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No Ficción

Nueva York según Sergio Chejfec

Canal Gowanus | Fuente nymag.com

Una crónica

"Sé que el presente es reverberación del pasado" escribe el autor de Modo linterna en este recorrido por la ciudad en la que vive, más precisamente por el canal Gowanus. El texto forma parte de Usted está aquí, crónicas de ciudades (EDULP), con autores como Leila Guerriero, Juan Villoro y Alan Pauls.

Por Sergio Chejfec.

Venimos de ciudades con aguas putrefactas y establecemos con ellas, me refiero a las aguas, unas contradictorias relaciones de rechazo y compasión. Estoy caminando con Raquel (es otra Raquel) y con Félix (es otro Félix) por la zona residencial vecina a un importante pero hoy olvidado canal, en la ciudad de Brooklyn. En el pasado tuvo una importancia económica decisiva, pero cuando por un lado las mercancías dejaron de transportarse por agua en la zona de Nueva York, y cuando empezó a decaer la industria, el canal empezó a tener un prolongado ocaso de polución y abandono, y hoy es visto como un desafío entre bohemio, sofisticado y sobre todo inmobiliario de reconversión ambiental.
Acabamos de dejar las calles homogéneas de un sector de Carroll Gardens, casas siempre parecidas en su particular forma de descuido: limpias pero no del todo, en su mayoría un poco deterioradas, con trastos en el exterior que por falta de espacio o por indolencia no están puertas adentro, con señales o imágenes religiosas en los frentes o los pequeños jardines, cuando los hay, como blasones protectores contra cualquier adversidad inesperada o intangible.

Es el paisaje de la clase media baja que de a poco es desplazada por la clase media profesional, incluso mientras sigo escribiendo esto y mientras el lector vaya a leerlo. Esa clase media profesional que adora la uniformidad edilicia de ciertas zonas de Brooklyn; árboles, brownstones y calles de baja densidad. Esa uniformidad es promesa de una vida liberal y dichosa, sin ostentaciones sorpresivas ni sobresaltos desagradables. Raquel está pensando en el temor casi tangible y bastante extendido a lo inesperado; podría decir que casi puede palparlo mientras avanza por la calle tranquila. Buena cantidad de gente se preocupa no por lo que vaya a ocurrir –dado que suponen que nada de lo que ocurra podrá afectarlos seriamente–, sino por la forma en que vaya a manifestarse; individuos a quienes les ha nacido un sentimiento de rechazo a la sorpresa porque la dicha asumió para ellos un carácter sobre todo previsible.
Dejamos entonces las calles tranquilas de Carroll Gardens y nos internamos en territorio indeciso, de transición, de gente más humilde, y de algún modo más drástica, una zona que incluye projects, con sus áreas verdes o recreativas como si fueran espacios de amortiguación entre el volumen vertical de los edificios y la baja altura de las manzanas circundantes –áreas verdes comunes un poco descuidadas–. Félix menciona su vieja pasión por esas colmenas verticales, edificios clonados y bastiones mudos de un mismo sistema de viviendas. Siempre imaginó que habitar en ellos sería vivir estrechamente entre lo indistinto: el propio interior serial del departamento, y la uniformidad de esos edificios en bloques como rectores de los usos y costumbres colectivos. Esparcidas en las calles circundantes a esos conjuntos de edificios hay casas que parecen diminutas comparadas con ellos; algunas son de dos pisos, varias están en estado precario y a primera vista parecen haber sido abandonadas tiempo atrás. En algunos puntos pueden encontrarse núcleos de renovación.

Junto con todo esto que voy describiendo –casas bajas, los altos edificios de interés social y sus espacios verdes medio raleados–, en una que otra esquina se ven pequeños comercios y tiendas de servicios. Estos abastos, lavanderías o tiendas de reparación, regulan parte de la vida invisible de la comunidad; uso la palabra “invisible” para referirme a la cosa de todos los días, esa interacción social que muchas veces ocurre de manera inadvertida para la misma gente. Y también digo “invisible” para diferenciarla de la vida visible, la presencia callejera y deliberada de los vecinos, como ocurre en los barrios pobres de cualquier ciudad.

Sé que a ciertas horas de los fines de semana, en especial durante la temporada de calor, o también en las tardes de cualquier día, el sonido de este barrio, que es un territorio impreciso donde confluyen Gowanus, Boerum Hill y Carroll Gardens, consiste en golpeteos nerviosos e irregulares, seguidos a veces de exclamaciones de júbilo o de sorpresa. Es el ruido de las piezas de dominó cuando el jugador las coloca desafiante sobre la mesa. Pienso que eso marca el ritmo de las tardes de verano en esta zona de Brooklyn, pasatiempo masculino y percusión impensada que generaciones de puertorriqueños han convertido en emblema sonoro. Uno camina distraído y va escuchando esos claps uno tras otro, una cadena de golpes que parecen obedecer a un régimen mecánico antes que humano, con el fondo de exclamaciones a primera vista sobre nada junto con grabaciones de salsa a medio volumen.

Con el último eco de una ficha de dominó pasamos al área no definida, o sea, carente de escalones o vallas que atravesar, de depósitos de carga o talleres industriales. La zona consiste en una sucesión de gigantescos cubos de ladrillo o metal, a veces interrumpida por galpones más chicos o casas que han dejado de ser tales hace mucho tiempo. Félix piensa que es uno de esos espacios a los que peregrinarían hoy los dadaístas, si los hubiera: vacíos si se los considera urbanos, y ocupados si se piensa en ellos como aire libre. Eso de “talleres industriales” es un tributo al pasado: quedan solo las grandes dimensiones huecas de esos solares y en algunos casos los oscuros muros de ladrillos y en general toda esa arquitectura vetusta y fabril. La decadencia industrial significó la decadencia de Gowanus, y con ello el abandono del canal a su lastre de desechos tóxicos.
Raquel y Félix van algunos pasos más adelante, uno ofrece al otro consejos relacionados con el pan rallado (o molido como se dice en muchos lugares) en este país. Menciona la palabra “crumbs” varias veces, salvoconducto esencial en los supermercados si se quiere cocinar milanesas. Uno de los dos siente nostalgia por el terruño, y de cuando en cuando querría prepararse una milanesita. Lo dice así, en conmovedor diminutivo. Imagino una milanesa del tamaño de un grano de pan rallado y las operaciones liliputienses para conseguirla. Me digo que es un trabajo inverosímil, aunque inspirado en el tipo de lógica que nos proponen los diminutivos y que tarde o temprano debemos sortear o aclarar de distintas maneras.

Pero hay algo en la palabra milanesita que queda rebotando dentro del cráneo. Es precisamente el contraste con los amplios espacios que vamos recorriendo. Cuando alcanzamos Union Street y atravesamos luego el puente sobre el angosto canal, sin hablar me digo que el Gowanus bien podría ser considerado un canalito si se lo compara con la inmensa extensión del territorio que lo circunda. Que lo circunda e ignora, porque si siguiéramos caminando hacia el este, después de muy pocas pero largas cuadras tachonadas de los mencionados depósitos, talleres de reparaciones y garages de maquinarias gigantes, veríamos florecer de nuevo los árboles en las veredas, los comercios así llamados vibrantes y unos adecentados browstones más brooklynianos que los tanques de agua.

Sin embargo no llegaremos hoy hasta allí; nuestro destino es uno de aquellos galpones estropeados, que a media cuadra del puente alberga un ateneo dedicado al pasado del canal. Como si no fuera suficiente con la melancólica y desindustrializada apariencia de Union Street, al lugar se entra desde un callejón paralelo que parece detenido en el tiempo, con la desventaja de que el tiempo siguió corriendo. Me digo que así es la verdadera belleza que pueden ofrecer las ciudades: no la ruina parapeteada, reconstruida o disimulada, sino la ruina ruinosa, el embate del tiempo y del uso o abandono humanos, cuando se establece entre ambos una especie de concordato, gracias al cual la convivencia entre ruina y naturaleza se dirime en reyertas de baja intensidad.
Mis dos acompañantes se han adelantado un trecho, por lo tanto apenas abro la puerta del salón los veo ensimismados frente a un gran botellón, de un vidrio bastante grueso, lleno de líquido oscuro hasta la mitad. Como si hubiera allí un secreto que no quisieran compartir, al verme se desentienden del objeto y se hacen los distraídos. Raquel mira hacia un costado y Félix desliza una palabra de circunstancia. Rato después, al acercarme, veo el pequeño cartel que anuncia la presencia de un “espécimen del Gowanus” en el interior del frasco. Acerco los ojos y no veo nada preciso fuera del agua oscura, de una turbiedad escalonada, como si las distintas densidades del líquido hubieran generado líneas divisorias. A lo mejor el espécimen ocupa los rangos más oscuros de la escala, en donde se esconde de la mirada de los visitantes. (En este punto me acuerdo de Cortázar y está a punto de invadirme una extraña nostalgia; extraña porque es vicaria: el sentimiento de empatía que puede tenerse por aquello que hay del otro lado del vidrio y no se comprende).

Las vitrinas de esta institución y sus muestras temporarias están pobladas de cosas por el estilo, todas esdrújulas, entre científicas, artísticas, históricas, performáticas, didácticas, insólitas y varios etc.; y esa entera dedicación alude a una devoción omnívora por todo lo relacionado con el canal y su historia. Por ejemplo, los tres nos detenemos frente a un voluminoso cuaderno con recortes de periódicos. Parece que un vecino del barrio recopiló las noticias de suicidios en el Gowanus desde el siglo XIX. Pasamos las páginas, la mesa en que está apoyado el cuaderno tiembla, y nos encontramos con notas muy elocuentes debido el paso del tiempo, algo similar a lo que ocurre con las viejas fotografías. Los recortes se han convertido en algo que habla a través de lo que calla, no de lo que dice.
Hay por ejemplo un carpintero a quien la familia dejó de ver un lunes y que apareció una semana después flotando sobre el canal; varios meses después, o antes, una joven mujer se avino a un mal matrimonio y decidió arrojarse a las aguas. Pienso que varias de estas oscuras muertes pueden deberse a caídas accidentales. Cuando han podido identificarse, las notas mencionan la dirección exacta de las víctimas. Esa información parece hoy insólita. Las direcciones pertenecen a barrios de los alrededores, nombres de calles vigentes que se convierten casi en el único dato asible entre los pocos ofrecidos.

Supongo que en momentos de desesperación las víctimas pudieron haberse puesto a caminar sin rumbo, y que en medio de la noche, perdidos y desorientados, habrán buscado tranquilidad en los espacios abiertos del canal; y que de ese modo a lo mejor trastabillaron en medio de la oscuridad, o acaso algunos mareados por el alcohol perdieron fatalmente el equilibrio. Pienso en el lazo que une a esas personas con el presente que ocupamos ahora, y me digo que hay voces apagadas en el fondo de esas aguas inmóviles.

Mis compañeros de paseo se dispersan por la exhibición. Félix está frente a una pantalla que exhibe dos videos. A la izquierda hay una navegación sobre la superficie del canal, gracias a una pequeña cámara adosada a una boya andariega; en la mitad derecha de la pantalla se ve, o se intuye, una navegación sumergida por esas mismas aguas, siguiendo la trayectoria de la boya. Como las cámaras no son iguales, Félix piensa que la equivalencia de imágenes no es tan feliz como la propuesta sugiere. La cámara de la superficie funciona como correlato del ojo humano, con una sensibilidad similar. En cambio, la cámara sumergida, dadas la espesura de esas aguas condenadas, tiene una sensibilidad mayor. La objeción de Félix pasa por el hecho de que un ojo humano no podría distinguir nada debajo del agua; por lo tanto es difícil considerar la naturaleza de lo que se está exhibiendo. Gracias a la cámara sumergida llegan a verse objetos o coloides de distinta forma, algunos suben o bajan con lentitud, probablemente por la misma fuerza que empuja a la cámara; hay también concentraciones de sedimentos que parecen aglutinarse como nubes; y sobre todo es visible una capa de desechos y oscuridad rabiosamente adherida a la superficie sin dejar huecos. Solo muy raramente alcanzan a verse unos raros reflejos del exterior, cuando el manto se adelgaza en algunas partes por algún motivo y apenas se filtra una luz que parece provenir de otro mundo. Observo a Félix contemplar la pantalla. Se ve que está absorto, acaso sin pensar en nada.

Mientras tanto, Raquel recorre las gruesas hojas de una carpeta con elegantes impresiones de figuras victorianas que tienen la cara borrada. Se ven los cuerpos delicadamente pintados, todos ataviados con trajes de gala. Y la zona de los cuadros que debería ser más conclusiva, el rostro, porque daría expresividad y definición a las imágenes, en cada caso está suprimida con impericia deliberada, como si la mano que los empastó hubiera querido anular todo posible reconocimiento o reminiscencia por parte del observador, y también cualquier conclusión. Aún se siente conmovida por el silencio del barrio y la tristeza que a uno le produce ese contraste entre grandes volúmenes y ausencia de actividad. Cuando atravesaron el puente de la calle Union vio el opaco reflejo de las aguas del canal, y en lugar de pensar en algo importante vinculado con el paisaje urbano, tan deliciosamente decadente en ese punto, se le ocurrió suponer que Félix y Mario pensaban en ese momento en cosas distintas, aun cuando, como podía escuchar, mientras caminaban delante los dos describían sus planes para el fin de semana. Raquel termina de hojear el libro de las imágenes y de inmediato comienza de nuevo, desde la primera figura. Van pasando los trajes azules, rojos, negros, violetas, las combinaciones de colores son muy infrecuentes. Y esta uniformidad de vestimentas y personificaciones en realidad imprecisables le hacen recordar a personajes que se reúnen en Times Square, Manhattan, para posar en las fotos con los turistas y recibir una propina, personas cuyos rostros también quedan ocultos porque si no lo estuvieran nada de lo que proponen tendría gracia.
Hace poco ha visto a la Estatua de la Libertad, a Minnie Mouse y al Comisario Woody discutir con algunos policías porque los querían arrestar. Minnie Mouse acusaba a los policías de envidiar a los muñecos, por eso buscaban reprimirlos. A Raquel le gustaría saber más de los argumentos de Minnie, piensa que a lo mejor habla de los policías como personajes que aceptan sacarse fotos con los turistas pero tienen naturalmente prohibido pedir o recibir dinero. Para Raquel es un episodio sin enseñanzas fuera del hecho de conocerlo.

Por mi parte, me cuesta salir de ciertos lugares sin un botín, aunque sea mínimo y de valor simbólico. Incluso, si es mínimo y simbólico, mejor, porque parece de este modo una secuela sin verdadera importancia de algo bastante poco importante también. Raquel y Félix, estoy seguro, no tienen esa inclinación a llevarse un detalle cualquier que sea memento o documento de la experiencia. En este caso mi trofeo consistió en un delgado fajo de 10 vistas históricas del Gowanus. A lo largo del tiempo, imágenes precarias desde un principio, tomadas por fotógrafos que probablemente no tenían cuando dispararon la idea de “foto” en tanto equilibrio o composición unitaria de escenas.

Por eso, miro de cuando en cuando esas fotografías como una reverberación obstinada de algo que de todos modos sigue igual (no otra cosa son los botines). Quiero decir, sé que el presente es reverberación del pasado. Pero a veces, gracias a la ruina, podemos plegarnos a la ilusión de que se produce un movimiento invertido: el pasado como resonancia inminente (o emanación latente) del momento actual.

 

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