensoñaciones metafísicas. Esta inversión era sin dudas la condición necesaria para establecer el plano de igualdad de un encuentro entre el investigador y su “objeto”. Un plano de igualdad entre aquel que se paseaba en los archivos obreros y aquellos que se paseaban en las alturas de la poesía y la filosofía, munidos de la misma inteligencia, semejante a cualquier otra, y buscando a fin de cuentas lo mismo: qué podía significar, de la manera más concreta, ser un obrero sansimoniano, y querer vivir finalmente una vida distinta a la que estaban destinadas las personas del pueblo. Ese plano de igualdad volvía irrisorias las viejas historias de encuentros entre intelectuales y trabajadores manuales y la interminable disputa por saber si eran los primeros quienes debían transmitir su ciencia a los segundos o los segundos quienes debían reeducar a los primeros mediante la disciplina del trabajo y del combate. Pero esta igualdad intelectual solo se daba en la violencia de una torsión. Lo que el investigador profesional debía sufrir en pos de abandonar la presunción de un “pensamiento de abajo” identificable era solo la consecuencia de la torsión más fundamental que los tres paseantes y aquel que relataba su jornada tuvieron que efectuar para entrar en un universo de percepción, de pensamiento y de habla que normalmente estaba cerrado a quienes compartían su condición. De hecho, el acceso a esta forma de vida estaba resguardado por una barrera tan temible en su capacidad de excluir como banal en su evidencia común. Esta barrera simplemente se llama “tiempo”. Y de ella se hablaba en el soleado relato de un domingo de campo tanto como en las grises crónicas de la vida diaria del taller. A quienes no dejaban de explicarnos la diferencia entre el artesano y el obrero de la gran industria y, más tarde, aquella entre el obrero fordista y el obrero postfordista antes de enseñarnos que finalmente ya solo había, en su lugar, computadoras y robots, Gauny ofrecía, por haberla experimentado en su carne, la respuesta que Platón ya había formulado a priori como la norma de la ciudad en orden: lo que define el ser-obrero es simplemente la ausencia de tiempo. Es esta ausencia, indisociablemente empírica y simbólica, la que produce su manera de ser, sentir y pensar en quienes nacieron para obedecer. Por eso, la emancipación obrera no es el horizonte prometido al final del combate. Es el acto que lo inicia; el acto inaudito que consiste en tomar el tiempo que no se tiene. Es allí donde la igualdad y la desigualdad se juegan de la manera más radical, en lo que más adelante yo llamaría el reparto de lo sensible, y en su centro, la jerarquía de los tiempos. Esto que aprendí en los textos de Gauny es lo que busqué compartir en los textos que pude escribir desde entonces sobre temas aparentemente alejados –la emancipación obrera o las formas de la ficción, la igualdad intelectual, la radicalidad democrática o la subversión estética– que sin embargo se articulan todos alrededor de ese reparto.

Pero antes de desarrollar todo lo que pude aprender en mi encuentro con los escritos del carpintero, quise dar a quienes lo quisieran la posibilidad de leer algunos de estos textos normalmente consagrados a ser vistos solo por escasos investigadores cada diez o veinte años, y de oír los acentos de esa voz única que hace tambalear todas nuestras referencias respecto a qué es la palabra de un obrero o de un intelectual, de un artesano de los viejos tiempos o de un pensador visionario del futuro, que llama a deshacerse de antemano de todas las maneras de vivir mediante las cuales el capital podía desplegar su control sobre la vida. Es así como nació el proyecto de El filósofo plebeyo, simbólicamente publicado al mismo tiempo que mi libro El filósofo y sus pobres. La primera edición apareció en 1983, en el marco de un proyecto de la asociación Révoltes logiques, con el sostén del Ministerio de Investigación. Fue coeditado en ese entonces por La Découverte y Presses Universitaires de Vincennes. La época ya no se interesaba mucho en los obreros, aun cuando estuviesen tan alejados de la norma proletaria como lo estaba Gauny, y el primer editor dedujo rápidamente las consecuencias retirando la obra de su catálogo, lo que hizo que se tuviera por agotada aun cuando puv prosiguiera su difusión. Pensé que estaba bien ofrecerle la posibilidad de una nueva vida incluyéndolo en la lista de obras que he publicado desde hace ya casi veinte años en La Fabrique gracias a la amistosa complicidad de Eric Hazan. Le agradezco por acoger esta nueva versión como le agradezco a Paul-Louis Rinuy, director de puv, que amablemente dio su acuerdo a esta migración. Aproveché la ocasión de esta nueva publicación para hacer una revisión completa de la obra. Fueron agregados numerosos complementos y correcciones tanto a los textos de Gauny como a mis textos de introducción y a las notas. Agradezco a la Mediateca de Saint-Denis Plaine Commune y en especial a las señoras Martine Losno y Florence Trovel, por facilitarme ese trabajo de revisión.

 

 

 

 

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