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Vivian Gornick: "Cuando leo, el mundo sigue pasando a un segundo plano"

Y su nuevo libro

"Todavía leo para sentir el poder de la Vida con mayúsculas": con este texto abre su nuevo libro, Cuentas pendientes (Sexto Piso), la autora nacida en Nueva York en 1935.

Por Vivian Gornick. Traducción de Julia Osuna Aguilar.

 

 

 

En mi experiencia, releer un libro que fue importante para mí en épocas pasadas se parece a tenderse en el diván del psicoanalista. De pronto, la narrativa que durante años he atesorado en la memoria se ve puesta en tela de juicio, y de manera alarmante. Por lo visto, mis recuerdos sobre este u otro personaje, esta u otra trama, son, cuando menos, imprecisos: se conocieron aquí en Nueva York, cuando yo estaba convencida de que había sido en Roma; corría la década de 1870, cuando yo pensaba que sucedía a principios del siglo xx; ¿y que la madre le hace qué a la protagonista? Con todo y con eso, cuando leo, el mundo sigue pasando a un segundo plano y no puedo evitar maravillarme, porque si esto lo he recordado mal, incluso eso o aquello otro, ¿cómo es posible que el libro siga atrapándome de esa manera?

Como la mayoría de lectores, a veces creo que nací leyendo. No recuerdo época en que no haya tenido un libro en las manos y la cabeza abstraída del mundo que me rodea. De vacaciones con parientes o amigos, soy más que capaz de acomodarme, libro en mano, en el sofá del salón de una bonita casa de campo y apenas despegarme de él para disfrutar del bendito verdor que habíamos ido buscando. En cierta ocasión, en un tren que atravesaba los Andes peruanos, mientras el resto de pasajeros iba admirando el paisaje, que si «ooh», que si «aah», me vi incapaz de apartar la vista de La dama de blanco. En una playa del Caribe, torrándome al sol con el Lesser Lives de Diane Johnson apoyado en las rodillas (una biografía imaginada de la primera esposa de George Meredith), cuál fue mi sorpresa al levantar la vista del libro y no verme envuelta en la niebla y el frío de la Inglaterra de la década de 1840. ¡Qué compañía me hicieron esos libros! Y todos los libros. Nada se le puede comparar. Es el anhelo de coherencia labrado en la obra (ese extraordinario intento de dar forma a lo embrionario mediante palabras): brinda paz y emociona, reconforta y consuela. Sin embargo, por encima de todo lo demás, lo que procura la lectura es un alivio puro y duro del caos mental. A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia.

Yo me crie en un barrio de clase obrera inmigrante del Bronx donde todas las necesidades se veían cubiertas gracias al auspicio de alguna de las muchas tiendas que se alineaban a lo largo de una sola calle comercial. La carnicería, la panadería, el colmado, el banco, la farmacia, el zapatero: todos comercios pequeños a pie de calle. Un día, siendo todavía bastante pequeña, tendría unos siete u ocho años, mi madre me llevó de la mano a una tienda en la que yo nunca me había fijado: la sucursal de la Biblioteca Pública de Nueva York en el barrio. Era una estancia alargada, sin alfombras sobre los tablones de madera y con las paredes tapizadas de libros del techo al suelo. En medio de la sala habían plantado una mesa a la que se sentaba Eleanor Roosevelt (en esa época todas las bibliotecarias se parecían a la esposa del presidente Roosevelt): una mujer alta y de pecho abundante que lucía una mata de pelo cano amontonada en lo alto de la cabeza al estilo  eduardiano, gafas sin montura sobre el arco de una nariz imposiblemente recta y una mirada de interés reposado. Mi madre se acercó a la mesa, me señaló con la cabeza y le dijo a Eleanor Roosevelt: «A la niña le gusta leer». La bibliotecaria se puso en pie, me dijo «vente» y me llevó de vuelta hasta la parte delantera de la tienda, donde estaba la sección de libros infantiles. «Empieza por aquí», me dijo, y eso hice. Entre ese momento y el verano que terminé el instituto, me leí la habitación entera. Si me pidieran ahora que recordara qué leí en aquel despacho de libros, solo logro evocar que pasé de los cuentos de los hermanos Grimm a Mujercitas y de ahí a Del tiempo y el río. Después ingresé en la facultad, donde descubrí que todos esos años había estado leyendo literatura. Yo diría que fue entonces cuando empecé a releer, porque en lo sucesivo regresaría una y otra vez a esos libros que se habían convertido en íntimos compañeros para mí, y no solo por el placer arrebatador de la historia en sí, sino también para comprender aquello por lo que estaba pasando en cada momento y cómo pensaba tomármelo.

Me había criado en un bullicioso hogar de izquierdas en el que tanto Karl Marx como la clase obrera internacional eran artículos de fe: creer de todo corazón en la injusticia social era algo que venía dado. De modo que, desde muy temprano, la naturaleza política de la vida impregnó para mí casi toda vivencia tangible, entre las que por supuesto se incluía la lectura. Leía siempre y con la única intención de sentir el poder de la Vida con mayúsculas, tal y como se manifestaba (y con qué emoción) en el combate del o la protagonista con esas fuerzas externas que escapaban a  su control. Así, sentí con la misma intensidad la obra de autores tan dispares como Dickens, Dreiser y Hardy, además de la de Mike Gold, John Dos Passos o Agnes Smedley. No pude evitar reírme cuando, hace unos años, me topé con un pequeño ensayo de Delmore Schwartz en el que llama a capítulo a Edmund Wilson por su pasmosa falta de interés por la forma literaria. Para Schwartz la forma era consustancial al significado de una obra literaria; para Wilson lo que importaba no era cómo se escriben los libros, sino de qué hablan y en qué sentido afectan al conjunto de la cultura; era un hombre que tenía la costumbre de situar siempre los libros en su contexto político y social. Esta perspectiva le daba libertad para perseguir una línea de pensamiento que le permitía hablar de Proust y Dorothy Parker en una misma frase o comparar a Max Eastman con André Gide sin que el primero saliera mal parado. A Schwartz, en cambio, eso le dolía en el alma. A mí me procuraba una satisfacción inenarrable. ¿Y había algo más natural que empezar a escribir de la misma manera en que leía?

Una noche, a finales de la década de 1960, asistí a una sesión de denuncia a micro abierto en el Vanguard, un club de jazz bastante popular del Greenwich Village. La velada se anunciaba como de «Arte y Política», y en el escenario se dieron cita el dramaturgo LeRoi Jones (quien tiempo después pasaría a llamarse Amiri Baraka), el saxofonista Archie Shepp y el pintor Larry Rivers. Entre el público, todo liberal blanco de clase media de Manhattan que se preciase. Pronto quedó claro que el Arte nada tenía que hacer frente a la Política. Jones acaparó la atención del público en cuanto proclamó, al poco de tomar la palabra, que no era solo que el movimiento de los derechos civiles estuviera harto de lo que él llamaba «la injerencia blanca», sino que además pronto correría la sangre en el patio de butacas del Teatro de la Revolución e instaba a adivinar quiénes estarían sentados en él. El local se convirtió en un polvorín, todos gritaban y chillaban a la vez su versión del «¡Qué injusticia!», y había una voz que se oía por encima del resto y que decía: «Yo ya he saldado mis deudas, LeRoi. ¡Y tú lo sabes mejor que nadie!». Pero Jones, impertérrito y sin dejarse impresionar por las protestas airadas, siguió explicando que nosotros los «ofays» nos lo habíamos cargado todo, pero que cuando ellos, los negros, llegaran al mismo punto, harían las cosas de una forma muy distinta: destrozarían el mundo tal y como lo conocíamos y empezarían de cero. Recuerdo haber pensado: «En realidad él no quiere destruir el mundo tal cual es, lo que quiere es ocupar el lugar que le corresponde por derecho en él tal cual es, lo que pasa es que ahora mismo el rencor lo tiene tan cegado que no lo ve».

Yo me moría de ganas de chillarle eso mismo, al igual que los demás le gritaban lo más hiriente que se les ocurría, pero me daba auténtico pavor (cuesta imaginar cuánto imponía Baraka en público en esos días tan inspirados como dolorosos), de modo que me quedé callada, me fui a mi casa y, con una apremiante quemazón interior que no sabía a qué respondía, me pasé media noche describiendo en su integridad el acto desde la perspectiva de ese único discernimiento que había tenido y descubriendo, conforme escribía, el que estaba llamado a ser mi estilo natural. Al utilizarme a mí misma como narradora interna, me vino por instinto armar la historia como si escribiera ficción («La otra noche en el Vanguard...»), con la idea de situar a mis lectores tras mis ojos y conse-
guir que vivieran la noche como la había vivido yo, que la sintieran con la misma visceralidad que yo («¡Yo ya he saldado mis deudas, LeRoi! ¡Y tú lo sabes mejor que nadie!»), para luego salir de allí emocionados e instruidos por la conturbación, no del Arte y la Política, sino de la Vida y la Política. Aunque por entonces yo no era consciente, lo que empecé a practicar en aquel momento era periodismo personal.

A la mañana siguiente metí lo que había escrito en un sobre, bajé al buzón de la esquina y mandé el artículo a The Village Voice. A los pocos días me sonó el teléfono. «¿Diga?», respondí, y contestó una voz de hombre: «Soy Dan Wolf, editor del Voice, ¿quién porras eres tú?». Sin siquiera pensarlo, le respondí: «No sé, dímelo tú». Wolf rio y me invitó a enviarle cualquier cosa en la que estuviese trabajando. Un año después le mandé otro artículo. Y creo que pasó casi otro año antes de que le enviara un tercero. Al decirle que no sabía quién era, yo no mentía. Aunque a la primera de cambio era capaz de ponerme a charlar por los codos sobre cualquier cosa –y a menudo entre quienes me escuchaban alguien me decía «deberías escribirlo»–, cuando me ponía manos a la obra, sufría casi siempre un acceso paralizante de autocuestionamiento. Solo muy de vez en cuando aquella quemazón de necesidad me permitía concluir satisfactoriamente un texto. El caso es que allí estaba, tras la noche en el Vanguard, con una clara invitación a hacerle frente a esa dolorosa discapacidad y empezar a ser consciente de la ambición que había tenido siempre, la de vivir de la escritura. ¿Y qué hice? Casarme. Me casé y me fui de Nueva York  para mudarme a la América profunda, donde todo vínculo que pudiera tener con la escritura se vio drásticamente cercenado. No tardé sin embargo en divorciarme y regresar a Manhattan, pero no hice más que vagar de aquí para allá, de un trabajo ocasional a otro en el mundo de la edición y sus aledaños: la eterna adolescente talluda que se negaba a hacerse adulta.

Hasta que un día me planté en las oficinas del Voice –jamás sabré cómo reuní el valor– y le pedí trabajo a Dan Wolf. «Eres mujer, judía y una neurótica y solo escribes un artículo al año, ¿cómo pretendes que te dé trabajo?». Le dije que no, que eso se había acabado, que haría lo que él quisiera..., y resultó que hablaba en serio. Dos encargos más tarde, el puesto era mío.

Pero ¿en qué consistía exactamente ese trabajo?

El Voice era un periódico de opinión que se había fundado en 1955, en plena Guerra Fría, cuando por el mero hecho de manifestarte liberal se te consideraba un radical. La palabra clave era «manifestarse». El periódico tenía una marcada tendencia a revelar escándalos que hacía que sus colaboradores, todos y cada uno de ellos, parecieran estar poniéndole una pistola en la sien a la sociedad día sí, día también. Por un lado, aquella labor guardaba un gran parecido con el realismo social de mi infancia, de modo que no me costó encajar; por otro, mi predilección por el periodismo personal pronto empezó a complicar la atractiva simpleza del «ellos» frente al «nosotros» que dominaba los reportajes del Voice. Al utilizarme a mí misma como instrumento de iluminación cuando exploraba el tema de turno, me fui imponiendo una necesidad cada vez mayor de mirar del mismo modo hacia dentro que hacia fuera: de unir lo «personal» y lo «periodístico» en la misma proporción, de descubrir cómo encajaban realmente las partes, cómo se sentía de verdad la situación sobre el terreno. Me pareció estar trabajando mucho tiempo con un éxito solo relativo en resolver ese intríngulis. Pero entonces, en la década de los setenta del siglo pasado, los movimientos en pro de las libertades civiles
tomaron fuerza, la política empezó a vivirse como una cuestión existencial, y para mí quedó resuelto el dilema de cómo practicar el periodismo personal.

A finales de 1970 un redactor del Voice me dijo: «Hay una concentración de las del movimiento de liberación de la mujer en Bleecker Street. ¿Por qué no te acercas a investigar?».

En cuestión de días conocí a Kate Millett, Susan Brownmiller, Shulamith Firestone y Ti-Grace Atkinson. Parecían hablar todas a la vez, pero aun así me empapé de hasta la última palabra. O más bien debió de ser que las escuché a todas diciendo lo mismo, porque volví de esa semana con un pensamiento grabado a fuego en la cabeza. Era el siguiente: la idea de que los hombres, por naturaleza, se toman en serio sus cerebros, mientras que las mujeres, por naturaleza, no, es una creencia, no una realidad; está al servicio de la cultura imperante y es crucial en cómo se moldean nuestras vidas. La incapacidad para verse a una misma fundamentalmente como trabajadora: ese era, lo entendí entonces, el dilema central en la existencia de toda mujer.

Ese discernimiento se me antojaba novedoso y profundo y, ante todo, absorbente. De repente vi las vidas no vividas de las mujeres no solo como un crimen de proporciones históricas, sino como un drama de la psique que cobraba vida con fuerza en cuanto se aplicaba la palabra  «sexismo»..., y esa palabra pasó a gobernar mis días. Allá donde miraba veía sexismo: crudo y brutal, ordinario e íntimo, antiguo y omnipresente. Lo veía en la calle y en el cine, en el banco y en la frutería. Lo veía al leer los titulares, cuando cogía el metro, cuando me sujetaban la puerta para pasar. Y, lo más impactante de todo, lo veía en la literatura. Al volver a muchos de los libros con los que me había criado, vi por vez primera que la mayoría de los personajes femeninos que los habitaban no eran más que monigotes carentes de sustancia y alma, que solo estaban allí para impedir o propiciar las peripecias del protagonista, que hasta entonces no había caído en la cuenta de que era casi siempre un hombre. Pensé que llevaba toda mi vida lectora identificándome con personajes cuyo desarrollo vital distaba sustancialmente de cualquiera que yo pudiera llegar a tener.

¡Qué júbilo sentí cuando conseguí hacer el análisis! Me despertaba con él, me pasaba el día bailando en sus brazos y me dormía sonriendo con él. Era como si la revelación de por sí pudiera propulsarme a la tierra prometida no solo de la igualdad política, sino también de la libertad interior. Al fin y al cabo, ¿qué más necesitaba aparte de la negación de los derechos de las mujeres para explicarme a mí misma? ¡En qué pequeña anarquista alegre me convertí entonces! ¡Qué placer me provocaba la emoción de dar de lado el sentir convencional! Con qué goce afirmaba: «¿Que no hay igualdad en el amor? ¡Puedo vivir sin él! ¿Hijos y maternidad? ¡No hacen falta! ¿Censura social? ¡Chorradas!». La vida me sonreía. Tenía discernimiento, y tenía compañía. Allá donde miraba, veía mujeres como yo viendo lo que yo, pensando lo que yo y diciendo lo que yo.

Aun así, estaba muy lejos de ser todo un camino de rosas. Nadie había contado, por ejemplo, con el nivel de rabia que el movimiento de las mujeres liberó en hombres y mujeres por igual: tan intenso que por momentos parecía poder prender fuego al mundo. A diario se rompían matrimonios, se acababan amistades, había familiares que se distanciaban... y personas de lo más decentes se decían y se hacían las unas a las otras las cosas más abominables. Una noche, en una cena que di en casa, un par de profesores de universidad –una mujer alta y delgada y un hombre bajo y gordo– estaban escuchando atentamente a un distinguido historiador cuyo ámbito de especialización la mujer conocía bien. Ella estaba sumando su voz con alguna pregunta o comentario ocasionales cuando su colega de profesión le pidió, con impaciencia, que dejara de «interrumpir». En cualquier otra época que se recuerde –eso lo vi claro ya entonces–, aquella mujer se habría callado después de recibir semejante reprimenda; y, sin embargo, al instante se le endurecieron los rasgos y soltó: «A mí un tío feo y enano como tú no me manda callar». Los comensales enmudecieron, y en cuestión de minutos dimos por finalizada la velada. Yo me quedé atónita: por un lado el exabrupto de la mujer me emocionó; por otro, la pérdida de la urbanidad entre los presentes me dejó un regusto a cenizas. Quién habría imaginado que llevábamos tanto tiempo con tanto odio y miedo enconados dentro de muchos de nosotros.

Al cabo de esa década, las feministas de los setenta comprendieron que, si bien el análisis político nos unía, la ideología por sí sola no iba a sacarnos de nuestros yoes traumatizados. Al parecer, entre el ardor de nuestra retórica y los dictados de la realidad de  carne y hueso se extendía una tierra de nadie de convicción aún en pruebas. Muchas de nosotras nos convertimos entonces en la encarnación andante de la brecha entre la teoría y la práctica: la discrepancia entre lo que afirmábamos sentir y la complejidad desdichada de lo que realmente sentíamos se hacía cada vez más patente con el paso de los días. 

 

Las contradicciones de mi propia personalidad venían a diario a martirizarme, patrones de conducta a los que nunca había prestado atención acaparaban de pronto mis pensamientos. Siempre me había considerado una de esas personas por lo general decentes que le confieren una gran importancia a lo que comúnmente damos en llamar el «buen talante». Pero entonces comprendí que ese no era para nada mi caso. En la conversación, era cortante y contenciosa; en las reuniones familiares, aburrida y displicente; en el trabajo, engreída hasta decir basta. Aunque me pasaba la vida suspirando por una conexión íntima (o eso creía yo), saboteaba sin embargo una relación tras otra, concentrándome casi en exclusiva en lo que pensaba que eran mis necesidades, y en absoluto en las de mis amistades o amantes. A qué limitación de la experiencia me habían condenado mis propias divisiones internas... ¡Qué atroz me pareció entonces!

En nada de tiempo se abrió ante mí un universo de interioridad insospechado, equipado con teoría, leyes y lenguaje propios que formaban una cosmovisión que parecía contener más verdad –a saber, más realidad interior– que cualquier otra; pero, a la par, un drama de angustia interna empezó a desarrollarse. Ahora forcejeaba a diario conmigo misma, una parte de mí enfrentada a otra, la razón diciéndome de qué conductas liberarme, y la compulsión exigiendo que ignorara a la razón. Una y otra vez padecía la humillación de la autoderrota prolongada. Las bondades de las horas de análisis me hicieron ver –aunque tardé años en asimilarlas– que el discernimiento de por sí jamás llegaría a ser suficiente. El esfuerzo que exigía alcanzar siquiera una apariencia de ser integrado requería toda una vida de trabajo. Como dijo el gran Antón Chéjov en una cita memorable, si bien «otros [quizá] me hicieron esclavo», era yo quien debía «sacarme al esclavo que llevo dentro, gota a gota».

Una vez más, me vi leyendo de forma distinta. Saqué los libros –sobre todo novelas– que había leído y releído, y volví a leerlos. Esa vez me di cuenta de que, independientemente de la historia, del estilo o la época, el drama central de una obra literaria casi siempre radica en la naturaleza perniciosa de la división interna del ser humano: el miedo y la ignorancia que genera, la humillación que provoca, el misterio debilitante con el que nos envuelve cual sudario. También comprendí que lo que siempre hace que el trabajo de un buen libro nos conmueva –y esto es algo implícito en la escritura, en cierto modo atrapado en los nervios de la prosa– es una figuración atormentada (como si surgiera del inconsciente primigenio) de la existencia humana, con la escisión superada, las partes reunidas, el ansia por conectar funcionando a pleno y brillante rendimiento. La gran literatura, pensé entonces y sigo pensando, no es un registro de logro de la plenitud del ser, sino del obstinado esfuerzo que hacemos por conseguirla.

Todavía leo para sentir el poder de la Vida con mayúsculas. Todavía veo al o la protagonista presas de fuerzas que escapan a su control. Y cuando escribo, sigo teniendo la esperanza de situar a mis lectores tras mis ojos, de que vivan el asunto como yo lo he vivido, de que lo sientan con la misma visceralidad que yo. La que sigue es una recopilación de trabajos escritos en agradecimiento a la empresa literaria, tal y como la he abordado a través de la lectura y la relectura de libros que me hicieron vivir de nuevo todo lo dicho hasta ahora.

 

 

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