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No Ficción

Esther Cross y Betina González en una aventura sobrenatural a cuatro manos

 Cómo volverse invisible

Esther Cross y Betina González se embarcan en La aventura sobrenatural (Seix Barral) para contar historias reales de apariciones, literatura y ocultismo. Aquí compartimos una de ellas.

Por Betina González y Esther Cross.

     

Una noche de febrero de 1854, una mujer apareció desnuda caminando por la cuadra de su casa en Edimburgo. En la mano izquierda, llevaba un pañuelo; en la derecha, una tarjeta de presentación con su nombre. La noticia no llegó a los diarios, pero sí a la historia de la literatura, porque se trataba de Catherine Crowe, escritora de cuentos fantásticos y autora de uno de los libros más vendidos de su época, El lado nocturno de la naturaleza, uno de los primeros estudios de los fenómenos de percepción paranormal, como la aparición de fantasmas y dobles, los sueños premonitorios y las casas embrujadas.

Esa noche de febrero, Catherine tenía 64 años. Era amiga de Thackeray, Dickens y Charlotte Brontë y había hecho una fortuna con sus libros, que le habían permitido vivir separada de su marido y dedicada a la investigación del mundo de los espíritus. Fue Dickens el que registró el episodio en varias cartas:

La señora Crowe ha terminado completamente loca —y completamente desnuda— por culpa de los espíritus. La encontraron el otro día en la calle, vestida solo con su castidad, un pañuelo de bolsillo y una tarjeta de presentación. Al parecer, los espíritus le habían informado que si hacía eso se volvería invisible. Ahora está en el asilo. Una de las más curiosas manifestaciones de su enfermedad es que no soporta ver nada de color negro, lo cual genera muchos inconvenientes, sobre todo cuando llega la hora de traer el carbón para encender el fuego en la estufa de su cuarto.

Unas semanas después, Dickens sigue con el asunto en otra carta. Dice que, cuando Catherine se dio cuenta de que no era invisible, no se sorprendió, porque se acordó de que al abrir la puerta de su casa había intercambiado de manos el pañuelo y la tarjeta, así que salió a la calle con los objetos ubicados al revés de lo que le habían indicado los espíritus.

El episodio no deja de tener cierta lógica: si una está en busca de una receta para la invisibilidad, ¿qué mejor autoridad que los muertos? En El lado nocturno de la naturaleza, Crowe nos recuerda que lo que llamamos «lo visible» es «tan solo una función de un órgano construido para ser usado en relación con el mundo externo, pero estamos rodeados de muchas cosas en ese mismo mundo que no podemos ver sin la ayuda de aparatos y otras muchas a las que ni siquiera con esa ayuda podemos percibir». Si la naturaleza está llena de organismos y cuerpos que se esconden al ojo, ¿por qué no pensar que los espíritus participan del mismo juego y que algún día un aparato nuevo nos permitirá percibirlos? Las trompetas de las médiums, el ectoplasma, las luces fosforescentes o la simple clarividencia todavía no eran tan populares en la época de Catherine Crowe. Sin embargo, el tema de la aparición y la desaparición de los cuerpos venía siendo estudiado y practicado por la tradición ocultista desde la Antigüedad.

Casi cincuenta años después de que Catherine saliera desnuda por las calles de Escocia, Aleister Crowley aseguró haber dado con la fórmula para lograr la invisibilidad. Fue en 1900 durante un viaje por México. Con la ayuda de un hombre al que llama «don Jesús» y al que nombró sumo sacerdote, Crowley fundó la Orden de la Lámpara de la Luz Invisible, una hermandad que se remonta a Eliphas Lévi con escala en Dumas y de la que Crowley conocía sus fórmulas mágicas porque las recordaba de su encarnación anterior como Cagliostro. Parte de los rituales era una danza destinada a producir una especie de mareo lúcido que lo llevó a volverse «un vehículo de la Cabeza de Dios», pero Crowley mismo admite que todavía era muy joven y no había hecho la conexión intelectual entre la conciencia humana y la divina, así que de poco le sirvió entrar en la cabeza del Supremo. En cambio, sí logró algo más práctico: desarrollar un ritual para conseguir la invisibilidad.

Llegué a un punto en que mi reflejo en un espejo se volvió débil y vacilante. Se parecía al efecto de las imágenes interrumpidas en los primeros días del cinematógrafo. Pero el verdadero secreto de la invisibilidad no tiene nada que ver con las leyes de la óptica, el truco es evitar que la gente se dé cuenta de tu presencia en situaciones de completa normalidad. En esto me volví bastante exitoso. Por ejemplo, salía a dar un paseo por la calle vestido con una corona dorada y una capa escarlata sin atraer la atención de nadie.

Como él mismo admite, había logrado llegar a la condición de «parpadeo», pero no había podido «desaparecer completamente». Para llegar a ese estado le faltaban conocimientos y años de entrenamiento. Algún tiempo después de ese viaje, lo encontramos en Calcuta, entregado a la vida conyugal y olvidado de la Gran Obra. Rose, su primera esposa, está embarazada. Él sale a dar una vuelta por la ciudad. Sin darse cuenta, se mete en un barrio peligroso. Va sin guías, tratando de hallar «la calle de la infamia» adonde lo habían llevado en un viaje anterior. Da vuelta por los callejones oscuros, de a ratos iluminados por los fuegos artificiales del festival de Durgá Pujá. De pronto, tiene la sensación de que alguien lo sigue. Crowley se pega a una pared, trata de pasar desapercibido. Cree haberlo logrado, porque va vestido de negro y su rostro está tostado por el sol del Kanchen- junga. Tres hombres pasan de largo, pero luego se dan vuelta y se le tiran encima; se ve el resplandor de la hoja de un cuchillo. Crowley siente que le revisan la ropa, se da cuenta de que, igual que un animal de presa, él y solo él atrajo a esos hombres, anota con furia que era el único extranjero en ese lugar, «un caballero inglés atacado por ladrones comunes». En ese momento, su yo inconsciente, «un simio o algo más primordial», se apodera de su cuerpo. Dispara dos veces en la oscuridad; sin saber cómo, sus manos manejan el revólver que había olvidado en su bolsillo. Se oyen gritos. Los fuegos artificiales iluminan la escena, pero solo se ven sombras confusas. Llega más gente. Aparecen unos hombres con antorchas, rodean a los heridos, todo el barrio se despierta. Nadie se ocupa de Crowley, que sale sin ser visto, por más que es el único europeo en el lugar. «Pasé a través de la muchedumbre excitada, todos me miraban, pero nadie me veía: Pero él los atravesó como una niebla y siguió su camino. Ya sé que esto suena a un invento pero muchas de las personas que han vivido conmigo en los últimos tres años notaron que me vuelvo invisible con bastante frecuencia y, la mayoría de las veces, sin darme cuenta».

Unos días después, Crowley descubrió que había herido a dos de los asaltantes con uno solo de sus disparos. En sus Confesiones, explica que cierto estado mental, como el del terror, descorre la censura que impide que la conciencia se comunique consigo misma, con su yo profundo. Ese estado mental también se proyecta hacia afuera y distrae la atención de las personas, «igual que lo hace un hechicero con un conjuro». Es más:

Puedo transferir la propiedad de la invisibilidad a los objetos, si quiero. Por ejemplo, hace poco un policía vino a mi casa en busca de un objeto. Yo admití en seguida que lo tenía, se lo mostré y le insistí en que lo viera, lo tocara, lo oliera y lo probara pero se fue de la casa reportando que había sido incapaz de encontrarlo. En esa ocasión yo sabía bien lo que hacía: lo abrumé con mi honestidad y mi diligencia; corté el hilo entre sus sentidos y su mente.

En 1934, el Manchester Guardian publicó una noticia con el título: «El escritor Aleister Crowley declina hacerse invisible en la Corte». Se trataba del juicio que Crowley le había entablado a la artista Nina Hamnett por difamación. Aunque esa vez no quiso hacer una demostración pública de sus poderes, Crowley sacó provecho de su habilidad para hacerse invisible en varias oportunidades. Ese entrenamiento salvó su vida al menos una vez más, en un viaje por Marruecos en el que se metió en el medio de un ritual que unos beréberes estaban llevando a cabo en medio del desierto.

En cuanto a Catherine Crowe, solo estuvo en el hospital unos días. Cuando salió, escribió una carta a los diarios aclarando que había estado internada por problemas gástricos y que estando inconsciente, lógicamente, había hablado de los espíritus porque era el tema que la obsesionaba en ese momento. Crowe siguió escribiendo y publicando libros sin volver a tener episodios de invisibilidad o locura, aunque Hans Christian Andersen reporta que una vez fue a una fiesta en la que la vio tomando éter con una amiga: «Me miraban con ojos muertos, como de locas», anotó él en su diario. Esa fiesta, sin embargo, fue anterior a su episodio de invisibilidad. Catherine Crowe también investigó otros temas, como las algas, el plancton y otros microorganismos invisibles en el agua.

Quienes estén interesados en el ritual de Crowley para lograr la invisibilidad pueden encontrarlo publicado en uno de los números de su revista The Equinox. En una de sus invocaciones dice: «En el nombre del Señor del Universo, te conjuro, Manto de Oscuridad y Misterio, para que me rodees y me vuelvas invisible, para que al verme, los hombres no me vean ni tampoco me comprendan, sino que vean aquello que en realidad no ven y comprendan aquello que no es lo que tienen enfrente. ¡Que así sea!».

   

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