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No Ficción

Un paseo por Londres con Virginia Woolf

Una crónica de la autora de Orlando

"No construimos para nuestros descendientes, que quizá vivan en las nubes o bajo tierra, sino para nosotros mismos y nuestras propias necesidades". Uno de los textos que componen Paseos por Londres, gentileza de editorial La línea del horizonte.

Por Virginia Woolf. 

 

Abajo, en el muelle, las cosas se ven en su tosquedad, en su volumen, en su enormidad. Aquí, en Oxford Street, se han refinado y transformado. Los gigantescos barriles de tabaco húmedo se han convertido en innumerables cigarrillos perfectamente cilíndricos, envueltos en papel de plata. Los corpulentos fardos de lana se han hilado y se han convertido en finas camisetas y suaves medias. La grasa de la lana de las ovejas ha dejado paso a una fragante crema para pieles delicadas. Tanto aquellos que compran como aquellos que venden han experimentado la misma transformación en la ciudad. Ya sea caminando a paso airoso o caminando con distinción, ya sea con abrigos negros o con vestidos de raso, la figura humana se ha modelado tanto como el producto animal. En lugar de levantar y tirar, abre hábilmente cajones, despliega rollos de seda sobre mostradores, toma medidas y corta con varas y tijeras.

Oxford Street, huelga decirlo, no es la calle más distinguida de Londres. Los moralistas han despreciado a aquellos que compran en ella, y por ello cuentan con el apoyo de los elegantes dandis. La moda ofrece recovecos secretos junto a Hanover Square, en los alrededores de Bond Street, a la que se retira discreta para llevar a cabo los más sublimes rituales. En Oxford Street hay demasiadas gangas, demasiados descuentos, demasiados artículos rebajados a un chelín, once peniques y tres cuartos de penique que, hace solo una semana, costaban dos chelines y seis peniques. La acción de comprar y vender es demasiado ostensible y escandalosa. Sin embargo, a medida que se avanza hacia el atardecer, y mientras se pasea entre luces artificiales, montones de seda y relucientes ómnibus aumenta la sensación de que una puesta de sol eterna baña Marble Arch, y la estridente, vulgar y enorme cinta de Oxford Street se muestra fascinante. Es como el lecho pedregoso de un río, cuyos cantos rodados se ven pulidos por una espejeante corriente. Todo brilla y centellea. El primer día de primavera hace salir carretones colmados de tulipanes, violetas y narcisos, superpuestos en relucientes capas. Los frágiles carretones cruzan inseguros el sinuoso flujo del tráfico. En una esquina, unos desabridos magos logran hacer revolotear unos papelitos de colores dentro de unos mágicos tambores giratorios y se convierten, así, en unos espigados bosques con una flora de espléndidas tonalidades a modo de jardín subacuático. En otra, unas tortugas descansan sobre un lecho de hierba. La más lenta y contemplativa de las criaturas realiza sus plácidas actividades en un espacio muy reducido del pavimento, protegiéndose celosamente de los pies de los transeúntes. Se deduce que el deseo que siente el hombre por la tortuga, como el deseo que siente la palomilla por la estrella, es una constante en la naturaleza humana. Sin embargo, el hecho de que una mujer se detenga y añada una tortuga a la ristra de paquetes que lleva es quizá la visión más insólita que pueda contemplar el ojo humano.

Teniendo en cuenta todo esto, las subastas, los carretones, la baratura, el oropel, no se puede afirmar que Oxford Street se caracterice por su refinamiento. Es un criadero, un hervidero de sensaciones. Del pavimento parecen germinar horrendas tragedias; aquí los divorcios de actrices, los suicidios de millonarios tienen lugar con una frecuencia que se desconoce en los austeros solados de los barrios residenciales. Las noticias cambian más deprisa que en cualquier otra parte de Londres. Es como si la prensa de los transeúntes ávida de tinta exigiera nuevas remesas de las últimas ediciones con más rapidez que en ningún otro lugar. La mente se convierte en una pegajosa plancha que recoge impresiones, y Oxford Street despliega sobre ella un interminable haz de imágenes, sonidos y movimiento cambiantes. Los paquetes se caen y se golpean; los ómnibus rozan la acera; el arrollador estruendo de una banda de música al completo queda reducido a una brizna de sonido. Autobuses, furgonetas, coches, carretones se precipitan en tropel como las piezas del rompecabezas de una película. Un brazo blanco se alza, y el rompecabezas se vuelve más denso, se coagula, se atasca; el brazo blanco desciende, y el rompecabezas fluye de nuevo, manchado, retorcido, embrollado, sumido en una carrera y un desorden infinitos. El rompecabezas nunca encaja, por más que lo contemplemos.

En las orillas de este río de ruedas en movimiento, nuestros aristócratas modernos han construido palacios, del mismo modo en que, en un tiempo pasado, los duques de Somerset y Northumberland, los condes de Dorset y Salisbury levantaron en los flancos del Strand sus mansiones señoriales. Las diferentes casas de las grandes empresas son testimonio del valor, la iniciativa, la audacia de sus creadores, en la misma medida en que las grandes casas de Cavendish y Percy lo son de estas cualidades en algún condado lejano. De las entrañas de nuestros comerciantes nacerán los Cavendish y los Percy del futuro. De hecho, los grandes señores de Oxford Street son tan magnánimos como cualquiera de los duques o condes que derramaban oro o repartían hogazas de pan entre los pobres en las puertas de sus propias mansiones. Ahora bien, la generosidad de los primeros adopta una forma distinta. Adopta la forma de la excitación, del espectáculo, de la diversión, de escaparates iluminados por la noche, de banderas ondeando durante el día. Nos dan las últimas noticias a cambio de nada. La música escapa libremente de los salones de banquetes de estas mansiones. Basta con un chelín, once peniques y tres cuartos de penique para poder gozar de todo el cobijo que ofrecen sus espaciosas salas de techos altos, así como del suave montón de alfombras, del lujo de los ascensores, y del brillo de las telas, alfombras y platería. Percy y Cavendish no podían dar más. Por supuesto, estos obsequios se hacen con un fin, que es sacarnos del bolsillo el chelín y los once peniques con la mayor facilidad posible; pero los Percy y los Cavendish tampoco ejercían su munificencia sin albergar la esperanza de recibir cierta recompensa, ya fuera la dedicatoria de un poeta, ya fuera el voto de un campesino. Tanto los antiguos señores como los nuevos han contribuido de forma considerable a engalanar y animar la vida humana.

No obstante, no se puede negar que estos palacios de Oxford Street son unas moradas algo endebles; tal vez sean terrenos en lugar de viviendas. Uno es consciente de que anda por unos tablones dispuestos sobre unas vigas de acero, y que el muro exterior, a pesar de su recargada decoración pétrea, apenas tiene el grosor suficiente para resistir la fuerza del viento. Un enérgico golpe propinado con la punta del paraguas puede causar un daño irreparable en la estructura. Muchas de las casas de campo que se construyeron como viviendas de campesinos y molineros, en los tiempos en que la reina Isabel ocupaba el trono, permanecerán en pie para ver como estos palacios se desmoronan. Los muros de las antiguas casas de campo, con sus vigas de roble y sus hiladas de ladrillo visto, unidas a conciencia con cemento, siguen ofreciendo una firme resistencia a los barrenos y taladros que tratan de introducir la moderna bendición de la electricidad. Sin embargo, puede que un día cualquiera de la semana veamos como Oxford Street desaparece con los golpes del pico de un obrero, quien, en peligroso equilibro desde un polvoriento pináculo, derriba paredes y fachadas con suma facilidad, como si estuvieran hechas de cartón amarillo y azúcar glasé.

De nuevo, los moralistas arremeten con su menosprecio. Y es que esta endeblez, estas piedras como de papel, estos ladrillos que se desintegran, reflejan, según dicen, la frivolidad, la ostentación, la premura y la irresponsabilidad de nuestra época. Pero quizá estén tan equivocados en su menosprecio como lo estaríamos nosotros si exigiéramos al lirio que fuera fundido en bronce, o a la margarita que tuviera pétalos de imperecedero esmalte. El encanto del Londres moderno radica en que no ha sido construido para durar; ha sido construido para caducar. Su cristalinidad, su transparencia, sus crecidas olas de yeso de colores ofrecen un placer y unos resultados distintos del placer y los resultados que perseguían los antiguos constructores y sus clientes, la nobleza de Inglaterra. El orgullo de esta exigía la ilusión de la permanencia. El nuestro, de lo contrario, perece deleitarse en demostrar que somos capaces de lograr que la piedra y el ladrillo sean tan transitorios como nuestros propios deseos. No construimos para nuestros descendientes, que quizá vivan en las nubes o bajo tierra, sino para nosotros mismos y nuestras propias necesidades. Derribamos y reconstruimos, del mismo modo que esperamos que nos derriben y nos reconstruyan. Se trata de un impulso que contribuye a la creación y la fertilidad. Se incita al descubrimiento, y se pone la inventiva en alerta.

Los palacios de Oxford Street hacen caso omiso de lo que les parecía bueno a los griegos, a los isabelinos, a los nobles del siglo xviii. Se tiene la abrumadora convicción de que, si no se concibe una arquitectura que haga perfecta ostentación del neceser, del vestido de París, de las medias baratas y del tarro de sales de baño, tanto los palacios, mansiones y automóviles de los actuales aristócratas, como las casitas en Croydon y Surbiton, donde residen sus dependientes —que son gente bien situada, a fin de cuentas, con su gramófono y su radio, y dinero para ir al cine—, todo esto estará condenado a la ruina. De ahí que dispongan la piedra de un modo tan increíble; que compacten en una delirante confusión los estilos de Grecia, Egipto, Italia y América, y que se atrevan a buscar un aire de fastuosidad, de opulencia, en su intento de convencer a la multitud de que, en estas construcciones, la belleza eterna, siempre lozana, siempre nueva, muy barata y al alcance de todo el mundo, brota burbujeante, cada día de la semana, de un pozo inagotable. A Oxford Street le resulta abominable el simple hecho de pensar en la edad, en la solidez, en la perennidad.

Por consiguiente, si el moralista decide dar el paseo de la tarde por esta calle en concreto, debe estar predispuesto a captar algunas voces extrañas y peculiares. Más allá del tumulto de las furgonetas y los ómnibus, oímos todos esos gritos. Bien sabe Dios, exclama el vendedor de tortugas, cómo me duele el brazo, y lo difícil que es vender una sola tortuga, pero ¡ánimo!, me digo. Quizá se acerque un comprador, de ello depende que esta noche duerma en una cama; por esto, con la mayor discreción para no alertar a la policía, debo seguir vendiendo tortugas en Oxford Street de sol a sol. En verdad, asegura el gran comerciante, mi intención no es la de educar a las masas para que posean una mayor sensibilidad estética. Debo aguzar el ingenio para colocar la mercancía en la carreta de modo que reduzca los costes al mínimo y logre el mejor resultado. Poner unos dragones verdes en lo alto de las columnas corintias quizá sea de ayuda; probémoslo. Reconozco, comenta la mujer de clase media, que me paso horas y horas yendo de un lado para otro, mirando, cambiando, regateando y removiendo los retales de todos y cada uno de los cestos. Sé que mis ojos brillan sin el más mínimo decoro, y que agarro las prendas y me abalanzo sobre ellas con repulsiva codicia. Pero mi marido es un humilde empleado de banco, y tan solo dispongo de quince libras al año para vestirme; por eso acudo aquí, para pasear y echar un vistazo tranquilamente, para ir, si puedo, tan bien vestida como mis vecinas. Soy una ladrona, dice una mujer que es del mismo parecer, y dama de vida alegre, por si fuera poco. Aun así, hace falta mucho valor para robar un bolso del mostrador cuando una clienta está distraída; y puede que, después de todo, tan solo contenga unas gafas y unos billetes de autobús ya usados. Pues bien, ¡ahí voy!

En Oxford Street siempre se oyen miles de voces que chillan como estas. Todas están tensas, todas son reales, todas, apremiantes, porque tras ellas siempre hay alguien que debe ganarse la vida, encontrar una cama, alguien que necesita mantenerse a flote de algún modo en la arrolladora, despreocupada y despiadada marea de la calle. E incluso un moralista, del que cabe suponer, puesto que es capaz de estar toda la tarde soñando, que tiene una cuenta en el banco; incluso un moralista debe permitir que esta calle arrabalera, bulliciosa y vulgar nos recuerde que la vida es una lucha, que todos los edificios son perecederos, que todos los escaparates son vanidad. De todo ello quizá podamos deducir... No, mirándolo bien, hasta que a algún hábil tendero no se le ocurra la idea y abra celdas para pensadores solitarios, celdas adornadas con felpa verde y provistas de luciérnagas automáticas y un rocío de esfinges de la muerte auténticas que induzcan al pensamiento y a la reflexión, es inútil llegar a algún tipo de conclusión en lo tocante a Oxford Street.

 

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