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Ficción argentina

No me olvides

Por Ezequiel Martínez Estrada

"Yo había resuelto —después me di cuenta— vivir; lo cual significaba que había escogido una de las dos únicas soluciones que estaban a mi alcance: soportar el rigor de mi suerte, o morir". Tomado de los Cuentos completos del escritor argentino, en la colección dirigida por Ricardo Piglia para el Fondo de Cultura Económica.

Por Ezequiel Martínez Estrada.

 

La ciudad, con sus habitantes dentro, terminó haciéndoseme odiosa. Después de una época de éxitos consecutivos, caí en un período de eclipse, en que fama y dinero se desvanecían precipitadamente. Mis colegas encontraban fastidiosos mis relatos, el público abandonaba la sala a mitad de la representación de mis comedias, los diarios y las revistas me devolvían los originales con dos líneas corteses de desahucio. Mi vida de escritor había terminado. Parecíanme un sueño aquellos aplausos y alabanzas que tan pronto y triste fin habían de tener, y que de la popularidad clamorosa hubiera pasado a la indiferencia, si no al desdén de mis rivales y admiradores.

  Se me cerraron todas las puertas, en una palabra. Los viejos amigos doblaban la cabeza en la calle para no saludarme y mi nombre no significaba ya nada para nadie. Un folleto, escrito con increíble imprudencia, “Andamos en la maroma”, volcó sobre mí toneladas de befas y repudios. Todo terminado, concluido, menos lo que de mí constituía el esqueleto de mi personalidad. Yo mismo, el ser físico, viejo ahora, sin voluntad de seguir adelante, sin bienes de fortuna ni conocimientos que pudieran auxiliarme con cualquier empleo decoroso, al alcance de mis escasas aptitudes burocráticas. No poseía yo ningún título universitario y mi creciente popularidad parecía asegurarme una dorada y feliz ancianidad, exenta de privaciones y zozobras. La decadencia, pues, me tomó desprevenido y aunque sobrevino paulatinamente, tuve la impresión de una caída vertical y que el desastre se había producido en lapso tan breve como el que va del mediodía a la entrada de la noche. ¿Era posible, era explicable todo eso? A mi juicio, no.

  Cómo pude llegar a la situación en que me encuentro no sabría decirlo. Muchas veces pienso, basándome en mi caso personal, aunque no exclusivo, que existe un destino contra el que es inútil luchar. He leído muchas historias y leyendas que voy comprendiendo ahora y estoy convencido de que la razón y la justicia no tienen nada que ver con lo que ocurre en el mundo y en la sociedad de los hombres. Si supiéramos interpretar las palabras de admonición que oímos en la niñez, descubriríamos en ellas una sentencia o fallo anticipado de toda nuestra vida. Por ejemplo, recuerdo bien la tarde que mi madre me llamó para decirme algo que ni en ese momento ni muchos años después comprendí, pero que ahora se me revela como una advertencia profética. Estaba mi madre sentada en el patio al atardecer, leyendo un libro y el sol la cubría de un velo diáfano de oro. Jugaba yo por ahí cerca, en un jardincito que ella cultivaba con sus manos cuando me llamó.

—Ven. No cortes esa flor menudita y celeste que se llama miosotis, porque observo que parece que tuvieras ganas de cortarla. Es una planta que me regaló una señora recomendándome que la cuidase porque nuestra suerte era la misma de esa planta. De manera que si se secara o la arrancasen, alguna desgracia nos ocurriría, a ti, a mí o a tu padre. Esa flor tiene un poder secreto y si la encuentras en otra parte como ahora la ves en el jardín, tu suerte será dichosa; pero hasta que no la halles, y esto tiene que ser sin que la busques, no serás feliz. Vuelve a jugar y cuida de esa planta.

  Nunca olvidé esta advertencia tan extraña. Un día la planta desapareció y mi madre se enojó mucho contra mí porque supuso que la hubiera yo arrancado. La planta había desaparecido inexplicablemente, sin dejar huellas de haber sido arrancada. Hoy, por primera vez después de cincuenta años, pasando frente a una florería, he visto en diferentes lugares de la vidriera ramitos de miosotis, que llaman también no-me-olvides. Me detuve a contemplar esa hermosa y diminuta flor cuyo nombre es tan significativo y parece relacionarse con el episodio de mi madre y de nuestro jardín. Pensándolo bien, puedo asegurar que, en todo ese largo tiempo había olvidado yo la flor de no-me-olvides; pero al verla en la vidriera de la florería tuve la impresión absoluta de que mi situación actual estaba relacionada con la desaparición de aquella planta. Y como hace ya tantos años de eso, no podría decir que fui yo quien arrancó la planta y cubrió de tierra el lugar. No lo recuerdo; no puedo recordarlo, y, sin embargo, me parece que sí, que impulsado por el miedo y por la tentación del mal, yo mismo arranqué la planta y atraje sobre mí la desgracia que estuvo cincuenta años preparándose sordamente. Pues no podría decir que el castigo que mi madre me anunció se haya cumplido antes, ya que mi vida, aceptada por mí con suficiente comprensión y paciencia, no tiene sino dos o tres episodios que pueda considerar como castigos. Uno es la muerte de Isabel, la única mujer a quien amé de veras. En mi juventud era mi novia, sin que nos lo hubiéramos dicho, y nuestras relaciones, a las que suele dársele el nombre de noviazgo, duraron siete años. Jamás encontré ser humano tan comprensivo, inteligente y cariñoso. Hallaba yo en ella respuesta a mis inquietudes, consuelo a mis pesares y estímulos para vivir perseverando en un ideal de gloria que no puedo decir que no haya alcanzado. Y si triunfé durante mucho tiempo en las letras, si llegué a conocer la satisfacción del triunfo, a ella se lo debo todo; a Isabel, que era una mujer dotada de aquellas cualidades que hubo de tener también mi madre y que no volví a hallar en ninguna otra persona. Por ella me dediqué a escribir obras de teatro, abandonando la novela en que tuve tantos éxitos. Roberto Payró me indujo también. El teatro llegó a ser para mí la forma de expresión más adecuada a la índole de mi talento literario y a la clase de asuntos que yo deseaba o necesitaba expresar por medio de las letras. Con ella casi asistí al estreno de mi drama Pompas de jabón. Si he de confesar la verdad, lo mejor de esa obra se lo debo a su inspiración. Porque aunque no colaborara conmigo en el sentido corriente de la palabra, de tomar parte activa en la elaboración de la obra, ella aportaba, como contribución de su parte, lo espiritual ungido de esperanza, que es lo que entendemos por ideal. Y si en esa obra, que los críticos definieron como “el drama del ideal que cuando se alcanza no se tiene”, hay algo que se levanta sobre la tierra y tiende hacia un lugar donde las situaciones se purifican y los intereses se ennoblecen, a ella se lo debo.

  Asistimos juntos al estreno de mi drama y estábamos en el palco con otras personas, cuando, al finalizar la obra, se presentó Ermette Novelli y me abrazó expresivamente. Fue para mí la consagración en los primeros pasos de mi carrera. Entonces el teatro nacional era, como el periodismo y la música, exponente de la más alta cultura y del más fino espíritu, alcanzando niveles que jamás volvió a tener. Poco tiempo después Isabel murió. ¿Cómo puedo evocarla hoy, separado de ella por tantos años de soledad, de victorias y derrotas y por una distancia tan grande que es como si hubiésemos vivido en distintos países? No puedo, no, reconstruir su imagen que se ha disipado, ni de lo que de su vida me transmitió, ni lo que ella significaba estando viva y junto a mí para mi obra y mi destino. ¿No he soñado? ¿No habré imaginado su existencia como el argumento de un drama y su persona real como un personaje idealizado? No sabría decirlo. No estoy en condiciones de separar lo cierto de lo imaginario, el sueño de la realidad, lo verdadero de lo falso. ¿Qué me ocurre? Falta a mi alrededor lo que me protegía, lo que me daba seguridad de ser yo alguien, de estar sostenido por mis semejantes. Porque ahora estoy solo y así como han desaparecido mi madre e Isabel del mundo, así he desaparecido yo. ¿No estoy delirando? ¿Es cierto lo que yo creo que me ocurre, que han pasado como un sueño mi fama y mi seguridad?

  Cuando me detuve ante la florería para admirar con nostalgia y pena los muchos ramilletes de no-me-olvides con que habían adornado como intencionalmente para mí la vidriera, ¿no concebí en ese momento, lo mismo que si hubiese concebido una escena de drama o de novela, la historia de mi madre en el jardín? Estoy seguro ahora de que no he inventado esa anécdota para encontrar un justificativo, sino una explicación a mis tribulaciones actuales. ¿Qué Isabel, Isabel, Isabel? Algo hay de absolutamente cierto: es el triunfo del estreno de mi Pompas de jabón el abrazo de Ermette Novelli y que ella estaba conmigo participando de cuanto le pertenecía de ese triunfo, que era lo mejor. Puedo reconstruir numerosas circunstancias en que estuvimos solos, comunicándonos nuestras vidas, forjando proyectos, alimentando ilusiones, concibiendo obras en que poníamos lo mejor de nosotros y de lo que hubiéramos querido ser.

  Todo eso ha existido, no puedo dudar de ello; pero ¿por qué ahora se funden en una sola imagen, en un solo recuerdo, mi madre y ella, el miosotis de aquella tarde de sol dorado y sus últimas palabras: “No me olvides”, como si todo fuese lo mismo, un sueño?

  Hallábame aún en el cénit de mis fuerzas intelectuales; encontrábame, sin exageración, en la plenitud de mi poder de fantasía y expresión y de razonamiento; mis últimas producciones podían ponerse al nivel de las mejores, de las que me reportaron tanta satisfacción y dinero. ¿Qué había ocurrido, entonces? ¿Es que se había producido un cataclismo inadvertido por mí, que trastocaba el buen sentido de las gentes y las hiciera abominar de lo que antes gustaran, tal como las oscilaciones de la moda dejan en calidad de adefesios lo que hasta la víspera despertaba su admiración y su codicia? ¿Por qué escribí el panfleto “Andamos en la maroma”

Me puse a releer mis viejos libros y a cotejarlos con las producciones que se me rechazaban en todas partes. No hallé ninguna diferencia de calidad. A mi parecer, algunas de estas últimas sobrepasaban el mérito de las anteriores, de las que me dieron fama y fortuna. Tampoco hallaba en las obras de mis colegas nada que las distinguiera por su originalidad o su técnica, ni en la novela ni en el drama. 

Estas cavilaciones y lo enigmático de mi situación acabaron presentándoseme como única explicación razonable, como un hecho imputable al destino, divinidad que determina, más que la acción individual, el triunfo y el fracaso. Estoy convencido de ello, como asimismo de que algún cambio se había producido en todo el planeta del que, por desgracia, yo permanecía ileso. Sea resultado de la Guerra Fría, de la conquista de los pueblos por métodos de propaganda letárgica —era el tema del folleto “Andamos en la maroma”—, yo estaba desplazado, desalojado, arrancado de mis soportes. No encontrando un motivo más lógico y sensato que justificase mi caída, decadencia o descrédito, me pareció satisfactoria aquella absurda remisión a los dioses de mi desdicha, y me resigné a la suerte que me estaba prescripta, pues quería seguir viviendo, ya que carecía de valor para quitarme la vida. Porque no es fácil morir; por lo contrario, es increíblemente difícil. Esto no podré tolerarlo —piensa uno—, una gota más y se derramará el vaso, un gramo más y se desmoronará el edificio; pero se tolera, caen muchísimas gotas más y el vaso no se derrama, caen toneladas de peso sobre el edificio y este sigue en pie. Intenté morir, lo confieso. Sin resignarme, fui resignándome, cediendo, apocándome. Mi vida seguía siendo más o menos la misma, porque continuaba estando vivo, aunque había perdido todo aliciente, todo interés, toda esperanza. Estaba muerto e insepulto, arrojado por la muerte al tráfago de siempre.

Yo había resuelto —después me di cuenta— vivir; lo cual significaba que había escogido una de las dos únicas soluciones que estaban a mi alcance: soportar el rigor de mi suerte, o morir. No se me había dado escoger entre otras alternativas, como pudo haber sido entre tres o cuatro posibilidades de vivir con decoro. No beber ese cáliz de humillación, o morir.

  Hacía el mismo itinerario de costumbre, de mi casa al centro, por la calle Tacuarí. La inalterada presencia y perseverancia de las casas, los negocios y las personas, las mismas de siempre, me confirmaron en la certidumbre de que ni ellas ni yo habíamos cambiado, y sí el orden de relaciones en que hasta poco antes habíamos convivido. Aunque todo conservaba su aspecto habitual ante mis ojos, y aunque yo debía ser el mismo de otros días más felices, la ciudad, el país y el mundo en que yo vivía era innegable que habían experimentado una transformación esencial. Era el tema del panfleto.

  Transitando como siempre, me sentí extranjero, rotos los hilos secretos que me unían a mis semejantes, a mi ciudad, a mi época; un ser exótico, desorientado, anacrónico. Me invadió una íntima tristeza, como si, a plena luz del sol, caminara en una noche cerrada, como si las calles pobladas y bulliciosas estuvieran en silencio y desiertas, como si el universo hubiera desaparecido en su existencia real y se sobreviviera en calidad de su vacua imagen. Era la Florencia de Dante, cuando murió Beatriz. Yo mismo me desconocí. Me percibía andar, pensar, usando de mis sentidos y ausente, a manera de cadáver galvanizado. Pero también sentí que estaba aún estrechamente fundido a la vida en un bloque y que me era tan forzoso aceptar mi ruina como mi vida. Que obedecía yo a la voluntad de un destino. Y entonces comprendí por qué madres que pierden sus hijos, ancianos que pierden su fortuna, jóvenes que pierden su amor siguen viviendo y por qué el mundo se puebla sin cesar.

  Desde muchos años atrás existía en Tacuarí, entre Moreno y Belgrano, donde está ahora la agencia de colocaciones Stella Maris, adonde mi abuelo me llevaba cuando iba en busca de personal de servicio doméstico; y, también, la tienda Los Circatosis, que aún está como entonces, en 1880. Decidí inscribirme en el registro de postulantes para obtener empleo, cualquiera que por mi edad y falta de experiencia en el comercio pudiera desempeñar. Había muchísima gente apiñada en el saloncito donde estaban las pizarras, y todas las muchas personas estacionadas en las calles adyacentes esperaban que las llamaran. Por primera vez también sentí qué era estar desocupado, ser un hombre sin trabajo: la tristeza, la vergüenza y el temor que antes había descrito en mis cuentos y dramas sin comprenderlos. Iba aprendiendo, cuando ya era tarde, el sentido de la vida. Dando empujones logré llegar al mostrador y dije mis datos personales, abonando un anticipo de la comisión. Confieso que experimenté la sensación de haber claudicado de mi ingénita arrogancia, de haber descendido de un peldaño muy alto a otro muy bajo, con lo que había sido despojado de parte de mi individualidad. Pues creí siempre que el pobre era pobre por condición natural y que no experimentaba, como los demás seres menos desdichados, las mismas pasiones y sufrimientos al ser humillado y considerado en menos por sus semejantes. Pagué la culpa de la incomprensión de modo harto cruel. Me sentí como un viejo la primera vez que tiene que aceptar una limosna, pactar con la humillación y la vergüenza porque la muerte es peor. El primer paso hacia la degradación y la renuncia a toda defensa. Pero yo fui un gran dramaturgo y un gran novelista. Lo dijeron Payró y Novelli. ¡Ermette Novelli! Era un actor inteligente y hablaba bastante bien el castellano. Me lo presentó Payró y le debo valiosas sugestiones sobre el modo de terminar los actos. Cuestión de técnica, más para el actor que para el dramaturgo. Gracias, tengo que agradecérselo. Conocía teatro de todo el mundo, desde los griegos, y daba gusto hablar con él porque siempre se sacaba provecho de sus reflexiones. Le estoy agradecido y nunca lo olvidaré. Teatro y novela. Lo que me ocurre a mí ahora, esta situación, esta historia absurda que es mi vida, ¿no es drama, no es novela, no es fantasía? ¿No es una flor de miosotis, efímera, solo un recuerdo? El teatro tiene su secreto, su técnica, más o menos como el arte de vivir; y cuando uno se entrega a la creación todo lo ve como un drama. Se le presentan las escenas de la vida como se nos presentan en el teatro, con la diferencia de que no reconocemos que son escenas de un drama que representamos sin saberlo. En el teatro cree que el drama es real, pero en la vida no cree que es teatro. No quisiera recordar esos días felices, pero no puedo olvidarlos. Mi desgracia se agrava hoy porque no puedo olvidar. ¿Lo atribuiré al presagio de mi madre con la flor de no-me-olvides, o a las últimas palabras de Isabel: “No-me-olvides”?

  No creí, mejor dicho no lo pensé, que esos días felices pudieran fenecer, marchitarse y reducirse a cenizas. Comprendo ahora que viví cuarenta años sin haber salido de la juventud, y veinte sin haber salido de la niñez. Ahora mismo, hoy que me siento tan desdichado y tan solo, no me explico por qué estoy viejo, ¡si ha pasado tan poco tiempo desde mi niñez, si ha pasado tan pronto! Al ver los ramilletes de no-me-olvides en la florería, comprendí que cincuenta años es un minuto: evoqué la escena de mi madre en el jardín, al caer la tarde, como si no hubiese pasado el tiempo, medio siglo. Pero ¿ha pasado medio siglo? El amor de Isabel, que fue una flor purísima, tan delicada, tan fina, tan irreal ahora. No la puedo olvidar aunque no sé si ha existido; si su amor no fue como una miosotis. Miosotis, que es no-me-olvides. Es la única flor en el mundo que al mismo tiempo es amor. Como me decía Novelli: “El amor es un verdadero sogno; y la gloria una ilusione”. Yo no entendía entonces lo que esas palabras significaban, como me parece que no entendía casi ninguna de las palabras que oía, pronunciaba y escribía. Es que uno entiende muy tarde, y a veces nunca, el significado de las palabras que usamos todos los días, las más importantes: vida, vejez, pan, amor, dormir, conversar. Las usamos, por supuesto, pero no sabemos lo que significan. Yo, al menos, no lo sé; lo supe mucho menos y no podría asegurar otra cosa. Cuando recuerdo algunas de las que mi madre pronunciaba, me parece increíble que yo no pensara siquiera un poco en lo que me decía para entenderla. Aquel pronóstico de la flor o, también: “Quisiera que no crecieses; siempre serás un atropellado que haces las cosas sin pensar. Cuando seas mayor ya será tarde”. O de Isabel; ¡cuánto la quise! Me parece que ahora la comprendo mejor: “No te fíes de ti mismo; hay que contar con los demás, como si jugaras a los naipes”. Y ella me dio la frase para el final del segundo acto de La caja de sorpresas. Literalmente así: “Estaba equivocado. El amor es como uno lo cree más que como uno lo crea. Separémonos sin rencor. Yo lo destruí porque no he creído en él”. La mujer le responde, y esta es su frase: “Es porque los hijos con que soñamos ya no podrán nacer”.

  Cuando no podemos crear hemos muerto. Y yo siento con certeza que he rodado a esta sima de miseria, porque perdí la fe en mí mismo. Es como si sucediera lo que uno no quiere, lo que uno imagina que es malo. Porque lo que uno ama lo realiza, y eso es soñarlo y hacerlo a un tiempo. ¿Qué trabajos tendré que realizar en mi ancianidad, qué vergüenzas y humillaciones soportar? ¿Qué es lo que queda de todo? ¿Cómo es que lo que sigue no es continuación de lo anterior? ¿Qué ceniza es la verdad de lo que el tiempo quema y disipa? Esto ¿es ceniza? La imagen de la ceniza tampoco yo la había comprendido, aunque la usé en un cuento, hasta que se me encanecieron los cabellos, una noche, al observar que mi cigarrillo tenía una ceniza muy larga sin caerse. Sentí que nada valía lo que el recuerdo, que el recuerdo es la verdadera vida. Una flor aspirada o contemplada en la infancia.

  ¿Estoy delirando? Mi pulso es normal.

  Salí de la oficina como si hubiese tenido un sueño ultrajante, del que al despertar me encontrara manchado irremisiblemente y puesto en una situación para siempre distinta e inferior a la que ocupara antes de dormirme. Eché a caminar automáticamente, absorbiendo con avidez el humo del último cigarrillo de la marquilla, agobiado y deprimido por la observación del empleado que me atendió:

—Son muchos años y sin antecedentes. Tendrá que conformarse con lo que encontremos.

  Tenían que encontrarme trabajo, un trabajo no especializado y que yo tuviera fuerzas para desempeñar eficazmente. Pensé cuál era la situación de los padres y de las mujeres que formaban largas filas en busca de empleo, y que después de muchas horas de espera —a veces con lluvia o con frío intenso— volvían a casa, a preparar una miserable comida, rota el alma de soledad y desamparo. Sentí pena por los demás tanto como por mí. El alma se me iba sensibilizando y el mundo se me aparecía iluminado con una luz siniestra, desconocido y no obstante el mismo que habité en estado sonambúlico. No sé qué contesté al empleado; posiblemente no contesté. No le dije que podía redactar cartas y que escribía a máquina, pues el idioma comercial tiene una gramática que exige aprendizaje, y la taquigrafía es inseparable de la escritura mecánica. Todos esos conocimientos los poseen, en ventaja sobre mí, las jóvenes egresadas de las academias y de poco les vale cuando comienzan su vía crucis.

  Terminábanse mis últimos ahorros y había optado por seguir viviendo, aunque se tratara de una merced muy costosa. Me quedé en la esquina, familiarizado ya con los postulantes, en cuyo gremio o situación había ingresado, quienes disimuladamente cada hora iban a revisar las pizarras. Me sentía un miembro de esa clase universal de los desocupados, de los humillados y ofendidos. Comparándome con cualquiera de ellos resultaba yo vencido de antemano, así fuera en competencia de fuerza, capacidad o prestancia. Comprendí que ser escritor es no ser nada y que la lucha por la vida, sin piedad ni tregua, se realiza en planos asentados sobre la tierra, con fuerzas propias de la especie y no del individuo. Recapacité, desandando mi vida, y la contemplé como un error prolongado cincuenta años por un azar desfavorable. Había renunciado en la juventud, halagado por las primeras victorias, a proveerme de instrumentos o armas de defensa eficaces, a inscribirme en las nóminas de los aspirantes al bienestar a ultranza. Había tomado un sendero que llevaba a mi ruina, un camino ilusorio. Sentí tristeza, una tristeza de otra índole que la experimentada muchas veces antes, al reconocer que había vivido engañado, que estaba viejo y que había perdido mi vida complaciéndome en un juego sin valor ni sentido de lucha y conquista. Me resultaba inexplicable que estuviera viejo, de una vejez desvalida, y que hubiera vivido tantos estériles años como un niño que remonta un barrilete o hace bailar una peonza. ¿Nada más? Nada más. Sin conciencia de dónde estaba ni de lo que hacía. Algunos de mis libros trataban de la vida que creí conocer sin conocer de ella más que los aspectos menos feroces y cruentos. Todavía me faltaba penetrar más hondamente en la entraña de una sociedad que se revestía con ropajes atrayentes y vistosos, ocultando sus garras y colmillos. Precisamente cuando llevé esos problemas a mis obras fui descalificado, renegado, vilipendiado. Estaba frente a frente de una realidad desnuda y acaso la veracidad de mis relatos me había perdido. Daba vueltas en mi cerebro a cuantas hipótesis pudieran valerme para encontrar una solución plausible al enigma de mi derrota, y recaía siempre en la de que había penetrado en el santuario de las divinidades malditas, contemplando el rostro que a los mortales les está prohibido ver. Me sentía culpable. La indiferencia, diría el secreto placer con que mis antiguos camaradas presenciaron mi derrumbamiento, la muralla de silencio indiferente, de amianto y ebonita, con que se me aisló de toda compañía como a un ser infeccioso, convirtieron esa sospecha de mi culpa en una idea fija. Al fin, incrustándose en mi cerebro, me privó de toda voluntad de defensa. Me había entregado a mi destino y ahora solo tenía que esperar la suerte que señalaran los dados bajo el cubilete aún sin levantar del todo. Pero la suerte estaba echada y yo perdido, eso era lo cierto. Ninguna esperanza de encontrar salida a mi situación lucía en las tinieblas de mi abatimiento, pero estaba resignado a lo peor porque no podía morir.

  Al día siguiente volví, a la misma hora, a la oficina de colocaciones. Estaba atestada de gente que se apretujaba empellándose con los codos para avanzar y para no ser derribada. Quedé perplejo un momento y en seguida, con valiente decisión, embestí al bloque compacto de postulantes. Precisamente en ese instante mi nombre resonaba en el altavoz.

  Pude llegar al mostrador, magullado, y allí me dijeron que debía pasar a la gerencia, por una puerta con vidrios esmerilados. Con supremo esfuerzo conseguí abrirme paso y trasponer el umbral. Una impresión de desahogo y de frescura me invadió el cuerpo. La gerencia era un enorme patio de piso de mosaico, cubierto de vidrios de colores, donde trabajaba una veintena de empleados, en su mayoría mujeres. Escribían a máquina y manejaban fichas y libros. Tres varones, con aire de caballeros en un serrallo, atendían otras tareas inclinados sobre enormes libros de contabilidad. No se sorprendieron al verme entrar; ni me miraron. Prosiguieron en su labor, indiferentes.

—¿El gerente? Soy Eduardo Martínez. Me han hecho pasar.

—¿Usted es el autor de Los muertos volvieron?

No supe qué contestarle. La pregunta era inesperada y, arrojada sin miramientos, me atravesaba el pecho como un dardo. Sentí vergüenza de que en mi situación de postulante de un empleo cualquiera, sin pretensiones, se me recordara sin objeto que otrora fui escritor, y tan luego autor de una obra que se mantuvo en el cartel toda la temporada. La noche de estreno habló Payró elogiándola. ¿Qué se proponía con su pregunta ese individuo flaco, de gafas con montura de metal, mirándome por encima de ellas? Me avergonzó y entristeció. Sin mirarlo, contesté:

—Sí, yo soy. Yo fui.

—¿Le dijeron qué colocación hay para usted? Me arredró. Esta vez su voz cambió de tono y me pareció sarcástica, incisiva. ¿Qué sabía yo lo que habían encontrado para mí? Sin embargo, nació una esperanza, aunque empañada por el presagio de que fuera algo humillante, porque mi situación había llegado al punto de la desesperación.

—No sé. Dígamelo. El empleado levantó una ficha de cartulina y la revisó prolijamente. Los demás empleados continuaban en sus tareas sin que mi presencia les interesara, ni los gestos, evidentemente exagerados, del empleado que me atendía. El ambiente en esa oficina que parecía un invernáculo era agradable, más fresco que en la calle; y a través del techo de vidrios se veía un cielo azul resplandeciente. Se oía el golpeteo de las máquinas de escribir. Pensé que trabajaban con buena voluntad, satisfechos de tener un sueldo seguro con que arreglárselas, bien o mal. Todos tenían asegurado el pan, por lo menos, y al terminar la jornada volverían a sus casas, a cenar con las familias. Yo no tenía ni asegurado el pan, ni familia, ni amigos. Era un paria, un extranjero sin bienes ni profesión, un fracasado en la situación de quien, al despertar, advirtiera que su cuerpo estaba rígido, paralítico, sin poder mover una pierna ni una mano. Exactamente.

—Mayoral de tranvía.

  Bajó la tarjeta y me observó por encima de las gafas, esperando mi reacción. No podía decir si su voz ahora delataba secreta satisfacción o, por el contrario, sincera condolencia. —Es un trabajo desagradable, lo confieso. No creo que sea para usted. En todo caso, decida. Si no tiene usted mucha urgencia, podría esperar algo mejor. La Compañía de Transportes Urbanos está renovando el personal después de la huelga. Usted tendría que trabajar en la línea de Barracas a Flores. El sueldo es de setenta pesos mensuales y jornada de diez horas en dos turnos de cinco. Manejar los caballos es muy fácil; se aprende pronto.

Hablaba, es seguro, para demorar mi decisión, permitiéndome reflexionar unos segundos antes de darle una respuesta terminante. Así lo pensé, mientras me resolvía, indeciso, y encontré generosa de su parte la explicación, aunque no muy alentadora.

 —Acepto —respondí—; no tengo otra salida. El empleado puso la tarjeta sobre una mesita y se sentó a la máquina de escribir, llenando una planilla con copias. Entonces, por primera vez, advertí que el servicio de tranvías a sangre, suprimido hacía ya muchos años, subsistía en la línea BarracasFlores. Era curioso.

—Hace ya mucho que no existen en la ciudad tranvías a caballo. Los empleados levantaron la cabeza, mirándome. El que me atendía no hizo caso de mi observación. Acaso le pareció impertinente. En seguida me arrepentí de haber hecho una observación que podía anular el ofrecimiento.

  Una empleada se me aproximó y, con una sonrisa conmiserativa, me explicó:

—Usted ha estado muchos años fuera del país. Las cosas han cambiado. Estamos volviendo al pasado, regresando al uso del gas, los coches a caballos y las sanguijuelas. Es un plan de reconstrucción. Mi parecer, modestamente, es que debe aceptar el empleo.

  El empleado de gafas la empujó suavemente por el hombro y ocupó su sitio ante mí, adusto: —Tiene que firmar aquí y aquí. Necesito la documentación personal. ¿La tiene ya?

—¿Qué?

—Cédula de identidad, certificado de trabajo, certificado de vacuna y de buena conducta, libreta de enrolamiento y de afiliación al partido, certificado de salud, carnet de la Federación de Empleados y Obreros. Usted es obrero. —No tengo eso. Tengo libreta de enrolamiento (le faltan dos hojas), cédula de identidad y carnet de Argentores.

—No basta. Tiene primero que conseguir esos documentos en la policía, en la Federación y en la Asistencia Pública. Si no tiene recomendaciones, ni amigos, eso tardará bastante. Los empleados nacionales son lerdos. Quieren propinas para cualquier trámite.

 Esperó que yo le contestara. No se me ocurría qué decir. Ni recomendaciones, ni amigos, ni dinero. Me encontré más desvalido que antes. Las dificultades que hallaría en las oficinas para obtener tantos documentos me parecieron insalvables, y esperaba que el empleado me sugiriera alguna solución más expeditiva, o que me dijera algo que pudiera servirme de consuelo.

—Para un conchabo miserable como el que me ofrece, no veo que sean necesarios tantos requisitos.

—Lo exige la Municipalidad y para cualquier empleo que usted pretenda, son indispensables. Ya tendría que poseerlos sin esperar a último momento. De todos modos, señor Martínez, usted sabe lo que debe hacer. Cuando tenga los documentos, vuelva. Pero, si tarda, no puedo asegurarle el puesto. Hay muchos desocupados que lo aceptarían contentísimos. No lo olvide. No se olvide. Usted se olvida.

  Y, sonriendo, con cara abobada: —Tendrá que decidirse por la derecha o por la izquierda.

—¿Qué quiere usted decirme?

—Si no tiene trabajo, no le queda más remedio que aceptar lo que le ofrecen. ¿Por qué cree que estoy yo aquí sino porque no encuentro nada mejor? No puede usted elegir, porque no se le da a elegir sino a decir que sí o que no.

—¿Y si no acepto?

—Todos dicen lo mismo y al fin aceptan. El otro camino, el de la izquierda, es más difícil.

—Entonces... dijo usted... derecha o izquierda... —El otro camino, el de la izquierda, es hacerse saltar los sesos. Usted decide: toma el de la izquierda y acaba mil veces tomando el de la derecha. Lo sé por experiencia, amigo Martínez. Por eso le dije: por la derecha o por la izquierda. Eso sí lo puede elegir.

  Salí. Al penetrar en el salón de espera sentí un calor sofocante en todo el cuerpo, pero particularmente en la cara. La atmósfera, cargada de tabaco y transpiración, era opaca, y las personas parecíanme desvanecerse en una neblina asfixiante. Forcejeé para abrirme camino. Encontré gran resistencia, porque acaso los postulantes que esperaban cansados que los llamaran me consideraban un competidor desleal y sin escrúpulos.

—¿Consiguió trabajo? —preguntó uno que no se movía para darme paso.

—¿Qué le ofrecieron, compañero? —indagó otro.

—Para llevar los libros en una imprenta —contesté, e hice esfuerzos para salir. Al fin me encontré en la calle y respiré hondamente. Era como si despertara. Miré a ambos lados de la calle. No podía quedarme en el umbral. Tenía que decidirme por la derecha o por la izquierda.

 

 

 

 

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Viernes 15 de julio de 2016
La 17

Una mujer sola en un gran hotel balneario, fuera de temporada, negociando con los fantasmas de su pasado. La desgracia empuja este relato del autor de libros como Animales domésticos y Cámara Gesell, que forma parte de su nuevo volumen: Cuando temblamos (Planeta). "Hay muchos motivos para empezar a beber. Pero uno solo para dejar: el miedo...", arranca.

Un cuento de Guillermo Saccomanno
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