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Ficción argentina

La garza: un cuento de Alejandra Kamiya

De su nuevo libro

Uno de los cuentos que integran La paciencia del agua sobre cada piedra, novedad de Eterna Cadencia que ya agotó su primera edición.

Por Alejandra Kamiya

 

 

.

 

Leiva

 

Cuando terminó de hablar, el doctor Corradini levantó una mano para tocarle el hombro a Leiva pero llegó tarde. Leiva levantó antes la suya para estrechársela al doctor, que lo miró a los ojos. Y ahí sí se encontraron y se dijeron sin palabras lo que tenían que decir. Poco y duro. Leiva no se llevó los sobres con los estudios. Dejó los sobres y también el sombrero de fieltro que parecía inseparable de él. Tampoco saludó a la secretaria del doctor ni a nadie con quien se cruzó al atravesar el pueblo.

Corradini se acercó a la ventana cuando Leiva se fue, y por primera vez pudo reírse del incidente por el cual había dejado de atenderlo hasta hacía unos meses.

Leiva, con su bota de yeso, la que el doctor le había armado cuando se cayó del techo, y la mujer de Corra- dini, con sus pequeños perros a cuestas, habían tenido la desgracia de coincidir en el consultorio y todo había terminado con uno de los perros en el aire y luego enye- sado, como si Leiva en la patada le hubiera contagiado el yeso

Leiva no se acordaba de aquello, ni de ninguno de los eventos que para el resto del pueblo eran sus anécdotas, como el cachetazo al loro de la despensa, y las distintas formas de indiferencia que Leiva había practicado con los vecinos del pueblo, excepto con Jáuregui, a quien Leiva detestaba con un ahínco que se parecía al afecto.

Pero hasta de Jáuregui se había olvidado Leiva aque- lla tarde.

Se sentó en la galería de la casa y allí se quedó. Mi- rando el campo, pero viendo las paredes de machimbre de la escuela, su vieja maestra, y el pelo negro de la hija de la casera de San Ceferino, en el banco de adelante. Él po- día olerla. Olía a flores, pero no rosas o lavandas. Flo- res que hacían que a Leiva le gustaran de repente las flores. Ella movía los dedos y la boca de un modo diferente. Y cuando creció, todo empeoró.

A los quince ya no había nada que Renata Arce hiciera como las demás. No había remedio. Todo en el cuerpo de Renata Arce era una condena para Leiva, que ya no pudo escaparse a ninguna otra mujer. Al principio intentó, como los presos que trepan los muros y caen. Luego ni eso. So- bre todo después de ver a Renata Arce pasearse con el se- ñorito de la estancia, el escritor.

Leiva se volvió entonces hacia el campo, con el que se entendía mejor que con las mujeres y la gente, y el cam- po le fue fiel y le devolvió con creces lo que Leiva le dio. Pero ni así se libró de Renata Arce, que como algunas plantas cuanto más intentaba Leiva cortarla, más crecía, y como una enredadera lo iba cubriendo por dentro y por fuera. Con veneno y en silencio. Porque no se puede lla- mar más que veneno, pensaba Leiva, a algo que enferma así al hombre desde las vísceras.

Hasta que una noche, después de varias cañas, se animó.

A caballo fue Leiva hasta San Ceferino, sin ensillar, así, borracho y a pelo.

Como si lo estuviera esperando, encontró al señorito sentado en la galería. Lo invitó un whisky y Leiva no tuvo mejor idea que aceptar y echar sobre el fuego de las cañas un poco de whisky escocés.

El señorito hablaba como si no pasara nada y Leiva lo veía hablar, y veía el atizador, y la botella de vidrio grueso, y el cuchillo que el señorito usaba para cortar el queso y el pan. Veía todo como si brillara pero no oía, como si los oídos se le hubieran vuelto hacia dentro y nada pudiera entrar. No escuchaba al señorito ni se escuchó a sí mismo cuando se levantó, abrió un poco las piernas y como si es- cupiera, habló.

No recordaba lo que dijo, las palabras salieron solas y fueron demasiadas para guardar en la memoria. Lo impor- tante fue que no se cayó a pesar de la borrachera, que le mantuvo siempre la mirada al señorito y lo llamó señorito en lugar de llamarlo por el apellido, y que cuando terminó sintió eso: que había terminado. No sabía qué, pero había terminado al fin.

El alivio le duró a Leiva varios meses.

Hasta que volvió ese día de lo del doctor Corradini y la chatura de la pampa le pareció una forma de silencio, o mejor dicho, la otra cara del silencio que él nunca había visto. Hasta los pájaros hablaban en otro idioma y entre ellos.

Leiva, sentado afuera, permanecía inmóvil, y todo se mecía en la espera.

Al tercer día se levantó y fue directo a San Ceferino. Ni llamó a la puerta, recorrió la casa como si la conocie- ra. Encontró a Renata en la cocina. El pelo negro, los ojos chinos, la fragilidad de algunas flores.

Leiva habló de pie frente a la mujer que, sentada, miraba el piso.

Leiva soltó su pregunta, tan pensada y sin embargo tan corta. Con las manos juntas, extrañando el sombrero per- dido, le preguntó a Renata Arce qué era lo que ella quería. Solo eso. “¿Qué querés, Renata? Decime”.

Ella levantó la vista y miró por la ventana. Tal vez para entonces ya estaba loca como dicen que se volvió. “Estar con las garzas”, fue la respuesta.

Los días que siguieron, Leiva se dedicó a caminar en su monte de eucaliptos, tocó los árboles con toda la palma y los miró de arriba abajo lentamente. “Una buena referen- cia para medirse”, pensó. Una montaña, el mar, son comparables a Dios, un animal, tampoco sirve. Pero un árbol, esos que estaban desde antes de que sus abuelos llegaran, o estos otros que Leiva talaba y volvía a plantar para vender eran una vara perfecta para medir una vida. Los árboles, que no fingen, no engañan, que están atados a su tierra, que no cazan ni caen presa, se parecían más a Leiva.

A los pocos días él y siete hombres más cortaron los árboles marcados, los limpiaron y los dejaron frente a la casa. Leiva los miraba como miran otras personas a un hijo.

Y lo que hizo con esos troncos blancos fue lo más ridículo que alguien hubiera hecho en ese pueblo: en la peor parte del bajo, donde uno no puede andar sin hundirse hasta las rodillas, justo ahí, clavó profundo cinco pilares. En el lado contrario a la estancia, tal vez el que más se ane- gaba. Leiva andaba de aquí para allá con unos planos de un sistema de poleas que él mismo había dibujado y tal vez inventado para llegar profundo en la tierra con los pilares. Para llegar a la seguridad que no dan el agua ni el barro.

Sobre los pilares hizo una plataforma de madera y, sobre ella, una casa. Una casa blanca a la que sorpresivamente se fue a vivir y que se le llenó de garzas. Todos en el pueblo creían que se trataba de una especie de maldición. Las gar- zas caminaban por el borde de la plataforma, rodeando la casa, trepaban al techo, espiaban por las ventanas. Algunos dijeron que el viejo, en su último delirio, las alimentaba y las criaba. Pero nadie lo creyó posible tratándose de Leiva. Lo que es cierto es que la casa parecía estar viva, en- vuelta en el movimiento blanco de las alas enormes que se cerraban y se abrían, como un montón de ángeles que juegan. El reflejo en el agua duplicaba la altura de los postes que la sostenían, y la casa parecía suspendida en el aire. Para muchos era lo más bello que habían visto hasta entonces.

Al poco tiempo Leiva empeoró y Corradini se ocupó de internarlo y de que no sufriera.

En el funeral Renata Arce estuvo sola. Leiva sonreía. Para ese entonces, el último de los dueños de San Ceferino se había suicidado con el rifle de su padre y la estancia estaba en venta.

Renata, con dos abrigos superpuestos y una sola valija, se mudó a la que ya todos llamaban “La casa de las garzas”.

 

 

Renata

 

Cuando se echa a rodar una espera y no se topa con aquello que ansía, la espera sigue su camino: cuesta abajo se acelera, cuesta arriba a veces muere, copia la forma del terreno que no es otro que la vida, y si la vida es completamente lisa, la espera continúa por siempre como una rueda que gira sola en el vacío.

Ocurre además que aunque sea larga es solamente una y no muchas la espera, y es por eso tal vez que no parece un exceso aunque dure una vida. La espera, de hecho, le hacía compañía a Renata. Más parecida a un gato que a un perro, la espera quieta y silenciosa, la miraba a Rena- ta hacer esto y aquello el día entero. Los días enteros, los años, que pasaban por el camino de tierra del otro lado de la tranquera, como si no se animaran a acercarse a la casa ni a Renata. Nadie venía ya a ese lugar en el que había ha- bido tanta gente, comidas de mesas largas y sogas de ropa tendida con colores de fiesta.

Y como el silencio que viene después de las fiestas, así era el silencio en el casco de San Ceferino, con ruidos pequeños: el crujir de la cama de Renata cuando se levanta- ba, el gallo, el agua hirviendo en el fuego, los pájaros, el peine que apoyaba Renata en la cómoda después de atarse el pelo, el mate siempre, a veces el viento. En verano, las chicharras. Después, durante el día, el ruido de la escoba, de los cubiertos, de las tijeras, del agua corriendo. Algunas noches, los perros, los de la casa en contrapunto con los perros que estaban lejos y tal vez ni existían.

Ya casi no se acordaba Renata de la espera y la espera misma casi no se acordaba de Augusto. El señor Augus- to, ahora. Porque cuando eran niños Renata podía decirle Augusto y después le había dicho Amor, el verano aquel. Renata y la espera, y la casa también, vivían para el hombre que nunca venía. Día tras día, una y otra vez, Augusto no venía.

Renata miraba siempre por las ventanas y abría bien las puertas. Miraba el sol llegar por un lado e irse por el otro, miraba las garzas que venían al bañado a hacerle compañía. Había una que Renata había visto crecer. Tenía un collar más bajo y oscuro y un modo de moverse que la hacía es- pecial. Renata la esperaba siempre y la garza parecía saber- lo: era la única que se acercaba a la casa. Renata comenzó a dejarle pedacitos de pescado, y cuando la garza los comía era Renata la que se sentía satisfecha. Cuando la garza no venía, Renata se llenaba de tristeza. Los días pasaban como trenzándose entre Renata, la garza y la espera, hasta que una noche llegó Augusto, de repente. La espera se esfumó y Renata ni se dio cuenta, tan atareada estaba latiéndole el corazón con fuerza todo el tiempo.

Preparó pan casero, molió café, sirvió las mermeladas que había hecho en el verano con ciruelas y duraznos del jardín, sellando los frascos con agua hirviendo. Puso el mantel azul y hortensias. Augusto le dijo que nunca lo habían tratado así.

El segundo día Augusto no desayunó. Al tercero, se había ido, sin decir nada, como nunca había dicho. Renata entendió cada palabra no dicha como no hubiese entendi- do nunca palabras de las otras. Cada día, cada detalle co- sido a un recuerdo, todo había sido en vano.

Al cuarto día recordó a su garza: recuperó la espera.

 

 

Augusto

 

La pampa plana y solo, muy solo, un ombú. Y como las cosas suelen explicarse unas a otras, el ombú se tornaba, por momentos, inexplicable, tan solo en la tarea de justifi- car el paisaje. Así había pensado siempre su vida Augusto: una vida desierta salvo por un libro, un libro furioso que había escrito hacía casi treinta años. Así la había pensado él, quieta como ese paisaje, hasta que su vida pareció ponerse en movimiento y adquirir de repente perspectiva: aquel li- bro único se reveló entonces lejano y de tan lejano, ajeno. Él no era un joven furioso, ni siquiera creía en las palabras del joven que había sido. La distancia había empequeñecido al ombú y la ausencia de otras obras se había esparcido por todos lados, imponiéndose como hace el vacío con quien mira la pampa. Después de aquel libro, Augusto había descubierto que el suyo no era ni el único, ni el más grande, ni el primer dolor, que las mujeres les rompen a los hombres el corazón, y que el acierto había sido creer en algo que no era verdad. “Algo en qué creer”, pensó. Augusto no tenía mujer, ni familia, ni dios.

Partió por la mañana, sin más equipaje que los cuadernos. Después de haber manejado varias horas, llegó a la casa de campo demasiado cansado para nada que no fuera tomar algo y echarse a dormir.

En su primer libro había intentado dibujar fotograma a fotograma su propia destrucción, la que finalmente no había sido tal sino una especie de resurrección. Y no hay magia más grande que una resurrección. ¿Qué queda por hacer después de algo capaz de quitarle protagonismo a la muer- te? ¿Qué escribir después de haber escrito el secreto de una resurrección? No tenía ideas acerca de lo que iba a escribir. Solo debía hacer de nuevo lo que ya había hecho una vez: convertirse en puerta, dejarse abrir, pasar y ser palabra al fin. Despertar allí y que le resultara más familiar que su propia casa, fue cálido, y ver a Renata, a pesar de que es- taba avejentada, lo hizo sentir bien. Todo en la casa estaba igual, hasta las flores en los floreros. No lo habría sor- prendido ver a su madre salir de la habitación principal, echándose el pelo hacia atrás, y sonriendo.

Augusto fue al comedor. El desayuno de hacía veinte años seguía servido en la mesa. El pan estaba fresco, el café caliente. Había dibujos de vapor flotando sobre la mesa. Lo único que había cambiado era Renata. Tenía las manos tomadas por detrás. Sí, había envejecido. “Hace mucho que nadie me trata así”, dijo Augusto, y ella sonrió.

En la habitación de atrás, el escritorio estaba contra la ventana. Los postigos abiertos. Afuera, casi adentro, el campo. Una ola de recuerdos que como cualquier ola fue achicándose y finalmente se desvaneció. Augusto miró el paisaje quieto. Tierra baja, siempre inundada y cubierta de juncos y totoras. “Tan bella como inútil”, había dicho el padre. Y Augusto había temido que hablara de la madre y no solo de la tierra. Pero no había dicho nada.

Abrió un cuaderno, y se echó hacia atrás. De nuevo, el chirriar de la silla, el ruido del padre, el chirriar de la silla al girar cuando todos se habían ido a dormir. “¿Qué hace?”, le había preguntado a su madre. Nunca se habría atrevido a preguntárselo a él. No era sobre eso que iba a escribir. Suspiró y miró su vida. Ningún recuerdo nítido. Volvió a mirarla, como una película muda una y otra vez, pero nada ocurrió. La vida plana, pampa. Apoyó la cabeza sobre una mano y estiró el otro brazo sobre el escritorio. Buscaba por dentro como quien recorre una casa vacía. El ruido hueco de sus propios pasos, la ausencia de otra voz. Eso era todo. Los recuerdos son inútiles, pensó. Como si hubiera salido de la casa vacía a andar sobre un basural, restos de cosas que habían sido era lo que cubría todo hasta donde él podía ver.

Y entonces, por la ventana frente a él, la vio: una garza. Solían ir al bajo, pero nunca tan cerca de la casa. Esta tenía un collar negro casi a la altura del pecho. Como deteni- da en el aire, echó el cuello y la cabeza ligeramente hacia atrás, adelantó el cuerpo y las larguísimas patas y las hun- dió en el agua con suavidad. Plegó un ala y luego la otra y se quedó inmóvil, como un dibujo de dos trazos de pincel. Y cuando Augusto intentó buscar una palabra para lo que sentía, la primera que se le apareció fue “amor”. Corrigién- dose, pensó que se trataba de una especie de reconciliación, y finalmente optó por llamar a aquello “belleza”, a secas. Lo que había ocurrido frente a él, o tal vez, dentro de él, era un acto de belleza. Y como la belleza despierta el deseo de capturarla, aunque fueron solo sus manos, Augusto se abalanzó sobre el cuaderno a escribir. La garza pareció estar de acuerdo: no se movió.

Cuando el cielo estuvo rosa, repetido el rosa en el bañado, y una luna tímida mostró su cara, Augusto se echó hacia atrás en la silla y dejó el lápiz sobre el escritorio.

Esa noche se sentó en la galería y pensó que la gar- za estaría dormida. “¿Cómo duerme una garza?”, pensó. “¿Se acurruca? ¿Se junta con otras garzas o se redondea sola en el nido?”.

Oyó un caballo acercarse y cuando se bajó vio que era Leiva, el de la maderera.

Parecía muy tenso y Augusto le ofreció un whisky an- tes de preguntarle qué lo traía a San Ceferino. Tenso todavía, a pesar del whisky, Leiva lo desafió a adivinar a qué había venido. Augusto dijo que solo sabía a qué había venido él mismo.

Entonces Leiva se puso de pie y habló como si hubiera entrado en erupción. Aquel hombre que Augusto creía de pocas palabras e ideas, le habló de coraje, de hombría, de lo que sirve y lo que no, de cómo y por qué se capa a un toro, de que la nobleza de la madera se ve en la talla, de los claveles del aire y las cuscutas y otras plantas parásitas, de que en la naturaleza hay leyes y si hay leyes, dijo, hay delitos y debería haber penas.

Augusto no respondió o no necesitó hacerlo porque Leiva se fue, pero esa noche no pudo dormir. Él era un hombre que escribe. Esa era su función. “Soy un hombre que escribe”, repetía. La garza escrita era la prueba. Soy un hombre que escribe. Pensando esto se durmió.

Al día siguiente vio de lejos a Renata junto al desayu- no y fue directo a sus cuadernos. Leyó de pie, sin levantar los cuadernos del escritorio, y solo después de leer se dejó caer en el sillón. “¿Como un dibujo de dos trazos de pincel?”. Basura. La garza no estaba ahí, no estaba su belleza, su modo de mover las alas como si en lugar de estar en el aire estuviera en el agua, su modo inmóvil tan parecido a un secreto. No había en las palabras nada de la garza.

Entonces miró por la ventana y la vio. La garza estaba allí, bellísima, ofreciéndose de nuevo.

Augusto la miró en silencio un tiempo quieto. Con la cabeza entre las manos, la miró hasta que ya no nece- sitó mirarla para verla. Escribió un párrafo que borró, y otro, y borró de nuevo. Sentado en la silla de madera de su padre vio frente a él el cambio de colores del cielo, del celeste luminoso con nubes todas diferentes a una mezcla enloquecida de anaranjado y violeta y azules oscuros y extraños. Vio a la garza levantar vuelo sin dejar tras de sí nada, llevándose consigo la posibilidad de la belleza, de lo que es verdad y por eso es bueno.

Esa noche no cenó. Después de todo, había tenido algo en qué creer, la posibilidad de escribir, y bastó un intento como un disparo para hacerla desaparecer. La posibilidad con la que Augusto había vivido y dormido treinta años. Aquello con lo que uno vive y sobre lo que va apoyando sin saber las horas se vuelve a la larga y en silencio una forma de fe.

Dio vueltas en la cama y se levantó antes que Renata y el sol. Buscó en el armero y cargó el rifle inglés. “Este no falla”, le había dicho el padre. Recordaba cómo hacerlo. Los recuerdos se habían vuelto útiles.

Ella llegó puntual. Se detuvo en el aire, elegante acomodó el cuerpo, replegó un ala, la otra, hundió las patas en el espejo sin romperlo. Augusto se acercó lentamente. Ella parecía esperarlo, mansa. Él apuntó, ella volvió su delgada cabeza hacia él, como si lo mirara. El tiro partió la tierra y el tiempo. Empujada hacia atrás ella dejó una estela blan- ca de luz. El agua se tiñó de rojo y ella se hundió suave, siempre suave, en el espejo. Augusto no se acercó, volvió a la casa y escuchó a Renata en la cocina.

Cuando se fue no se llevó los cuadernos sino el rifle.

Solo el rifle.

 

 

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