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Ficción argentina

El paraíso de la pileta grande

Por Inés Fernández Moreno

Leé uno de los cuentos de La vida en la cornisa (Obloshka).

 

Por Inés Fernández Moreno. 

 

Cuando ellos volvieron del viaje, a mí me tocó la muñeca rubia, la parisina de pelo sedoso y ojos tan claritos como yo nunca hubiera soñado tener. A ella le tocó la campesina. Era un personaje muy famoso allí en Francia, pero aquí era una muñeca de trapo un poco ridícula, sin nariz y con medias rayadas negras y amarillas: Becassine se llamaba. Ella no dijo nada. Tampoco dijo nada cuando le dieron el juego de carpintero y a mí el de tacitas chinas de porcelana para tomar el té.

La cuestión fue que aquel verano, cuando se prepararon las valijas para irnos de vacaciones, la muñeca de trapo no apareció por ningún lado. Yo me imaginé lo que habría pasado. Lo mismo que con las suelas de realce que tenía que usar dentro de los zapatos abotinados. Siempre faltaba alguna y mamá recorría toda la casa buscándola debajo de las camas, detrás de los muebles, en el canasto de los juguetes, hasta que se daba por vencida y había que encargar un par nuevo.

Ese verano, ellos decidieron que teníamos que aprender a nadar y nos inscribieron en las clases de natación de la pileta grande. La pileta grande tenía en aquella playa mucho prestigio. Debía tener más de cincuenta metros de largo y estaba construida sobre la pendiente que daba al mar. De manera que cuando se subía o se bajaba por las escalinatas que llevaban a la playa, quedaba expuesta a todas las miradas como un gigantesco circo de una sola pista. Nos tocó un profesor que se llamaba Roque y que tenía a su cargo a unos veinte chicos. Mi hermana y yo éramos de los más grandes, sobre todo mi hermana, tan alta y flaca que en cualquier grupo siempre parecía un personaje de otra raza. Lo mismo había pasado cuando por fin, después de largas discusiones familiares, se había decidido que sí, que haríamos la comunión. La costurera nos arregló dos vestidos prestados y al de mi hermana tuvo que agregarle un galón para alargarlo, aunque no resultó lo suficientemente ancho para que el vestido le llegara hasta el borde de los zapatos blancos, como a las otras chicas.

Por una razón o por otra, siempre llegábamos retrasadas en uno o dos años a los acontecimientos centrales de la infancia.

Los primeros días en la pileta grande nos pusieron a patalear en hilera, agarrados al borde de la parte baja. En el escándalo de las salpicaduras y bajo el mismo sol de fuego, todos parecíamos iguales. Pero en cuanto nos repartieron las tablas de flotación y nos tomaron las pruebas individuales, las diferencias empezaron a notarse. La consigna era patalear, pero sin doblar las rodillas. No parecía demasiado difícil, sin embargo para mi hermana resultaba casi imposible. Roque se acercaba cada tanto y con un puntero largo que llevaba siempre en la mano, le daba unos golpecitos en las piernas y le insistía: sin doblar las rodillas, vamos, con fuerza.

Ella había tenido de chica un principio de parálisis infantil y después había crecido desproporcionadamente, de manera que sus piernas, tan largas y derechas, eran su punto frágil. Había sido flaca desde siempre. Según yo había escuchado, comía y vomitaba desde la misma teta. Yo era en cambio más bien gorda y crecía silvestre mientras a ella la llevaban de médico en médico, para engordar, para curarse las vegetaciones que no la dejaban respirar bien de noche o para hacerle la ortodoncia porque tenía paladar ojival.

En pocos días más yo conseguí patalear con bastante soltura junto con todo el grupo. Nos desplazábamos con las tablas desde la parte baja hasta el andarivel que marcaba el límite con la parte honda, esa zona de peligros que me producía tanto vértigo como el mismo mar. Un vértigo que me llegaba desde el fondo transparente y engañoso del agua y también desde la triple altura de los trampolines.

Mi hermana en pocos días se cansó del pataleo y, cuando Roque no la veía, avanzaba caminando con su tabla hasta acercarse al grupo. Dale tramposa, le decían los chicos, y ella se ponía colorada como un tomate y no contestaba nada. Después vinieron los ejercicios de flotación sin tabla. Yo aprendí a hacer la plancha y a dejarme flotar boca abajo, como un ahogado. Mi hermana tragaba agua y se congestionaba con el esfuerzo, entonces Roque la llevó a un costado de la pileta, donde estaba el grupo de los más chiquitos, y le pidió que probara solamente sumergir la cabeza bajo el agua conteniendo la respiración, y que lo repitiera diez veces, veinte veces, y después volviera a empezar hasta que él le dijera basta.

Los chicos empezaron a reírse y uno de ellos dijo que la alta nadaba, pero estilo tortuga. Otro replicó que más bien parecía estilo jirafa.

Cuando empezaron los ejercicios de coordinación, Roque la hizo venir a mi madre. Era un día nublado y las dos salimos del agua tiritando. La más chica aprende sin problemas, dijo, pero la mayor no va ni para atrás ni para adelante. Estilo cangrejo, cuchicheó uno de los chicos por detrás de nosotras y salió corriendo a reunirse con los demás. Me parece que le va a convenir separarlas. Tal vez unas clases de gimnasia primero, o si no, pruebe en la pileta chica, aquí se me está retrasando el grupo.

Expulsadas del paraíso de la pileta grande, volvimos a casa tan sin saber nadar como al principio. Ella no dijo nada, pero ese día no quiso comer ni una de las seis bananas con crema diarias que el médico había recetado para hacerla engordar. A la noche se hizo pis en la cama. Y a la mañana siguiente, cuando busqué en el cajón una bombacha para ponerme, no encontré ninguna. Después de rastrearlas por toda la casa, descubrimos que ella se había puesto todas, una encima de otra, doce bombachas.

Para no escuchar la escena, me fui a la vereda a andar en bicicleta. Por esa época estaba practicando andar sin manos. Concentrándome mucho, conseguí dar una vuelta a la manzana sin tocar los manubrios de la bicicleta azul, la única que teníamos porque para ganársela había que aprender primero en las alquiladas de Palermo y mi hermana, después de muchos golpes, no lo había conseguido. Cuando volví a casa ella estaba tejiendo una manga interminable de un suéter. De golpe sacó todos los puntos de la aguja y tiró del hilo hasta deshacer el tejido. Después hizo un bollo con la lana y lo metió en su cajón sin decir ni una palabra.

La pileta chica era otra cosa. Estaba en uno de los balnearios más alejados de la playa, encerrada entre cuatro paredes altas y descascaradas. Había una multitud de chicos y una reverberación que multiplicaba hasta el aturdimiento cada sonido. Nos hicieron llenar una ficha a cada una. La mujer de la administración leyó la mía y la guardó, después miró la de mi hermana, entrecerró los ojos y dijo que no con la cabeza. Ella tenía una letra despareja y despatarrada que había conseguido mejorar con la ayuda de muchas maestras particulares. Había repetido varias veces de grado hasta llegar a quinto. Después ellos decidieron mandarla a una escuela de artes domésticas donde aprendiera cosas más sencillas que dividir, multiplicar o sacar raíces cuadradas. Sus cajones se llenaron entonces de recetas, de piolines para tejer agarraderas, de flores secas. Cada tanto mi madre venía y, sin revisarlos siquiera, tiraba todo a la basura. La mujer me extendió una ficha en blanco y me dijo, a ver, llenala vos que aquí no se entiende nada.

Así ingresamos a la pileta chica y empezó otra vez la sucesión de patadas, brazadas y flotación. Una tarde, Marcelo, el guardavidas de la pileta, nos anunció que al día siguiente vendría Sollen, el profesor alemán que supervisaba el trabajo de los grupos. Ojo con el alemán, advirtió, él va a querer verlos nadar a todos. Y cuando dijo la palabra “todos”, me miró a mí y especialmente a mi hermana. Ella bajó los ojos y su cara pareció más larga y más flaca que nunca. Me acordé de cuando había tenido paperas justo para su cumpleaños de diez. Se había quedado sin fiesta, en la cama, con el cuello increíblemente hinchado, untado con una pomada oscura de olor tan penetrante que impregnó durante semanas nuestro cuarto. Como ella no podía comer dulces, yo me fui comiendo sola la torta de cumpleaños, hasta que nada más quedaron las bolitas plateadas del adorno. Las metí adentro de un frasquito y se las llevé, pero me dijo que no las quería y que tampoco quería la colección de libros Robin Hood que le habían regalado los abuelos. En esos días tejió sin parar, con todos los restos de lanas de colores que fue encontrando en sus cajones, una bufanda finita y larguísima que nunca usó más que para hacerle nudos y más nudos que después, con mucho trabajo, desanudaba.

El profesor alemán llegó a la pileta chica el día prometido. Tenía un slip negro apretado como nunca habíamos visto hasta entonces en la playa y un pelo rubio amarillento como el de una muñeca. En cuanto llegó, tocó el silbato y se apoderó de la vara larga con la que corregían desde lo alto de la pileta los ejercicios de los chicos. Traeme aquí a los más perezosos, le dijo a Marcelo. Vamos a ensayar el principio Sollen, dijo, y se rio. Un principio tan sencillo que ya lo descubrieron mucho antes que yo: el que nada no se ahoga y el que se ahoga, nada. Lógica pura.

Mi hermana avanzó primera en la fila de los rezagados. Vamos, vamos, más adelante, le decía Sollen, hasta que la hizo llegar por el borde de la pileta hasta la parte honda. Entonces se acercó a ella y, sin más comentarios, la empujó al agua. La sorpresa me dejó vacía de pensamientos y de sensaciones, después, bastante después, porque el tiempo se había empezado a estirar de una manera muy rara, sentí que el agua se me volvía como un piso de cemento. Empecé a gritar, pero en lugar de un grito salió un sonido mudo, como en las pesadillas que la voz se pierde y se vuelve tan blanda como la almohada donde uno apoya la cabeza. El agua empezó a entrarme por la boca, empujando como un puño, llenándome las orejas y los ojos y empujando todavía más, como si quisiera ocuparme todo el cuerpo. Me sentí más mareada que la primera vez que me caí de la bicicleta y me golpeé fuerte la nuca contra la vereda. Pataleé como una desesperada pero yo tengo las piernas tan flacas y largas que siempre se me enredan. Después empecé a ver burbujas de colores, las burbujas crecían y crecían hasta que reventaban como fuegos artificiales. Y en medio de las burbujas vi la cara de mamá que se reía porque me quería poner colorete y yo no me dejaba. Verde que te quiero verde, me decía, y después, en lugar de colorete tenía en la mano ese ungüento asqueroso que me ponían en el cuello cuando tuve paperas. Otra burbuja y mi cara en el espejo, sin nariz, como la muñeca Becassine. Y mamá a esta chica no la aguanto más, todos problemas, yo qué culpa tengo si me salieron los dientes torcidos, que no me los lavo dice ella y me arrastra de un pie mientras yo pateo con toda mi fuerza y me hace abrir la boca y me la llena de pasta dentífrica que pica muchísimo y me cepilla hasta que me sangran las encías. Ojalá se me caigan todos, total para comer tantas bananas no necesito dientes, ni dientes, ni torno, ni dentista que me regale banderines, solamente encías y lengua. Es dulce chupar, pero me da hipo, un remolino adentro mío que empuja hacia afuera, no quiero vomitar pero vomito, vomito hasta la última gota. Mejor me dejo de gritar y me voy para abajo floja, flojita, dejo que el agua me lleve como un corcho, el agua es buena, te hamaca, mi hermana se hamaca y se ríe, la campanita suena ahora y cuando suene, bajan la cabeza había dicho el cura, lástima que el vestido me quedara corto, después reciben la hostia con unción y la guardan dentro de la boca, piensan en dios, pero yo tengo la cabeza en blanco, siempre en babia, dice la señorita Gloria, una página entera del cuaderno para escribir una sola palabra, hay que repetir, repetir veinte veces, treinta veces, la cabeza dentro del agua sin respirar, repita el ejercicio, repita de grado. Las piernas se me quedan dormidas, son como hormigas, letras como hormigas, como caca de mosca, aquí no se entiende nada, así no, un punto para arriba y otro para abajo, es fácil, sigue siempre igual, lo difícil es la manga, deshaga, deshaga y vuelva a repetir, siga el dibujo, la lana del ovillo se alarga, me envuelve, empieza a tirar para arriba y yo para abajo, si estoy tan cómoda, por qué no me dejan tranquila, dormir tranquila, hace tanto ruido para respirar que no la deja dormir a la hermana, y bueno, va a haber que cortar, que operar, y vuelve a tirar para arriba y entonces me dejo arrastrar y arriba la luz es cada vez más clara hasta que estalla sobre mi cara y otra vez me hice pis encima y grito, torrentes de pis y mi hermana que me mira con los ojos llenos de lágrimas o es el agua que yo todavía tengo en los ojos, no sé, porque me quedé como idiotizada, sin reconocerla, hasta que de a poco, mientras se retorcía y lloraba y vomitaba, empezó a volver y vi por fin que era mi hermana.

Todos la miran, mudos, y me miran. El alemán la envuelve en una toalla blanca y le da palmadas en la espalda para que siga tosiendo y vomitando agua. Los otros chicos empiezan ahora a murmurar, pero el guardavidas, con un gesto silencioso, da por terminada la clase, los manda a cambiar y se van hacia el vestuario echando cada tanto una mirada atrás.

Sollen levanta a mi hermana y la ayuda a caminar. Yo voy detrás, mirando ese slip negro tan apretado como nunca vimos hasta ahora en la playa, y pienso qué caliente debe estar la arena allá afuera, lejos de la pileta chica, donde nos podemos meter en el mar pero solamente hasta las rodillas y después volver porque todavía no sabemos nadar, mi hermana y yo, y nos podemos ahogar. 

 

 

 

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