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No Ficción

Sarmiento, escritor y viajero

"Solo en dos situaciones de la vida pongo en ejercicio todas mis facultades de cuerpo y de espíritu. En campaña y en viaje". Los lápices editora recupera las crónicas del autor del Facundo.

Por Domingo Faustino Sarmiento.



Solo en dos situaciones de la vida pongo en ejercicio todas mis facultades de cuerpo y de espíritu. En campaña y en viaje. Mostrarme superior a la fatiga en un caso; preverlo todo en el otro: he aquí mi vanidad y mi éxito.

Después me abandono a la pereza y dejo correr la vida por donde le dé gana ¡qué me importa!

En la víspera de un viaje, soy un general, un ministro, un empresario. Nada ha de quedar por hacerse o arreglarse, aun lo fantástico. Esta vez, no tardan las órdenes dadas en realizarse. Gracias a la perfección y rapidez del Express Adams, empresa millonaria para transportar paquetes y encomiendas, llegan de Providence una caja de vajilla; de Cambridge, Civilización, etc., chorreando agua de la encuadernación. El vapor de Río Janeiro trae al mismo tiempo correspondencia que parece adrede para resolver dudas. Solo Appleton, sin culpa suya, está en el retardo con la edición de Facundo y El Chacho. El 4º y último número de Ambas Américas se tira y encuaderna veinte horas apenas antes de salir. La Policía, la Oficina de Tierras, el Consejo de Higiene mandan a tiempo los pedidos informes y por horas y minutos llegan paquetes de libros, ropa y objetos de viaje. A las doce se cierran los baúles; a las dos, a bordo; a las tres, se leva el ancla. Todos mis amigos me acompañan. Mitre, al oír la señal de despejar, se me arroja al cuello y entre sollozos, con el llanto de un niño, dice: “Vea a mi madre, háblele bien de mí”. Esta ternura filial, este deseo de consolarla, le valdrían el perdón de toda falta. Aquí no hay que perdonar.




La Bahía


Nueva York, vista de la bahía, se deja comprender la reina futura de los mares, como recorriendo las lagunas de Venecia, se siente que allí está enterrado el cadáver de la reina del Adriático.

Cuando se termine el ferrocarril del Pacífico (dentro de un año), Yeddo, Yokohama, Pekín, Melbourne, firmarán pagarés a Londres, Liverpool, París, en Nueva York. Pero para el viajero, Nueva York ha de verse entrando del mar y no saliendo. Cuando el ánimo viene medio salado con la contemplación del Océano, es que se siente la nueva vida que inspira aquella sorprendente bahía, a donde se entra por una abertura que cierran y guardan enormes fortalezas. Desde ahí, dos leguas de palacios, bosques, cottages, jardines, mansiones, fábricas, todo verde, todo pintado, todo brillante, atraen las miradas del lado de Cony Island, al de Staten Island.

Dickens decía, al desembarcar en Boston, que estaba sorprendido de ver a un niño de pecho, pues tan fresca está la pintura de las casas, tan flamantes las cerraduras, que parece que no ha habido tiempo para que nazcan niños allí. Estos alrededores de Nueva York, vistos con el anteojo, parecen aquellos paisajes de abanico, siempre risueños, con jarrones griegos, con palacios de Armida, con pastorcillos rosados siempre bailando.

Staten Island es una grande isla de palacios, de jardines de casas de plaisance. Había pasado ahí dos días antes de embarcarme, por refrescar las impresiones y despedirme de M. Davidson y de aquella engalanada naturaleza. Adiós a los Estados Unidos. Llevólos aquí como recuerdo, aquí como modelo. Son el Hudson, Niágara, Chicago, Staten Island, como naturaleza. Son Mrs. Mann, Davidson, Emerson, Longfellow y tantos nobles caracteres como hombres. La República, como institución, el porvenir del mundo, como promesa.

¡Adiós, adiós, adiós!





El mar


24 de julio. ¡Oh! el mar; ¡cómo se dilatan los pulmones respirando sus saludables brisas! Me siento vivir. Cómo se agranda el horizonte. Estoy sobre un planeta aquí en tierra, qué gracia, estoy en mi casa, en un país o en una ciudad. Aquí, Dios, el mar y yo. El capitán ni los pasajeros tienen que ver conmigo.

El capitán ni los pasajeros tienen que ver conmigo; haremos conocimiento, sin embargo. El general Worthington, ministro cerca del gobierno de la República Argentina, es decir, cerca de mí... un escritor sobre cosas del Brasil, unos novios brasileros, muchos del habla española, pocos pasajeros por tanto, espacio y tranquilo viaje. Yo empiezo a tomar posesión de mi “ínsula”, el camarote. Recorro mis dominios, para sentirme en casa.”

Una banda de toninas, los potros de esta pampa, brincando. ¡Oh, los antiguos compañeros de viaje, los delfines, amigos del hombre! Imposible no saltar de gusto al verlos retozar, ¡y pensar que ninguno de ellos está destinado a ser senador o presidente de la Re- pública Argentina! En la estela verde aún, juguetean poquerels, pamperos, según los españoles, el alción, según los poetas griegos.

El día pasa en darse por satisfecho, presagiar buen viaje, echar cuentas, charlar y satisfacer la curiosidad.

La noche la reconozco, es la misma noche de todos los mares, misteriosa, callada, salvo el susurro de las olas. ¡Luna nueva! ¡promesa de quince noches divinas!

Todo va bien; el capitán es bueno; el sueño viene al camarote... la luz entra de nuevo por la ventanilla y...



Día 25. El diablo tiró de la manta. Viento recio de proa; mar brava; olas de través y el vapor bailando y dándose tumbos. Es el único resabio que conserva del buque de vela.

Los pasajeros han desaparecido; las mujeres han sido abolidas. Dos o tres somos los Robinsones de esta isla desierta. De vez en cuando, de aquí y de allí, se escapan los gemidos de estas almas en pena; el purgatorio.



Día 26. Id, id, id.


Día 27. ¡Mar azul, de leche! Llanura inmensa, serena. El viento gira lo bastante para hinchar las velas. La alegría vuelve a animar los semblantes. Una mujer se alcanza a ver. Estoy en mi planeta. Hasta la exactitud de los movimientos del vapor es planetaria. Este cuerpo tiene su órbita trazada entre Río de Janeiro y Nueva York que recorre en... días y... horas. La luna en 27, etc.; pero es más chico que la Luna, es planetoide, como los ciento y uno entre Júpiter y Marte.

Echo de menos, sin embargo, las emociones del buque de vela, vehículo puramente humano, sujeto a las vicisitudes de viento o marea, con la incertidumbre de la duración del viaje y del paradero, pues es la incertidumbre lo que constituye la vida. ¿Qué viento? gritábamos ahora veinte años desde la cama. “¡Malo!”, respondía el capitán; y maldito el viento, y nos volvíamos de despecho al otro lado. Qué caras, qué humor de perros, qué ganas de tirarle con un vaso al capitán, de que íbamos al oeste en lugar de acercarnos al Cabo de Hornos.

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