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No Ficción

La imaginación marina de Gabriela Mistral

En Recados completos (La Pollera) encontramos este elogio a los pájaros costeros de la gran poeta chilena, Premio Nobel de Literatura.

Por Gabriela Mistral.



Quien tuvo la gracia de navegación larga, o vio volar al albatros, o convivió un poco con él, meses con él, puede darse por bienaventurado. Pero quien se lo encuentra de mar adentro no siempre lo reconoce, no supo que era él y sus ojos perdieron la natividad.

En cuanto a los que quieren hallarlos en los puertos, que es casi pedirlos en el umbral de sus casas, y los buscan en el hervidero de gaviotas y golondrinas de mar, esos no lo van a ver nunca. El garibaldi volador, es decir, el libérrimo, no quiere nada con bahías y puertos, y los tiene por pudrideros. La vista de él con nosotros ha de ser en alta mar y mejor aún en la tempestad que nos coge en camino, dentro de la borrasca desenfrenada. A esa cita entre cielo y tierra, entre viento huracanado y agua, él no va a faltar. Pero el que quiere más que eso y tiene el antojo de verle el amor, los bailes y otras fantasías, váyase en la buena estación (que es el invierno para el trópico) a la isla Tristão de Cunha, hacia el hombro noreste del Brasil, o váyase en verano a la Patagonia nuestra, donde todavía ellos guardan su feudo, o se los guarda la Providencia, contra alacalufes o rifles.

Pero el antojadizo evítese el fiasco de cruzar la banda ya de regreso y hallarse con el reino vacío. Porque este señor del gran poder emigra como los reyes viejos y escapa a las nevadas patagónicas con sus otros primos proceláridos y las demás tribus de pluma y presa. No se quede sin él hombre alguno que de veras ame el mar, no renuncien a ver al primogénito del océano porque se quedarían con el cuerpo y sin el alma.

El océano vacío de albatros y de alciones, como la tela del caballete virgen de brochazo, es una aridez azul que bosteza.

Le falta el héroe encima y se aburre sin hazaña. El albatros hace de las suyas en las dos aguas mayores del mundo: la pacífica y la atlántica, con preferencia para la primera. El único mar misterioso que va quedando, el filipino, y sus anexos, acribillados de islas, le aseguran siempre peanas libres y solitarias. El Atlántico austral lo llama también entorno del Cabo de las Tormentas y, en el último Pacífico, el vagabundo se chileniza por siete meses y por pagarle esta dádiva será que yo estoy contándolo.


El agua grande es su deleite y su comedero conjuntamente: en ella tiene él sus fantasías y sus logros, suerte feliz que no suele ser nuestra. Cierta repugnancia de nosotros, las gentes, lo hace isleño o buscador de costas desiertas. Vuela días y días, hasta hallarlas o reencontrarlas, pues generalmente vuelve a las mismas como silbado por ellas. Así es como resulta ciudadano de dos patrias y viajero mejor que vagabundo, como el fenicio, y el malayo, y el inglés.

La bandada de aves marinas parece una invasión naval del año 940; es la súper emigración que vio el navegante hacia el estrecho que cubría leguas y a ratos oscurecía el cielo. Lo mejor que puede ocurrirnos, viajando de Chiloé al sur, es que la crucemos y que ella no vuele a grandes alturas, esquinando el viento patagón. Sería cosa de parar el barco si los capitanes supiesen que eso que pasa y pasa es un rito del planeta y la operación eufórica de una especie, la más libre de todas. Pero tantas veces vieron eso los capitanes, que ya no les importa.

La bandada pasa como una sábana viviente, como el tapiz mágico de los niños árabes, solo que sin llevar un aventurero encima. Rara vez alcanza a oírse su algarabía. Van huyendo del frío, más felices que el yugoslavo, el alemán y el indio fueguino, y vuelan derechamente, pueblo trashumante de itinerario sabido, volatería más sabia que Colón y Vasco de Gama, que son a su lado “niños de pecho”, pobrecitos tanteadores de a cuatro centavos.

Los pajarotes de gritería bárbara son grandes sensibles y evitan desde el día del Génesis los hornos del verano tropical y el tendal de las nieves. Para hacer su gusto no tienen que cargar como los pueblos pastores tiendas y trebejos a cuestas; en el reparto del mundo les cayeron en suerte dos alas magistrales, las mejores que conoce el viento, alas bastardas y sobradas, más alas que cuerpo vil.

Allí van, los poetas dicen que ebrios de mar, y no hay tal cosa: van más apuntados y precisos que las esferas voladoras, y más atentos que el globo de Picard por la estratósfera. La imaginación marina, barrocamente revuelta, debe asustar la costa: es enorme y una vez posada da a los marinos la idea de un ganado que sestea. Por eso, el primer palurdo que la vio en el África del Sur tuvo la ocurrencia de dar al planchón blanco el nombre de “carneraje” y dio al ave prócer el mote de “carnero del cabo”.

Tantos son que en minutos cubren el borde la isla y como no gustan de adentrarse, las que se quedan sin metro de espacio vuelan de nuevo hacia otra isla o hacia otras dunas aceptadoras de la emigración desatentada. Después de unos pocos días de regodeo en la templanza del aire y de acomodación en arena y piedras calvas, comienza el rito famoso de sus amores. Porque ellos se echaron asemejante excursión no solo por unos grados de calor, sino también por tener crías y darles aire tibio.


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