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Aflicciones literarias

© Annie Leibovitz
Literatura y enfermedad
Bolaño, Proust, Kafka, Gide, Rousseau, Johnson, Shelley, Sontag y Borges, entre otros cameos de esta nota imperdible que desemboca en el comentario dos libros recientes: "Las aflicciones", del hematólogo y escritor indio Vikram Paralkar, y "Las redes invisibles", de Sebastián Robles.

Por Gonzalo León.

El gaucho insufrible fue el último libro que Roberto Bolaño entregó a su editor Jorge Herralde; se trata de cinco cuentos y dos conferencias. Si bien el fuerte de Bolaño no eran los cuentos —quizá la influencia borgeana se le notaba demasiado—, hay algunos muy rescatables aquí: "El policía de las ratas" es uno, y otro texto es la conferencia sobre la enfermedad, donde se deja entrever cuál sería su futuro.

"Literatura + Enfermedad = Enfermedad" está dedicado a su hepatólogo. Tal vez en ese último año de su vida Bolaño estuviera leyendo al intelectual italiano Franco Moretti, quien añadió al análisis de la historia de la literatura (Lectura distante) gráficos, estadística, ecuaciones. El texto es conmovedor, porque habla de literatura mientras se sabe enfermo: en un punto cuenta que una de las pruebas médicas que le hacían era la de mantener las manos extendidas de forma vertical, “vale decir con los dedos hacia arriba, enseñándole a ella las palmas y contemplando yo el dorso. Le pregunté qué demonios significaba ese test. Su respuesta fue que, en un punto más avanzado de mi enfermedad, sería incapaz de mantener los dedos en esa posición. Éstos, inevitablemente, se doblarían hacia ella”.

Pero no sólo Bolaño ha enfermado y escrito sobre la enfermedad. Proust y Kafka en sus respectivas correspondencias también. Proust era asmático y muy quejumbroso, muchas veces se sentía enfermo y quizá lo estaba, pero sin duda exageraba. En una carta de septiembre de 1916 se excusa con André Gide por no haber ido a visitarlo: “Los medicamentos que tomo para estar en condiciones de hacerlo, dos salidas (las únicas dos desde su visita) para encontrarme con usted, y que antes exigieron tantas fumigaciones, etcétera, que una vez afuera era tan tarde que no me atreví ya a ir”. Seis años después al mismo Gide le escribe que estuvo siete meses sin levantarse y que en ese momento sólo podía escribir “con la ayuda de una inyección cuyo efecto se agota”. Kafka, enfermo de tuberculosis por esos mismos años, no es tan exagerado como Proust, al menos en la correspondencia con su editor, el mítico Kurt Wolff. Si bien se queja de su mala salud y de su inminente internación en un sanatorio en Alemania —“Ahora que se acerca la primavera veo inminente un permiso por enfermedad. Como ya estaba orientado hacia Baviera, pedí que me enviasen un prospecto del sanatorio Kainzenbad”—, más adelante se dará cuenta de la innecesidad de un sanatorio y de un tratamiento médico. Kafka, como dijo Elías Canetti, en un momento comprendió que los dados estaban echados.

Pero también ha habido escritores que han podido convivir con aflicciones más leves. En pleno siglo XVIII, dos célebres escritores se hicieron conocidos por ellas. Jean-Jacques Rousseau, como escribe Mary Shelley en la biografía que escribió para la Cabinet Cyclopedia y que Ediciones UDP publicó el año pasado, por años adoptó una vestimenta armenia, extravagante, para, según muchos, “alcanzar notoriedad”. Lo cierto es que sufría una enfermedad congénita de las vías urinarias que le obligaba a usar una sonda uretral, el largo del traje armenio le permitía esconder esa sonda. Sin embargo, debido al escándalo que provocó ese traje, cómodo para sus necesidades, tuvo que guardarlo. Samuel Johnson, contemporáneo a Rousseau, a los veinte años empezó a sentirse, tal como relata James Boswell en la magnífica biografía del autor inglés, “abrumado por una espeluznante hipocondría, una constante irritación, inquietud, e impaciencia, y un terrible abatimiento, tristeza y desesperanza hicieron miserable existencia”. El propio Johnson escribió, cuando era ya viejo: “Mi salud ha sido tal que rara vez me ha permitido gozar de un solo día de sosiego”. A veces sus miembros sufrían de movimientos involuntarios, o simplemente aparecía esa melancolía que lo acompañó hasta el fin de sus días. Pese a ello, su intelecto permaneció intacto y le permitió escribir biografías, panfletos, ensayos, libros de viajes, poemas, su célebre Diccionario (de hecho por mucho tiempo fue conocido como “Johnson, el del Diccionario”) y, por si eso fuera poco, fue el primero en colocar a Shakespeare en el lugar que tiene hasta hoy.

Quizá la escritora contemporánea que mejor y con mayor propiedad reflexionó sobre las enfermedades fue Susan Sontag. A mediados de los 70 le descubrieron un cáncer de mama y el diagnóstico fue el peor que se puede escuchar: una sobrevida de no más de seis meses. Tenía cuarenta y dos años, y tras el dictamen escribió un ensayo sobre la relación de la fotografía y la muerte para el libro que publicaría en 1977 bajo el título Sobre la fotografía. Sontag, tal como cuenta la biografía de Daniel Schreiber en Susan Sontag. Intelectualidad y glamour, termina rápidamente ese libro de ensayos y se sumerge “en la bibliografía médica y a leer todo lo que pudo encontrar sobre el cáncer de mama, tanto libros de medicina especializados como artículos de revistas médicas de Estados Unidos y Europa. Al mismo tiempo, se reunió con tantos especialistas en cáncer como fuera posible para discutir su situación”. Fruto de esta investigación saldría La enfermedad como metáfora (1978), en el que de Tolstoi a Pasternak, de Novalis a Nietzsche, de Kafka a Mann, de Keats a Byron, de Koch a Virchow, de Boccaccio a Marinetti, de Chopin a Puccini, de Victor Hugo a Baudelaire, analiza los planos metafóricos asociados a la enfermedad.

Esta intelectual que renovó los estudios culturales y que murió un año después que Bolaño no sólo sobrevivió seis meses, sino casi treinta años más. Pero claro, en esa época sólo sabía que pertenecía a ese diez por ciento de los que sobrevivían a un diagnóstico como el suyo. El cáncer en los 70 era una enfermedad estigmatizante, tal como lo sería el sida más tarde, y decidió luchar contra esto, propiciando una cruzada por los enfermos. Su libro sirvió para eso, ya que “se convirtió en una obra estándar para pacientes de cáncer y médicos en todo el mundo”. Después del tratamiento su cabello le creció blanco y decidió teñirlo de negro. Un peluquero le planteó una solución intermedia: dejar un mechón natural. Ese mechón sería en los siguientes años una marca asociada a ella, una marca usada incluso en sus caricaturas.

La ceguera no es una enfermedad, sino la consecuencia de una enfermedad. El gran ciego de la literatura argentina fue Borges, quien en una conferencia en el Teatro Coliseo habló de otros ciegos notables ciegos de la literatura: Homero para los griegos, Joyce para los irlandeses, Milton para los ingleses. Aclaró, eso sí, que su ceguera era más bien “modesta”, porque “es ceguera total de un ojo, ceguera parcial del otro, todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde, puedo descifrar el azul y sobre todo un color que nunca me ha sido infiel, que me ha sido siempre leal, que me ha acompañado siempre, que es el color amarillo”. Hablaba en nombre de su padre, de su abuela, que murieron ciegos, pero no sólo ellos, sino también de José Mármol. El autor de Amalia, esa “admirablemente chismosa novela”, como él fue director de la Biblioteca antes de convertirse en Nacional, cuando se ubicaba en calle Venezuela.

En suma, la ceguera de Borges, consecuencia de una enfermedad hereditaria, modifica el resultado de la ecuación de Bolaño, al otorgarle pertenencia a una comunidad, aunque no tanto como para creerse la frase de Joyce de que la cosa menos importante que había pasado en su vida fue haberse quedado ciego. No tanto como para modificar el resultado de cualquier enfermedad mortal.

Si bien en Las aflicciones(La Bestia Equilátera) el hematólogo y escritor indio Vikram Paralkar no reflexiona directamente sobre la enfermedad al modo de Sontag, sí lo hace al modo de unas fábulas que incluyen la Encyclopaedia, dispuesta en una gran Biblioteca de Aflicciones Desconocidas o Raras. Es por así decirlo una novela interactiva, porque al mismo tiempo que algunas partes de esa Encyclopaedia le son mostradas al nuevo bibliotecario, un enano de nombre Máximo que sufre una deformidad facial, las va conociendo el lector. Perteneciente a la mejor tradición de Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, de Historia universal de la infamia, de Borges, de Literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, Paralkar, en vez de inventar biografías, inventa enfermedades y va reflexionando sobre el deterioro corporal y también moral, espiritual, que éstas conllevan. Es sintomático que sea médico, quizá por eso recurra varias veces a una fuente no científica, como a un teólogo o a algún sabio que interpreta los alcances de tal o cual aflicción.

Todas estas enfermedades son nombradas en latín, porque transcurren en un tiempo donde el conocimiento se almacenaba en grandes bibliotecas. Corpus fractum, por ejemplo, consiste en adquirir los rasgos físicos de aquella persona a la que se le hizo algún mal, de este modo “algunos teólogos sostienen que el Corpus fractum no es, de ningún modo, una enfermedad”, sino un remedio, porque enfrenta a las personas con sus pecados. Torpor morum, o parálisis moral, es otra aflicción cuyos síntomas son la poca o nula tolerancia a la violencia, a la mentira y a las ambigüedades: “En su forma más extrema, cuando la bajeza inherente al más leve movimiento se vuelve insoportable, se instala la parálisis”. Aquí queda clara la reflexión sobre la enfermedad como decadencia moral o cáncer moral, sobre todo cuando agrega que los tradicionalistas creen que esta aflicción es causada “por una hipertrofia del órgano en el que se aloja la conciencia y que, una vez que este órgano ha sido identificado, la cura definitiva será la extirpación quirúrgica del tejido agrandado”.

Las aflicciones recuerda a Las redes invisibles, de Sebastián Robles (Momofuku), no por el trabajo con las enfermedades, sino porque tal como Paralkar en vez de inventar vidas inventa redes sociales, una de ellas, sin ir más lejos, se llama Hospital, y se trata de una red para personas con convicciones, como si tener convicciones fuera una enfermedad. Más allá de las comparaciones, lo cierto es que las enfermedades y sus metáforas, tanto en la realidad como en la ficción, resultan infinitas. A saber, qué tanto influyó una enfermedad en la obra de un autor o en qué medida influyó la medicina que tomó. Thomas de Quincey durante muchos años fue un opiómano, podría decirse que esto fue lo que le permitió escribir un libro tan excepcional como Bosquejos de infancia. Los dolores que sintió Samuel Johnson desde joven lo hicieron volcarse a la escritura o la inclinación por la escritura lo enfermó. Susan Sontag al reflexionar sobre el cáncer exorcizó su enfermedad.

Por último, quién no padece una enfermedad. O, más sencillamente, quién no padece.

Las cartas que le escribe Kafka, ya enfermo, a su editor no parecen de alguien pasmado en su vida ante la inminente muerte, sino una convivencia casi natural con ella. No es acaso la enfermedad con mayúsculas el temor a la muerte que siente cualquier ser humano. Si detrás de la enfermedad con mayúsculas está la muerte, delante está la vida, el amor, la escritura, todo. Quizá por eso siento antipatía hacia los suicidas: hay que saber convivir con una enfermedad, el coraje del que habló Borges en esa conferencia y que supieron tener su padre y su abuela. Dejarse morir es fácil, vivir es lo difícil, y escribir sobre la enfermedad es un modo de alejarse de la muerte, al menos por un momento.

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