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No Ficción

La última nota de Roberto Arlt en el diario El Mundo

"El paisaje en las nubes"

"Evidentemente, los hombres no eligen a sus padres ni a sus destinos", así comienza esta pieza, tomada de las crónicas escritas por el autor de Los siete locos entre 1937 y 1942, reunidas en la edición de Fondo de Cultura. 

Por Roberto Arlt.

 

 

 

 

Evidentemente, los hombres no eligen a sus padres ni a sus destinos. Quizá ofrecerían un espectáculo magnífico si aquellos que están por nacer
tuvieran poder de escoger a sus progenitores. Qué batallas de párvulos o qué batallas parvulescas se producirían en los planos astrales. Qué de niños descalabrados entonces nacerían; faltos unos de piernas, otros de brazos, otros de narices. Los más feroces, por supuesto, aparecerían en hogares pudientes.

Bueno, uno de los que no pudo elegir fue George Zabriskie. George tuvo por padre un zapatero remendón, que tenía un cuchitril hediondo a cuero y cola en las proximidades del barrio negro de Nueva York. El padre de George le suministraba al pequeño profundas lecciones de moral con el tirapié. De este modo George, aunque se desarrolló en pleno ambiente facineroso, adquirió lo que se podría llamar el cartabón ético. Este cartabón ético le sirvió para no convertirse en pistolero ni ratero en los tiempos en que aún se cotizaban los matones. George, mediante este cartabón se convirtió en chauffeur. Su padre, hombre de principios, que leía la Biblia y le inculcaba la moral con el tirapié, le decía:

—Hijo, hasta los chauffeurs entrarán al reino de los cielos.

A los 17 años, George manejaba eficientemente su coche, pero no creía
que los cielos tuvieran reino. En cambio, su padre, se hizo adventista. Creía, cada vez con mayor vehemencia, en el advenimiento de Jesucristo y en la aclaración del misterio que encubre el Sexto Sello.

George envidió a su padre. A medida que los días transcurrían entre sus manos y conducía su automóvil por los desfiladeros de sombras que son las calles de Nueva York, mirando con mirada a veces vacía el perfil de los rascacielos que en la altura próxima del cielo tienen un tono de canela rosada, que se oscurece a medida que el sol desplaza en el cemento la silueta oscura de otros rascacielos, nuestro hombre aprendió a respetar las
musarañas del cerebro, y las musarañas, viéndose respetadas en el caletre
del chauffeur, crecieron descomunalmente.

Es decir, se convirtió en un soñador.

Durante un tiempo tuvo su parada junto al quiosco del piramidal edificio de Woolworth, otras junto al palacio cúbico de Sigwin. Allí construyó
sueños magníficos. Cuando doblaba la cabeza hacia arriba, millares y millares de ventanas de los rascacielos parecía que iban a desplomarse sobre sus ojos, y entonces pensaba en los bosques que aún subsisten en las llanuras quebradas, en los ríos que serpentean ociosos entre los prados esmaltados. Otras veces, con su coche llegaba hasta las terribles calles de los suburbios, edificios de siete pisos de fachada de ladrillo sin revocar, empavesados por la ropa interior de los inquilinos recién lavada. Y los sueños de George crecían en medio de esta miseria, rectos como palmeras cuyo penacho busca el sol.

Después tuvo su parada a la altura del número mil de la Quinta Avenida, y en breves líneas de corte poético describió la melancolía alegre de los abedules que aún se encuentran esquinados en las ochavas y el canto
extraño de los pajaritos en las ramas de piel manchada.

Sus compañeros supieron que escribía.

Luego, viajó por una compañía de transportes hacia las horrendas casas de inquilinato del antiguo barrio turco, de frentes rayados por las oblicuas rampas de hierro de las escaleras de incendio. Su horror al paisaje de
cemento lo hizo cantar, en un lenguaje de un Teócrito prerrafaelista, estampas de égloga, ríos de sabanas anchas y mansas donde centellean peces extraordinarios, valles antorchados de bosques donde moran pensativos animales de cornamenta bronceada, y cuando ya hubo publicado un considerable número de poemas de color verde manzana con manchas de oro y azul, los recopiló en un volumen que se editó con el nombre de Geografía de la mente.

Geografía de la mente es el itinerario fantasmagórico que sigue con su
espíritu hambriento de luz el prisionero de la ciudad de cemento gris. Como los Cuentos de un soñador de lord Dunsany, Geografía de la mente es una ventana abierta en el glorioso mundo del paisaje. El hombre que se asfixiaba entre las murallas de la ciudad titánica se ha evadido mentalmente, y entonces como un bebedor de haschich, vagabundea por los campos adornados del plano astral, y el plano astral deja de ser un plano astral para convertirse en una acuarela entre cuyos horizontes todos quisiéramos morir.

Geografía de la mente es el éxito literario del año 1942. The New Republic,
por intermedio de su crítico, dijo que éste era el mejor libro del año. La aventura de George Zabriskie no termina aquí. Los fiduciarios del Guggenheim Memorial han resuelto otorgarle a George una beca, para que durante un año pueda pasearse por la soledad de los bosques y dedicarse a la poesía sin la preocupación del volante. Un crítico, maldito sea él, se ha
preguntado si George en los campos encontrará el auténtico silencio de las
grandes llanuras, la frescura de paisaje que descubrió oculta tras las montañas cúbicas de la titánica ciudad de cemento.

Nosotros, a pesar del crítico, creemos en George.

 

 

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