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Ficción argentina

El mañana

Por Luisa Valenzuela

"No tengo tanto tiempo. No tengo milenios y es como si los tuviera. El tiempo detenido es todo el tiempo". Leé un adelanto de la reedición más profética de la autora argentina, publicada por InterZona.

Por Luisa Valenzuela. Foto de Hugo Passarello.

 

Personajes, época y geografía urbana de esta novela están trastocados, cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia: nadie ni nada es perfecto.

La acción transcurre en un futuro indefinido e imperfecto.

 

¿Por qué?

Meses y meses repitiéndome la misma pregunta inútil: ¿Por qué?

¿Por qué nos metieron presas?

¿Qué hicimos, qué pensamos, qué dijimos de más, qué amenaza encarnamos sin siquiera darnos cuenta? El país estaba tranquilo y según parece sigue bien tranquilo, como si nada, como si nosotras no hubiésemos existido nunca. Dieciocho escritoras borradas de un plumazo. En arresto domiciliario. Una verdadera mierda.

Quizá logre entrever una respuesta si me pongo a escribir, a contar lo que pasó en el Mañana, lo que en estos meses de encierro me anduvo carcomiendo el seso en desesperado intento por contestarme la estúpida pregunta tan preñada.

La sola idea de escribir me da náuseas. Por culpa de la escritura las dieciocho estamos donde estamos. Pero. Escribir nos abre a una forma de entendimiento y las preguntas siempre fueron mi acicate. Llegó el momento de enfrentar la cosa, basta ya de tanta impotencia, de tanta frustración y furia.

No me queda otra.

Contarlo por escrito es lo único que puedo hacer para simular que mi vida está en mis manos aunque a cada paso me la vayan borrando.

Será una aventura más después de todo.

Domingo

Sé que hoy es domingo pero perdí noción de la fecha. Ellos sólo me marcan algunos días de la semana. Lunes, jueves y sábados: malditos. Ahora el aire se ha hecho cálido, huele a primavera. Entonces fue hace más de seis meses que nos tomaron por asalto, justo en medio del baile, en medio de la noche. No les resultó difícil. Íbamos navegando con dulzura, bogando casi, y el río apenas golpeaba los flancos del Mañana. Del barco llamado Mañana y también de nuestro mañana, nuestro futuro, porque del ayer ya habíamos dado buena cuenta a lo largo de cinco días de seminario flotante. Pero en el momento del asalto estábamos en pleno jolgorio y no había derecho, no había derecho, como bien le enrostró alguna de nosotras a alguno de ellos cuando se calmó el zafarrancho y pudimos percatarnos de lo que acababa de ocurrir. Si realmente tenían que hacerlo –si la orden era tan inquebrantable– podrían haber elegido otro momento, descolgándose por ejemplo durante alguna de las discusiones más pesadas.

Lo hicieron justo durante el baile, en lo mejor de nuestro cónclave que entre nosotras y con buena dosis de ironía llamamos el Pecona, Primer Encuentro Confidencial de Narradoras. Nos cayeron encima cuando las desavenencias ya habían sido limadas, cuando ya nos habíamos peleado con el lenguaje y habíamos jugado con él y nos habíamos revolcado y hasta chapoteado en las palabras como en tiempos preverbales, y para festejarlo bailábamos como locas meneando la cintura; si bailaba hasta Ofelia que está en silla de ruedas…

En una primerísima instancia los recibimos con alegría. ¡Hombres! nos entusiasmamos, ¡hombres!, como si fueran el maná descolgado del cielo. Todo lo contrario. Más bien descolgados del agua, de las mansas, espesas, hasta entonces amigas aguas del anchuroso río que nos atacó a traición y permitió a los esbirros acercarse sigilosos al barco en sus botes de goma, negros ellos y negros los botes. Negros de indumentaria, porque de piel eran cualquier cosa, tostaditos los más jóvenes y los otros del despreciable blancor de quienes tienen el mando. Pero cuando enfundados de negro irrumpieron de golpe en el salón comedor –habíamos desalojado las mesas para el sarao– nos parecieron divinos. Mejor dicho a muchas de nosotras algunos de ellos nos parecieron divinos. O al menos bienvenidos. Para el baile y para otros devaneos del cuerpo los hombres suelen ser bienvenidos. Al menos para muchas de nosotras, como Ofelia que fue la primera en atinar a acercárseles, silla y todo.

¡Voto a bríos! gritamos, y gritamos ¡al abordaje! en cuanto salimos de la sorpresa y creímos poder invertir los términos y abalanzarnos sobre quienes minutos antes y tan silenciosamente habían invadido nuestro barco. ¡Al abordaje! gritamos como queriendo dar vuelta el naipe, y ellos más que piratas parecían lo que eran, tropas de asalto. Adela, que hacía de disc-jockey, se pasó al heavy metal y por unos instantes fantaseamos con que los hombres de negro habían venido a revolearnos por los aires como en el rockn roll de épocas pretéritas.

Revolearnos por los aires, sí, ésas eran sus intenciones, pero para nada relacionadas con algo placentero.

En un principio los invasores no supieron reaccionar ante nuestro despliegue de entusiasmo. Cuando hacemos fiestas hacemos fiestas, nosotras las narradoras. Ellos primero se detuvieron, sorprendidos, y después empezaron a avanzar en fila india, bien pegados a las paredes para acabar rodeándonos. No parecían feroces hasta que el jefe del pelotón se puso a escupir órdenes. Porque se trataba de un pelotón, no nos cupo duda, y si al principio recibimos sus efluvios de testosterona con risas fue porque nos agarraron con la guardia baja, en plena celebración de despedida y algo achispadas para colmo.

En el primer instante de desconcierto alguno de los más jóvenes hasta habría salido a bailar, desprevenido. Habría tomado a alguna de nosotras por la cintura y vaya una a saber el desenlace. Pero el jefe supo reaccionar a tiempo. El jefe. El mismo a quien al rato debimos tratar de Capitán, como si al barco le faltara capitán, o mejor dicho capitana, de eso ya hablaremos en cuanto nos dejen hablar –si nos dejan, si no nos cortan la lengua que buenas ganas tendrán, se les notó en los ojos.

Nos dieron vuelta la página. Borrón y cuenta nueva dijeron y fuimos nosotras las borradas. Dieciocho narradoras nacionales borradas del mapa literario de un plumazo.

Estoy tan furiosa que ni siquiera puedo contarlo como corresponde, carajo de mil carajos, y eso que lo vengo intentando desde que empezó mi encierro.

Es como si la desesperación y la impotencia se me hubieran ido evaporando con el tiempo. La furia en cambio no. La furia perdura: es un buen combustible para seguir adelante con estas anotaciones. La furia es inflamable, lo sé porque me quema las tripas, y si todas mis anotaciones acabarán siendo borradas al igual que nosotras, más les vale arder en una gran pira de furia y no a fuego lento como ellos pretenden, sofocándonos.

Ustedes son mujeres, a las mujeres no les interesa el intelecto; no piensen más, disfruten la soledad, hagan gimnasia, preocúpense por su apariencia. Más o menos eso nos dijeron, para sintetizar, aunque ellos carecen de todo poder de síntesis, son desbordados y feroces y. Ellos, quienes tienen ahora la manija, no son sólo hombres, ojo; me lo debo repetir a cada paso para no caer en fáciles dicotomías. Ellos son el poder, hombres y mujeres enfermos de poder, recordarlo siempre; ellos son la ley y es una ley de mierda que nos persigue sin motivo, sin dar explicaciones.

¿Por qué?

Nos plantaron droga en el Mañana, nos plantaron armas de todo calibre y de última generación. Nos acusaron de terroristas, de brujas, de lesbianas todas, y conspiradoras. Nos plantaron hasta una sarta de electrodos diz que para fabricar bombas. No plantaron más porque no cabía. Y lo hicieron con el mayor sigilo, mientras nosotras con gloriosa displicencia bailábamos en el comedor y en el castillo de proa, honrando al mascarón que cortaba las aguas del río con las tetas enhiestas. Bailábamos todas, hasta Ofelia en su silla, bailaba desde la capitana hasta la última grumete, un barco enteramente tripulado por mujeres, era para el festejo. En la madrugada llegaríamos a la ciudad de Corrientes, Nuestra Señora de las Siete Corrientes, era exultante, le bailábamos a eso, no a la Virgen de los Siete Dolores en la que nos habríamos de convertir las dieciocho narradoras al rato.

Los hombres tiraron escalas de cuerda a cubierta, treparon enfundados en mamelucos negros; hasta había algunos con trajes de neopreno. Y cuando pudieron desprenderse de nuestras exclamaciones iniciales, cuando lograron recuperar su identidad siniestra, empezaron a escupirnos calificativos rastreros, injuriosos desde su punto de vista. Y con enorme asco nos gritaron lesbianas, y brujas, y subversivas, terroristas, guerrilleras. Como si no hubiéramos entrado hace rato en el tercer milenio, como si ya los roles no fueran otros.

Alguna lesbiana había entre nosotras, por supuesto. Quizá habría alguna bruja nostalgiosa, para no hablar de transgresoras y vaya una a saber qué más. Terroristas o guerrilleras de la palabra, pero sólo eso. Formábamos un grupo ecléctico y estábamos contentas. Fue la última vez que estuvimos contentas.

Hasta habíamos encendido unas bengalas para agradecer al cielo la culminación del encuentro. ¡Balas trazadoras! declararon los esbirros en el somerísimo juicio que resultó ser una patraña total, una enorme mentira para calmar los ánimos de quienes no podían entender por qué eran perseguidas las escritoras más reconocidas del país.

Lo otro nunca salió a luz, nadie ni siquiera insinuó la verdadera razón del secuestro. ¿Qué tipo de amenaza se supone que representamos? Ni nosotras mismas entendimos. Sigo sin entender. Si sólo habíamos estado barajando propuestas, intentando abrir espacios de reflexión, ideas sueltas que se nos iban ocurriendo para ahondar en nuestro oficio. Jugando con el lenguaje, apropiándonoslo. Nada más. Nada menos, habrán decidido ellos a nuestras espaldas. Ahora tenemos todo el tiempo por delante para reflexionar a fondo –porque es lo único que podemos hacer aunque nos lo prohíban: ¡No piensen! nos conminaron y nos seguirán conminando no sabemos hasta cuándo. Tenemos todo el tiempo por delante, sí, pero es un tiempo asfixiado y la reflexión no sale. Si sólo pudiéramos comunicarnos entre nosotras al menos por algunos minutos, si estas palabras pudieran llegarle a alguna de las otras. Pero me consta que no le llegarán a nadie.

¿Y los familiares, no hacen nada, no protestan y presentan recursos de amparo y esas cosas?, me preguntaría algún interlocutor invisible. Imagino que quienes tienen familia estarán mejor, en arresto domiciliario pero acompañadas (aunque mejor… vaya una a saber, porque el encierro en compañía puede convertirse en un infierno sartreano, aunque espero eso sí que Ofelia tenga quien la asista). No sabría qué contestarle, por mi parte sólo me queda algún distante primo que ni se habrá enterado. ¿Y los organismos internacionales, no hacen nada? Algo estarán intentando, no cabe duda, pero muchos por acá deben de sentirse más cómodos con nuestras voces acalladas, y vaya una a saber de qué horrores los habrán convencido, cuántas mentiras e infundios les contaron. Sólo me han dejado un aparato que transmite música folklórica y clásica por partes iguales y de vez en cuando algún tango o cumbia bailantera pero no demasiados no sea cosa que. Hasta la coronilla estoy de Amor silvestre, qué tanto Amor silvestre; bueno, sí, qué sé yo, apago este simulacro de radio y quedo escuchando los ruidos de la calle, en sordina. Mi departamento da a los fondos y no tengo vecinos. Mala suerte la mía. Lo compré por eso mismo. No por la mala suerte, por la tranquilidad. Está en el piso 13, no soy supersticiosa, tiene una linda terraza llena de plantas que mira al cielo. Es éste un barrio tranquilo sobre la barranca. El vasto río no está cerca, cada día se aleja más a causa de los rellenos, pero de todos modos se lo puede atisbar a lo lejos.

Al principio de mi encierro me distraje tratando de tirar a las terrazas vecinas flechas armadas con hojas de los pocos libros que me dejaron –un intento desesperado, vandálico– pero se ve que nadie quiere involucrarse, seguro les lavaron el cerebro, y ahora las dieciocho narradoras del Encuentro somos anatema, estamos apestadas, somos subversivas; eso en cierta medida nos honraría si no tuviéramos que sufrir este arresto domiciliario inimaginable y perverso.

Suerte que estoy rodeada de objetos que amo. Pero hay días y sobre todo noches en que llego a detestarlos. En medio de alguno de mis ataques de furia reventé más de un cacharro contra la pared, y eso que eran recuerdos de viajes y algún recuerdo de esa familia mía tan exigua de la que no queda casi nadie. Más de una vez sentí el impulso de reventar todo o reventarme la cabeza o tirarme de la terraza. Hasta que un buen día, sospechándolo, instalaron una altísima alambrada, espesa, enjaulante, que me desespera. Y tuve que pagarla de mi propio bolsillo.

Recibo con puntualidad el alquiler del departamento del centro, comprado cuando me saqué el premio Astralba; lo digo por si alguien pregunta –pero ¿quién reputas santas se va a preocupar por mi destino?, y lo que es más, ¿quién va a leer estas anotaciones destinadas a los mil demonios en cuanto me decida a cliquear sobre Seleccionar Todo, Del?

Y después como tantas otras veces la pantalla quedará en blanco con cínica inocencia.

Debo conservar la calma.

Es lo único que tengo para enfrentarme con ellos.

Porque ya ni me nacen ideas, ni maneras de mirar el lenguaje a trasluz. ¿Dónde habrán ido a parar mis documentos? Mis archivos quemados o borrados. Las editoriales como si nunca hubiéramos existido; esta maldita información sí llegaron a soplarme los esbirros, los que nunca me suelen hablar. Me dijeron: a las editoriales ustedes les importan un soto, no significan cifras considerables, y además, además

y acá paro

y respiro hondo,

porque estuve a punto de hacer volar el escritorio de una patada de bronca para que reviente la vieja compu que tengo acá a mi alcance, un adefesio en blanco y negro ya obsoleto, especie de laptop de museo que usaba a fines de los 80. Desde un principio se llevaron mi luminosa joya de última generación, la que me comunicaba con el mundo y hasta me gratificaba el tacto. Con ella todo lo podía, podía también hablar y verles la cara a muchos de mis interlocutores, y ahora tengo este mamotreto mudo, insípido, inerte y ciego, frente al cual me encuentro y que unos segundos atrás estuve a punto de hacer estallar en mil pedazos electrónicos y ahora lo venero porque es lo único que me conecta con alguien. Me conecta conmigo; es mi intermediario, mi amigo.

Mi centro del lenguaje. Mi criatura.

La cancerbera me dijo que las otras integrantes del Encuentro están como yo, totalmente cortadas de toda información. Nadie nos impide escribir porque con algo hay que pasar el tiempo, pero los sábados viene la cancerbera, al menos yo la llamo cancerbera, y nos borra el disco rígido. No se nos permite ni impresora ni disquetera, ni papel ni lápiz ni nada equivalente; no tenemos forma de conservar el documento. Ya ni me importa, escribo para mí, sólo por principio me dirijo a ustedes que no están y nunca leerán esto; lo hago por necesidad de compañía, para no olvidar el diálogo. ¿Cuánto hace que no hablo con alguien? Ya ni tengo los libros de mis amigos, mi biblioteca ha sido expurgada, sólo me quedan los textos señeros de los malditos maestros, los maestros mansos, no los maestros malditos que tanto admiro.

Volviendo a lo cual contesto: familiares no tengo, casi, y los pocos lejanos que me quedan piensan que escribir contamina. Más vale ser administradores de empresa, como ellos. Ellos y ellas, seamos justas, siempre anduvimos luchando contra esta convención del plural eternamente masculino cuando nos discriminaba a nosotras, conviene ahora no olvidar la excepción a la regla y aceptar que muchas se quedaron de aquel lado.

¿Se entiende? ¡Y qué carajo me importa que se entienda!

Antes abominaba de los signos de exclamación, ahora abuso de ellos. !!!!!!!!!!! Ratatatatatatá. Es la única protesta que me está permitida, como una ametralladora.

Los puntos suspensivos antes evitados también me los apropio:… y más… y más… y más……… Al menos dejan espacio para alguna esperanza.

Preparamos el Encuentro con un año de antelación. Era nuestra oportunidad de juntarnos a puertas cerradas e intercambiar ideas y diseñar algún proyecto común y evaluar los triunfos. Porque triunfos hubo a lo largo de las últimas décadas, y son (¡eran!) muchos. Además la intención era divertirnos, compartir entre pares ese juego exultante y tantas veces frustrante del acto de narrar, el producir algo de la nada peleando contra las barreras de lo indecible y esas cosas.

El primer congreso a puertas cerradas de escritoras del país, sin críticos ni académicos ni siquiera público o propósito publicitario alguno. Sonaba interesante, a qué dudarlo. Seminal como dijo alguna. Asistirían por invitación no las más renombradas, no, sino las más jugadas. El comité organizador estaba formado por muchachas llenas de entusiasmo, algunas ya en su tercera novela, y necesitaban que el encuentro saliera lo mejor posible.

La propuesta parecía más que ambiciosa, hasta pretenciosa casi, pero la apoyé con ganas. Era una regia oportunidad para encontrarme a solas con mis pares y por fin concentrarnos en hablar de lo nuestro, es decir del lenguaje.

Sería el congreso más intenso y quizá el primero de esta envergadura (aunque envergadura no es la palabra que corresponde ¿no? tratándose de mujeres). Y ahora estamos encerradas, silenciadas, tenemos la palabra prohibida, la escritura prohibida. Quizá también prohibido el pensamiento.

¿Fue el Mañana una caja de Pandora? En eso pretendieron convertirlo ellos, agentes de la represión, esbirros o lo que fuere porque vaya una a saber qué apelativo darle al enemigo.

Nuestra meta final era la ciudad de Corrientes donde muchas de nosotras desembarcaríamos para tomar el primer avión de regreso a la Capital donde nos esperaban obligaciones de todo tipo.

Seguirán esperando.

El arresto domiciliario de las que son madres es en familia, claro, pero tengo entendido que sufren aún más vigilancia que las solteras o que las divorciadas como yo. Cuando nos sacan a tomar aire debemos salir a la calle con chador, cosa que ya no llama la atención porque el chador se ha puesto de moda, cada vez más mujeres lo usan y no son escritoras, todo lo contrario, y los maridos y novios y amantes (pero me temo que quedan pocos de los últimos, la cosa se ha vuelto a más no poder conservadora, hay casamientos masivos según tengo entendido) las prefieren así, recatadas y propias.

A mí, más que los actos me importan las palabras con las cuales se designan esos actos, las marcas indelebles. El velo es de quita y pon, el adjetivo «veladas» nos cubre para siempre.

Nací rebelde, ¿y ahora qué?

Esto nos pasa por embarcarnos en el Mañana, una nave engañosa con nombre de doble filo. ¿Cómo traducirlo? La mañana de género femenino es esta que transcurre ahora, se nos va entre las manos y mañana vendrá otra, y vendrá un mañana neutro sin género específico que es sólo el día siguiente: mañana te espero, mañana por la mañana. En cambio el mañana lo tiene todo, tiene la promesa de un futuro mejor, «el mañana llegará y seremos otros» dice el poema, y nosotras acá siendo otras, sí, en un mañana lechoso hecho de nubarrones inciertos donde nos han clavado como mariposas con el alfiler de un nombre, el mismo del que se burlan los muy productivos anglófonos: Mañana, mañana, nos dicen en nuestra propia lengua, como sinónimo de promesa que no habrá de cumplirse jamás.

Adela Migone fue quien nos habló del barco, y nos pareció una idea brillante. Así se acababan las discusiones, porque unas queríamos que el congreso tuviera lugar en las montañas del norte, otras en los lagos del sur, muchas decían acá en la Capital, pero ninguna quería público. En eso estábamos todas de acuerdo: nada de público, sólo un encuentro a puertas cerradas por primera y casi seguro última vez, porque basta ya de separarnos de la masa de la literatura, basta de escritoras por un lado y escritores por el otro, esas discriminaciones.

Así surgió el barco llamado Mañana, flotando en medio de los sueños. Nos pareció perfecto con su mascarón de proa rescatado de otros tiempos, especie de sirena apuntando con sus tetas a un porvenir seguro, al mejor puerto. El Mañana tenía su propia capitana que reuniría –prometió– una tripulación del todo femenina. Lo estimamos un toque de humor y además una cierta forma de tranquilidad: ya sabemos qué poder de encantamiento ejercen los marineros sobre las blandas almas de algunas escritoras, aunque sean marineros de agua dulce y aunque la lenta travesía dure sólo cinco días con sus noches y aunque las tales escritoras tengan la cabeza en otra cosa. La cabeza sí, dijo una de nosotras, pero ¿y el cuerpo?… y fue así como aceptamos por unanimidad eso de navegar tripuladas por mujeres. Navegar con rumbo fijo mientras nuestras ideas eran lanzadas al garete.

Debo irme a la cama, y como en tantas otras noches extrañaré a mi perra Sand. Las arrestadas que tienen gato de alguna forma se las estarán arreglando, pero yo tuve que regalar a Sand por intermedio del portero. El tipo cría canarios, espero que al menos con los animales tenga buena disposición. Me dolió en el alma desprenderme de Sand, pero ¿cómo sacarla a la vereda tres veces por día cuando a mí sólo me sacan a pasear dos veces por semana, cuando no llueve? Lunes y jueves. A las 6:30 de la madrugada, la hora de mis mejores sueños. Eso antes. Cuando podía soñar. Ahora intentaré dormir, ya no doy más. Mañana (retomando el vocablo) será otro día tan igual a mis días anteriores pero seguiré escribiendo, hasta el último aliento seguiré escribiendo, es decir hasta el próximo sábado cuando venga la cancerbera a borrármelo todo, y escribiré de nuevo y otra semana de nuevo y de nuevo y una marca quedará en esta pantalla que se torna totalmente gris y luminosa, se ríe de mí la pantalla, y yo la seguiré marcando como quien con agua escribe sobre la piedra y un día, un día la piedra aparece burilada. No tengo tanto tiempo. No tengo milenios y es como si los tuviera. El tiempo detenido es todo el tiempo.

 

 

 

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