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La casa de la calle azul

Por Alicia Genovese

Un fragmento de Allá lejos todavía, publicado por Zindo & Gafuri. "Hay en este libro pasajes que podrían ser cuentos, que tal vez lo son, solo que la autora ha elegido que sus lectoras sientan la obligación o el permiso de narrarlos. Como quien en su incalculable riqueza va soltando piedras preciosas para poder volver a casa al internarse en un bosque, vamos recogiéndolos con ella por el camino", dijo Betina González en la presentación.

Por Alicia Genovese.

 

 

En la casa de la calle Azul hice mi afirmación más importante, la que después con los años, me costaría hacer en presente, dije entonces que iba a ser escritora. Fue en el jardín cuando, tapial de por medio, desde la vereda una vecina le preguntó a mi mamá qué iba a ser yo cuando fuese grande. Mi madre dudó y en ese instante me anticipé a su respuesta. Mi madre quería que fuese modista, como ella, o secretaria en una oficina. Voy a ser escritora, solté. Lo anuncié desde la nada, fue una sorpresa hasta para mí. Lo dije como si ya supiese negar interponiendo una afirmación. El único libro de una autora mujer que podía haber leído entonces era La inquietud del rosal; con su lomo finito y su cartulina rugosa que todavía recuerdo ubicado en mi escueto estante de biblioteca. Alfonsina pudo haberme dado letra para la respuesta. Pero también que la pregunta apareciese, en ese jardín. Ese era mi lugar, el de mis lecturas y mis soliloquios, el de mis fabulaciones escritas, el de mis primeros borroneos, el de mis planes informes que se expandieron infinitos; un lugar al que regresaría muchas veces después, con la memoria.

Cuando regresé a Llavallol lo que más me llamó la atención fue una de las esquinas de la cuadra en la que viví, una casa en la que había funcionado una peluquería. Sobre una de sus paredes a un costado se mantenía pintada la vieja inscripción “Azul” debajo de un cartel nuevo de chapa que decía “Ucrania”. La confluencia de nombres era la viva imagen de la confusión que debía existir entre los viejos habitantes del barrio al nombrar la calle y la confusión me incluía. En esa inscripción doble la separación entre el pasado y el presente no se había terminado de demarcar, era equívoca, acaso siempre lo sea, pero ahí claramente los dos tiempos convivían.

Al irme, el día de la visita, me llevé en la cabeza la imagen de la calle Azul con sus dos nombres. Trazaban el ideograma de una vida disociada parecida a la mía, eran el haiku que de una línea a otra pega una voltereta en el vacío. Azul (espacio en blanco) Ucrania. Dos líneas. En la primera, la vida que viví durante esos años con las rodillas peladas de correr en los juegos. La vida en un barrio con calles de tierra, con baldíos donde siempre aparecía algo inusitado, un lodazal, un nido caído, un alambrado de púas, un caballo que pastaba y donde tenía un jardín con un deseo adentro, sin forma y sin cómplices. En la otra línea, Ucrania era el símbolo de lo extranjero. En la otra vida, iba a ser siempre un poco extranjera; se me notaría el acento, la marca de origen. Pero desde ella también encontraría la tercera línea del haiku a través de calles insospechadas para la nena ensimismada de aquella época. La tercera línea era una vida enlazada a los libros que había hurgado desde entonces por bibliotecas y librerías. Los libros habían logrado tender un hilo invisible entre los dos espacios. En la tercera línea encontraría el lugar donde balancearme como en las hamacas, la telaraña placentera que se teje invisible, secreta, el hallazgo de lo que la literatura puede alcanzar y traer hasta la callecita más remota de la tierra.

 

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