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La infancia, el paraíso de la lectura

Por Jorge Monteleone

"El paraíso sepultado de la infancia resucita ilusoriamente en la lectura cuando en ella se sostiene esa creencia en el mundo como un texto que puede ser leído, donde las cosas son signos que nos miran, nos hablan y nos aguardan", se lee en El centro de la tierra (lectura e infancia), publicado por Ampersand, del que ofrecemos este adelanto.

 

Por Jorge Monteleone.

 

Porque a menudo esas horas parecieron perfectas, porque la melancolía suele reservarle la agria memoria de un duelo, porque no hay nimiedad que, en el centro sobrio de la luz –luz diurna, luz vespertina, luz de vela, luz de lámpara– no pueda no ser recordada, la lectura en la infancia nunca entra en el olvido y su sola evocación tiene la fuerza de un tesoro largamente prometido al deseo.

(Marcel Proust nombra, al comienzo del ensayo “Sobre la lectura” que precede a su traducción de Sésamo y lirios, de John Ruskin, una paradoja: no hay días de nuestra infancia que hayan sido vividos tan hondamente como aquellos en los que creímos haber dejado de vivir mientras pasábamos el tiempo deslumbrados con un libro preferido. Proust no solo reunía la lectura a la infancia –cuando ese acto es entonces, como muchos otros, inaugural–, sino también con un modo de vivir más pleno).

La vida, que en el momento de ser vivida durante la lectura parece vaciada de sí misma, como si fuera una vida insuficiente o incluso “no vivida”, revela en cambio una condición existencial que la lectura profundiza: la vida se vuelve más intensa.

Hay un momento inicial en el cual el mundo está siendo designado por el índice extendido de la lengua materna o apenas se discierne en un horizonte de palabras que se distinguen en poco del sonido mundano. La infancia corresponde a aquellos días, en los que los objetos se revelan como una presencia surgida de una luminosa espuma en una playa sola. Y acaso por eso han generado todas las imágenes de un momento de experiencia pura, porque es también un momento de experiencia muda en la que el niño aún ingresa al mundo de los signos bajo la gravitación de lo material. De ella han nacido todas las fantasías de la humanidad inocente cuando las cosas y los seres estaban unidos en una aurora de presencia: la “infancia de la humanidad”. A eso lo llamaríamos el Paraíso.

(En Infancia e historia, Giorgio Agamben nos disuade de esa fe: dice que no sería posible aislar una consciencia preverbal porque todo sujeto se constituye en y por el lenguaje. La fantasía de una experiencia muda originaria, entendida como una infancia de la humanidad, se eclipsa ni bien se reconoce el lenguaje como el origen de lo humano. El origen de la infancia y el origen del lenguaje serían una y la misma cosa. La unión de lectura e infancia parece en principio una contradicción en sus términos, ya que etimológicamente la palabra in-fancia viene del latín in-fans, es decir, “el que no habla”: la infancia significa el momento previo a la adquisición del lenguaje).

El día que abrí Platero y yo de Juan Ramón Jiménez por primera vez –en la versión expurgada del texto original en un libro para niños, cuando no sabía aún que la Moguer de Platero también estaba cerca del mal creía, con la misma fe que tuve en su hora por san Miguel arcángel, que me estaba destinado porque comenzaba así: “Advertencia a los hombres que lean este libro para niños”. Allí leí esta frase: “‘Donde quiera que haya niños –dice Novalis– existe una edad de oro’. Pues en esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca”. Nunca pude olvidar del todo esa fe, a tal punto de que me alegra cada vez que la reencuentro en los poetas, como ese día en que leí la poesía de Arturo Carrera sobre el niño “que elabora en secreto –como la araña– un libro: el mundo casi sagrado de la infancia” mientras pensaba en su contracara: imaginar a esa monstruosa tejedora del tamaño de un hombre y pasarnos toda una vida contemplándola, aterrados, como escribió Dostoievski en Los demonios.

(La idea del paraíso como infancia es religiosa: se halla en el hinduismo y en Occidente es un mito cristiano, al decir de Jesucristo en Mateo 19, 14: de los que “son como niños es el Reino de los Cielos”. La unión de la niñez con el retorno de la Edad de Oro aparece en aquel aforismo citado por Jiménez y que pertenece a Granos de polen, de Novalis, o reaparece en el segundo libro del Hiperión de Hölderlin: “¡Y pensar que se puede volver uno como un niño, que vuelve el tiempo dorado de la inocencia, el tiempo de la paz y de la libertad, que existe a pesar de todo una alegría, un lugar de reposo en la tierra!”).

Si un día hemos conseguido leer, si el alfabeto nos lleva al lugar desde donde partimos, cada lectura no retorna al pasado, sino que la idea del paraíso regresa en el presente. Al menos la ilusión o la nostalgia de un paraíso cuando el cielo ha desaparecido. Basta que hayamos leído para que se reavive en la lectura actual menos la arquitectura elevada hacia el azul de aquel pasado, que la mirada alzándose ansiosa para buscar el más allá de las cúpulas. Así no se trataría de la imposibilidad de remontarse a la sensación preverbal de la infancia, sino que la lectura abriría en el presente la sensación de que es posible vivir en el lenguaje con aquella misma atención primigenia del que leyó por primera vez y cree, como una vez creyó el poeta, que todo el mundo existe para terminar en un libro o que las cosas nos hablan porque su ser es lingüístico y la materia fue proferida por un dios.

El paraíso sepultado de la infancia resucita ilusoriamente en la lectura cuando en ella se sostiene esa creencia en el mundo como un texto que puede ser leído, donde las cosas son signos que nos miran, nos hablan y nos aguardan. Cuando la naturaleza es un templo, decía Baudelaire en el poema “Correspondencias”, pasamos a través de un bosque de símbolos que nos observan con miradas familiares: tengo para mí que si abren los ojos sobre nosotros también somos leídos. Esa potente inversión hace que la vida anterior de la infancia sea el edén de las correspondencias.

Arrojados al desamparo y la destrucción si nadie nos protege, la lengua materna es la primera guarida. A medida que la lengua traduce el mundo es probable que la opacidad de las cosas parezca volverse transparente con las palabras. Esas formas que comienzan a habitar el cuerpo del infante serán su propia vida, serán incluso parte de su propio aliento y cuando las lea, cuando logre leerlas, sentirá que algo de sí mismo se vuelve plural. Luego llegarán otra vez, con el tiempo que destruye, la limitación y el miedo, pero aquellos días donde todo rimaba entre las palabras, las cosas y el yo infantil vuelven como una ensoñación unida.

(Si no puede existir un paraíso sin lenguaje como un origen de lo humano asimilándolo a la infancia sin habla, en cambio el lenguaje es el que alza, como un velo que desoculta y a la vez distancia, un espacio único donde lo humano manifiesta su herida discontinuidad, el verdadero hiato que la constituye antes y después del habla: el desgarramiento entre lo que no se habla todavía y lo que será nombrado. Ya que el lenguaje constituye al sujeto, ¿acaso no es la infancia la que establece el límite único en el cual esa misma experiencia, que todavía no ha sido subjetivizada, puede percibirse como una experiencia pura? Es decir, puesto que el lenguaje constituye al sujeto, sería posible concebir una experiencia presubjetiva y trascendental en la cual el ser humano se halla en el mundo pero todavía no es un hablante. Y así afirma Agamben su paradoja: “Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea todavía in-fante, eso es la experiencia”).

Cuando el yo pasa de ser infante a hablante, entra en el mundo simbólico, entra en la historia, pero la verdadera experiencia está allí: latente. Creo algo más, siquiera como una fe que se distrae del derrumbe: que la lectura le da a esa infancia un mundo, y que con los años tal vez se despierta de nuevo ese mundo de la infancia en el acto mismo de leer. 

 

 

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